«Bueno, ya está hecho», pensó Summer frunciendo el ceño. Se echó el pelo hacia atrás y se lo sujetó con dos peines de madreperla. Observó críticamente su cara en el espejo para comprobar el maquillaje. Había aprendido de su madre el truco de acentuar sus mejores rasgos. Cuando la ocasión lo requería, y cuando estaba de humor, Summer explotaba aquellas mañas. A pesar de que tenía la sensación de que la cara reflejada en el espejo serviría para su propósito, arrugó aún más el ceño.
Ya fuera por rabia, vanidad o simple enojo, había acordado atarse al Cocharan House y a Blake por un año. Quizá le apetecía afrontar aquel reto, pero el compromiso a tan largo plazo y las obligaciones que incluía la hacían sentirse incómoda.
Trescientos sesenta y cinco días. No, eso era demasiado abrumador, se dijo. Cincuenta y dos semanas tampoco eran un consuelo. Doce meses. En fin, tendría que hacerse a la idea. No, tendría que hacer algo más, decidió Summer mientras entraba de nuevo en el estudio donde iba a grabar una demostración para la televisión pública. Tendría que mantener su promesa de proporcionarle al Cocharan House de Filadelfia el mejor restaurante de la costa este.
Y eso haría, se dijo echándose hacia atrás el pelo. Desde luego que lo haría. Y luego le haría un corte de mangas a Blake Cocharan III, el muy rastrero.
La había manipulado. Dos veces, la había manipulado. Aunque la segunda vez ella había sido perfectamente consciente de ello, había mordido el anzuelo de todos modos. ¿Por qué? Summer se pasó la lengua por encima de los dientes y observó al equipo de televisión prepararse para la grabación.
Por el reto, resolvió, retorciendo su cadena de oro alrededor de uno de sus finos dedos. Sería todo un desafío trabajar con él y ponerlo a sus pies. A fin de cuentas, competir era su gran pasión. Por eso había decidido sobresalir en un oficio dominado tradicionalmente por hombres. Oh, sí, le gustaba competir. Y, ante todo, le gustaba vencer.
Luego estaba aquella madura virilidad suya. Sus pulidos modales no lograban ocultarla. Sus trajes hechos a mano no podían disfrazarla. Si era sincera, y decidió serlo de momento, debía admitir que disfrutaría explorándola.
Ella era consciente del efecto que surtía sobre los hombres. Siempre lo había considerado un rasgo genético heredado de su madre. Rara vez prestaba atención a su propia sexualidad. Las exigencias de su profesión y la completa tranquilidad que exigía entre un trabajo y otro llenaban por completo su vida. Pero tal vez fuera hora, reflexionó, de alterar un poco las cosas.
Blake Cocharan III era todo un reto. Y a ella le encantaría sacudir su viril arrogancia. ¡Cómo le apetecía pagarle con la misma moneda por haberla manipulado! Mientras consideraba diversos modos de hacerlo, observaba cómo iba entrando el público en el estudio. Había sitio para unas cincuenta personas y, al parecer, esa mañana el plato estaría lleno. La gente hablaba en voz baja, entre murmullos y bisbíseos, como solía ocurrir en los teatros y las iglesias. El realizador, un hombre bajito y nervioso con el que Summer había trabajado otras veces, se movía de un lado a otro haciendo aspavientos que expresaban complacencia o amenaza. Cuando se acercó a ella, Summer apenas prestó atención a sus rápidas y nerviosas indicaciones. No estaba pensando en él, ni en el vacherin que iba a preparar ante las cámaras. Seguía pensando en el mejor modo de manejar a Blake Cocharan. Tal vez debiera perseguirlo sutilmente… pero no hasta el extremo de que él no lo notara. Luego, cuando su ego se hubiera hinchado, ella… ella lo ignoraría por completo. Una idea fascinante.
—El primer molde está en el armario del centro.
—Sí, Simón, lo sé —Summer le dio una palmadita en la mano al director mientras revisaba su plan en busca de defectos. Había uno muy grande. Recordaba claramente la sensación embriagadora que se había apoderado de ella cuando él había estado en un tris de besarla unas noches antes. Si se prestaba a aquel juego, tal vez saliera trasquilada. Así pues…
—La segunda está justo detrás.
—Sí, lo sé. —¿No la había puesto allí ella misma para que se enfriara después de sacarla del horno? Summer le lanzó al director una sonrisa ausente. Podía ignorar a Blake desde el principio. Tratarlo no con desprecio, sino con desinterés. Su sonrisa se hizo un tanto amenazadora. Sus ojos brillaron. Eso lo volvería loco.
—Todos los ingredientes y los utensilios están exactamente donde los dejaste.
—Simón —comenzó Summer amablemente—, deja de preocuparte. Puedo hacer un vacherin con los ojos cerrados.
—Empezamos a grabar dentro de cinco minutos…
—¿Dónde está?
Simón y Summer se giraron al oír aquella voz atronadora. Ella esbozó una sonrisa antes de ver al que así tronaba.
—¡Carlo!
—¡Ajajá! —moreno, flaco y escurridizo como una serpiente, Carlo Franconi se abrió paso entre la gente y los cables para agarrar a Summer y estrecharla contra su pecho—. Mi pastelito francés… —le dio una palmada cariñosa en el trasero.
Riendo, ella le devolvió el favor.
—Carlo, ¿qué estás haciendo en Filadelfia un miércoles por la mañana?
—Estaba en Nueva York, promocionando mi nuevo libro, La pasta vista por un maestro —se echó hacia atrás lo justo para mirarla con el ceño fruncido—. Y me dije, Carlo, estás a un paso de la mujer más sexy que haya empuñado jamás una manga pastelera. Y aquí me tienes.
—A un paso —repitió ella. Aquello era típico de él. Si hubiera estado en Los Angeles, habría hecho lo mismo. Habían estudiado juntos, cocinado juntos, y quizá, si su amistad no se hubiera hecho tan sólida e importante para ambos, incluso se habrían acostado juntos—. Deja que te mire.
Carlo retrocedió y posó para ella. Llevaba unos pantalones estrechos y rectos que se amoldaban a sus caderas, una camisa de seda de color salmón y un sombrero de fieltro que se ladeaba audazmente sobre sus ojos oscuros y almendrados. Un diamante asombroso brillaba en su dedo. Estaba, como siempre, guapo y viril, y era consciente de ello.
—Tienes un aspecto fantástico, Carlo. Fantástico.
—Desde luego que sí —él pasó un dedo por el ala de su sombrero—. Y tú, mi delicioso pastelito… —tomó sus manos y se las llevó a los labios— estás exquisita.
—Desde luego que sí —riéndose de nuevo, ella lo besó en la boca. Conocía a cientos de personas, pero, si le hubieran pedido que citara el nombre de un amigo, el de Carlo Franconi habría sido el primero que se le viniera a la cabeza—. Me alegro mucho de verte, Carlo. ¿Cuánto tiempo hace? ¿Cuatro meses? ¿Cinco? ¿No estabas en Bélgica la última vez que yo estuve en Italia?
—Cuatro meses y doce días —dijo él con despreocupación—. Pero ¿quién lleva la cuenta? Es sólo que echaba de menos tus napoleones, tus bocaditos de nata, tu… —la agarró de nuevo y le besó suavemente los dedos—… tarta de chocolate.
—Hoy toca vacherin —dijo ella secamente—. Pero podrás probarlo cuando acabe el programa.
—Ah, tu merengue… Es para morirse —él sonrió maliciosamente—. Me sentaré en la primera fila para que nuestras miradas se crucen.
Summer le pellizcó la mejilla.
—Intenta relajarte, Carlo. Estás muy estresado.
—Señorita Lyndon, por favor.
Summer miró a Simón, cuya respiración se hacía más agitada a medida que se acercaba la cuenta atrás.
—No te preocupes, Simón, estoy lista. Ve a sentarte, Carlo, y presta atención. Puede que esta vez aprendas algo.
Carlo dijo algo breve, grosero y fácilmente traducible, cuando se separaron. Relajada, Summer se colocó detrás de la encimera y vio cómo el jefe del plato iba contando los segundos. Ignorando las muecas que le hacía Carlo, Summer dio inició al programa mirando fijamente a la cámara. Se tomaba aquella faceta de su profesión tan en serio como la confección de la tarta nupcial de una princesa europea. Si tenía que enseñar a una persona normal y corriente a hacer algo elaborado y exquisito, prefería hacerlo bien.
Estaba maravillosa, pensó Carlo. Como siempre. Y, además, tenía un aire competente, despreocupado y seguro. Por un lado, Carlo se alegraba de verla así, pues le desagradaban las cosas y las personas que cambiaban con excesiva rapidez…, sobre todo, si no tenían nada que ver con él. Por otro, estaba preocupado por ella.
Conocía a Summer desde hacía diez años, y en todo ese tiempo ella no había tenido ni una sola relación seria. Para alguien tan voluble y sentimental como él, resultaba difícil entender del todo su reserva, su aparente desinterés por los encuentros románticos. Era apasionada. Carlo la había visto estallar de ira y de alegría, pero nunca había visto aquella pasión dirigida hacia un hombre.
Una lástima, pensó mientras la veía fabricar las roscas de merengue. Tenía la impresión de que una mujer sin un hombre se desperdiciaba…, igual que un hombre sin una mujer. Él había compartido la vida con muchas.
Una vez, mientras tomaban pastel de kirsch y Chablis, a Summer se le había soltado la lengua hasta tal punto que le había dicho que, en su opinión, los hombres y las mujeres no estaban hechos para mantener relaciones duraderas. El matrimonio era una institución que se disolvía con excesiva facilidad, y, por tanto, no era en absoluto una institución, sino una forma de hipocresía perpetuada por la gente que se fingía capaz de comprometerse. El amor era un sentimiento mudable y, por tanto, indigno de confianza. Era algo que la gente aprovechaba como excusa para actuar de manera estúpida o imprudente. Si alguna vez deseaba comportarse como una necia, lo haría sin excusa alguna.
En aquella ocasión, Carlo le había dado la razón porque se hallaba al final de su relación con una heredera griega. Más tarde, se había dado cuenta de que, si bien él le había dado su aprobación como resultado momentáneo de una mala experiencia, Summer hablaba completamente en serio.
Una lástima, pensó de nuevo mientras Summer sacaba las roscas previamente horneadas de debajo de la encimera y empezaba a rellenar el molde. De no haberla querido como a una hermana, habría sido un placer mostrarle el lado bueno de la mística hombre-mujer. Pero, en fin, se dijo echándose hacia atrás, eso le correspondería a otro.
Manteniendo un fácil monólogo con la cámara y el público del plato, Summer fue ejecutando las distintas fases de la confección del postre. El molde relleno, decorado con franjas de merengue y salpicado con violetas de azúcar, fue introducido en el horno. El que había horneado y puesto a enfriar poco antes fue sacado para completar la última fase. Summer colocó la fruta, lo cubrió todo con una densa salsa de moras y nata montada mientras entre el público se extendía un murmullo de admiración. La cámara se acercó para tomar un primer plano.
—¡Bravo! —Carlo se levantó y comenzó a aplaudir mientras el postre permanecía, ya completado, sobre la encimera—. ¡Bravo!
Summer sonrió y, con la manga pastelera en la mano, hizo una reverencia cuando se apagó la cámara.
—Fantástico, señorita Lyndon —Simón se acercó apresuradamente a ella, quitándose los auriculares—. Fantástico. Y perfecto, como siempre.
—Gracias, Simón. ¿Le servimos esto al público y al equipo?
—Sí, sí, buena ida —él chasqueó los dedos mirando a su ayudante—. Trae unos platos y reparte esto antes de que tengamos que recoger para la siguiente grabación. Un programa de aeróbic —masculló, y se alejó de nuevo.
—Precioso, cara —le dijo Carlo, hundiendo un dedo en la nata batida—. Una obra maestra —tomó una cuchara de la encimera y arrancó un buen pedazo del vacherin—. Ahora te llevaré a comer y podrás contarme qué es de tu vida. La mía —se encogió de hombros, comiendo todavía— es tan emocionante que tardaría días en contártela. Tal vez semanas.
—Podemos tomar una porción de pizza al otro lado de la esquina —Summer se quitó el delantal y lo lanzó sobre la encimera—. La verdad es que quiero que me des un consejo sobre una cosa.
—¿Un consejo? —a pesar de que le extrañaba que Summer quisiera pedirle consejo, Carlo se limitó a alzar una ceja—. Naturalmente —dijo con una sonrisa sedosa, mientras tiraba de ella—. ¿A quién si no iba a pedirle consejo una mujer inteligente como tú?
—Eres un auténtico idiota, querido.
—Ten cuidado —él se puso unas gafas oscuras y se ajustó el sombrero—. O pagarás tú la pizza.
Poco después, Summer estaba dándole su primer bocado a la pizza y procurando mantener la calma mientras Carlo avanzaba con su Ferrari alquilado por entre el tráfico de Filadelfia. Carlo conseguía comer, manejar el volante y cambiar de marcha con habilidad demoníaca.
—Bueno, cuéntame —gritó por encima del estrépito de la radio—. ¿Qué estás tramando?
—He aceptado un trabajo —le respondió Summer a voces. Se le vino el pelo a la cara y se lo echó de nuevo hacia atrás.
—¿Un trabajo? ¿Y qué? Aceptas montones de trabajos.
—Esto es distinto —ella se removió, cruzando las piernas y girándose de lado mientras daba otro mordisco a la pizza—. He aceptado remodelar y dirigir el restaurante de un hotel durante un año.
—¿El restaurante de un hotel? —Carlo frunció el ceño por encima de su porción de pizza mientras adelantaba a una ranchera—. ¿Qué hotel?
Ella bebió un sorbo de refresco con una pajita.
—El Cocharan House de aquí, de Filadelfia.
—Ah —la expresión de Carlo se aclaró—. Primera clase, cara. No debería haber dudado de ti.
—Un año, Carlo.
—Pasa deprisa cuando se tiene salud —dijo él alegremente.
Ella sonrió un momento.
—Maldita sea, Carlo, creía que estaba acorralada porque, bueno, no podía resistirme a la idea de intentarlo y, además, esa… esa apisonadora americana me restregó a LaPointe por la cara y…
—¿A LaPointe? —Carlo lanzó un bufido—. ¿Qué tiene que ver con esto ese gabacho?
Summer se lamió el pulgar manchado de salsa.
—Al principio, yo iba a rechazar la oferta, pero entonces Blake… la apisonadora… me pidió mi opinión sobre LaPointe porque estaba considerándolo para el puesto.
—¿Y tú se la diste? —preguntó Carlo, alborozado.
—Sí, y me quedé con el borrador del contrato para echarle un vistazo. La verdad es que la oferta era muy tentadora. Con el presupuesto que tengo, podría convertir un cuchitril de dos habitaciones en un palacio culinario —frunció el ceño, sin notar que Carlo acababa de adelantar a un coche casi rozándolo—. Por otro lado, está el propio Blake.
—La apisonadora.
—Sí. Me muero de ganas de hacerle perder los estribos. Es listo, es arrogante y, maldita sea, es increíblemente sexy.
—¿Ah, sí?
—Tengo unas ganas tremendas de ponerlo en su sitio.
Carlo pasó a toda velocidad por un semáforo en ámbar.
—¿Y cuál es su sitio?
—Debajo de mi pulgar —riendo, Summer se acabó su porción de pizza—. Así que, por todas esas cosas, me he comprometido un año entero. ¿Vas a comerte lo que te queda?
Carlo miró los restos de su pizza y luego dio un buen mordisco.
—Sí. ¿Y el consejo que querías?
Tras sorber de nuevo por la pajita, Summer descubrió que había tocado fondo.
—Si quiero conservar la cordura trabajando en el mismo proyecto un año entero, necesito una distracción —sonriendo, estiró los brazos hacia el cielo—. ¿Cuál es el modo más seguro de hacer que Blake Cocharan III se arrastre a mis pies?
—Eres absolutamente despiadada —dijo Carlo, sonriendo maliciosamente—. Para eso no necesitas mi consejo. Ya hay hombres que se arrastran a tus pies en veinte países distintos.
—No es cierto.
—Sencillamente, no miras detrás de ti, cara mía.
Summer frunció el ceño, sin saber si, a fin de cuentas, le gustaba la idea.
—Gira a la izquierda en la esquina, Carlo. Le echaremos un vistazo a mi nueva cocina.
Los olores y la apariencia de las cosas le resultaban bastante familiares, pero, al cabo de un momento, Summer vio una docena de cosas que deseaba cambiar. La iluminación era buena, pensó mientras caminaba del brazo de Carlo. Y el espacio. Pero necesitarían un horno empotrado a nivel de los ojos… y forrado de ladrillo. Había que cambiar el horno eléctrico y, además, se necesitaba más personal de cocina. Miró a su alrededor, comprobando los rincones del techo para ver si había altavoces. No había ninguno. Eso también habría que arreglarlo.
—No está mal, amor mío —Carlo tomó un gran cuchillo de cocinero y comprobó su peso y su filo—. Aquí tienes todos los rudimentos. Es como cuando te regalan un juguete nuevo en Navidad y tienes que montarlo, ¿no?
—Mmm —ella recogió distraídamente un cazo. Acero inoxidable, notó, dejándolo otra vez. Habría que cambiar las cacerolas por otras de cobre bañado con latón. Al darse la vuelta, se chocó con el pecho de Blake.
Durante una fracción de segundo, disfrutó del placer del contacto de su cuerpo. Su olor sofisticado y levemente distante la complacía. Luego la irritó darse cuenta de que no había presentido su presencia.
—Señor Cocharan —se apartó, disimulando tanto su atracción como su enojo tras una sonrisa cortés—. No pensaba encontrarlo aquí.
—Mi personal me mantiene bien informado, señorita Lyndon. Me han dicho que estaba aquí.
Summer se limitó a asentir con la cabeza.
—Éste es Carlo Franconi —comenzó—, uno de los mejores cocineros de Italia.
—El mejor cocinero de Italia —la corrigió Carlo, tendiendo la mano—. Es un placer conocerlo, señor Cocharan. He disfrutado a menudo de la hospitalidad de sus hoteles. Su restaurante de Milán hace unos linguini muy pasables.
—Eso es un gran cumplido, viniendo de Carlo —explicó Summer—. Cree que no hay nadie capaz de hacer un plato italiano, salvo él.
—No es que lo piense, es que lo sé —Cario alzó la tapa de una cacerola humeante y comenzó a olfatear—. Summer me ha dicho que va a trabajar para su restaurante. Es usted un hombre afortunado.
Blake miró a Summer y se fijó en la mano delgada y morena que Carlo había posado sobre su hombro. Los celos constituyen una emoción que se reconoce de inmediato, aunque nunca antes se haya experimentado. Y a Blake no le gustaba.
—Sí, en efecto. Ya que está aquí, señorita Lyndon, tal vez quiera firmar el contrato definitivo. Así nos ahorraríamos otra reunión.
—Está bien. ¿Carlo?
—Adelante, ocúpate de tus asuntos. Ahí están haciendo una asado de cordero. Me interesa verlo —sin mirar atrás, se alejó de ellos.
—Carlo es un hombre feliz —comentó Summer mientras atravesaba la cocina al lado de Blake.
—¿Ha venido por negocios?
—No, sólo quería verme —contestó ella despreocupadamente, y Blake sintió que se le formaba un nudo en el estómago.
De modo que a ella le gustaban los italianos guapos, pensó con acritud, y deslizó una mano sobre su brazo sin ser consciente de ello. Eso era asunto de ella. El suyo era meterla en la cocina lo antes posible.
En silencio, Blake la condujo a través del vestíbulo y la hizo entrar en las oficinas del hotel, silenciosas y prácticas. Summer captó fugaces impresiones antes de que Blake la condujera a una sala más amplia que era, obviamente, su despacho.
La habitación estaba decorada en tonos hueso, crema y tostado y la decoración era algo más moderna que la de su apartamento. Sin embargo, Summer reconoció de inmediato el sello de Blake. Sin que él se lo pidiera, tomó asiento en una silla. Era poco más de mediodía, pero de pronto se le ocurrió que llevaba de pie casi seis horas seguidas.
—Es una suerte que me haya pasado por aquí estando usted en la oficina —comenzó, quitándose los zapatos—. Así resolveremos de una vez este asunto del contrato. Ya que lo he aceptado, será mejor que empecemos cuanto antes —así sólo quedarían trescientos sesenta y cuatro días, se dijo para sus adentros, y suspiró.
A él no le agradaba su actitud despreocupada en lo que al contrato se refería, como tampoco le agradaba el afecto espontáneo que demostraba hacia el italiano. Se acercó a su mesa y tomó un montón de papeles. Cuando volvió a mirarla, su enojo se desvaneció en parte.
—Pareces cansada, Summer.
Los párpados, que ella había bajado un momento, se alzaron de nuevo. Le chocaba que él la tuteara de pronto. Blake pronunciaba su nombre como si estuviera pensando en calor y tormentas. Summer sintió una opresión en el pecho y la atribuyó al cansancio.
—Lo estoy. A las siete de la mañana ya estaba haciendo merengue.
—¿Un café?
—No, gracias. Me temo que ya he tomado de sobra por hoy —miró los papeles que él sostenía y luego sonrió con una leve complacencia hacia sí misma—. Antes de que los firme, he de advertirte que voy a pedir ciertos cambios muy caros en la cocina.
—Razón de más para que firmes esto.
Ella asintió con la cabeza y extendió la mano.
—Puede que no te muestres tan amigable cuando recibas la factura.
Tomando una pluma del soporte que había sobre la mesa, Blake se la dio.
—Creo que los dos perseguimos lo mismo y que ambos estamos de acuerdo en que el coste es lo de menos.
—Puede que sí —con una floritura, ella escribió su nombre sobre la línea de puntos—. Pero no soy yo quien va a firmar los cheques. Bueno… —le devolvió el contrato— ya es oficial.
—Sí —él dejó el papel sobre su mesa sin ni siquiera mirar su firma—. Me gustaría invitarte a cenar esta noche.
Ella se levantó, a pesar de que sus piernas se resistían un poco a sostener su peso de nuevo.
—Tendremos que sellar nuestro acuerdo en otra ocasión. Esta noche salgo con Carlo —sonriendo, le tendió la mano—. Naturalmente, puedes unirte a nosotros.
—Esto no tiene nada que ver con los negocios —Blake tomó su mano y, para sorpresa de ambos, a continuación le agarró la otra—. Quiero verte a solas.
Summer comprendió de pronto que no estaba preparada para aquello. Se suponía que era ella quien debía tomar la iniciativa, a su debido tiempo y en su propio medio. Ahora se vería forzada a realinear sus piezas y a enfrentarse al ardor que calentaba su sangre bajo la piel. Decidida a no dejarse vencer esta vez, ladeó la cabeza y sonrió.
—Estamos solos.
Él arrugó la frente. ¿Era aquello un desafío o se estaba burlando Summer de él con todo descaro? En cualquier caso, Blake no estaba dispuesto a dejar escapar la ocasión. La atrajo hacia sí con firmeza. Ella se ajustaba perfectamente a su cuerpo. Ambos lo notaron, turbados.
Summer tenía los ojos fijos en los de él y Blake vio, fascinado, que sus pintas doradas se habían oscurecido. Eran de pronto color ámbar y parecían fulgurar sobre sus iris castaños, velados y mudables. Apenas consciente de lo que hacía, Blake le apartó el pelo de la mejilla en un gesto a un tiempo tan tierno e íntimo como impropio de él.
Summer intentó no dejarse conmover por algo de tan poca importancia. La habían tocado cientos de hombres para saludarla, porque eran amigos, porque estaban enfadados o porque la deseaban. No había razón para que el leve roce de la punta de un dedo sobre su piel hiciera que le diera vueltas la cabeza. Un esfuerzo de voluntad impidió que se fundiera en sus brazos o se apartara bruscamente. Se quedó quieta, mirándolo. Aguardando.
Cuando la boca de Blake descendió sobre la suya, Summer comprendió que estaba preparada. Aquel beso sería distinto, naturalmente, porque él era distinto. Sería nuevo porque él era nuevo. Pero eso era todo. Aquello no dejaba de ser una forma de comunicación básica entre seres humanos. Un roce de los labios, una presión, una forma de probar el sabor del otro. Nada había cambiado desde que la primera pareja se besara por primera vez, y así seguiría siendo pese al paso del tiempo y las civilizaciones.
Pero, en el instante en que sintió el contacto de los labios de Blake, aquella presión, aquel sabor, Summer comprendió que estaba en un error. ¿Distinto? ¿Nuevo? Aquellas palabras eran demasiado tibias. El roce de sus labios, pues sólo fue eso al principio, parecía cambiar la textura de cuanto se hallaba a su alrededor. Los pensamientos de Summer se revolvieron en un caos que, por alguna razón, parecía idóneo. La temperatura de su cuerpo subió en un abrir y cerrar de ojos. Ella, que creía saber qué esperaba exactamente, suspiró ante lo inesperado. Y extendió los brazos.
—Otra vez —murmuró cuando los labios de Blake quedaron suspendidos sobre los suyos. Con las manos apoyadas a los lados de la cara de él, Summer lo atrajo hacia sí entre una neblina apasionada.
Blake había pensado que ella sería fría, tersa y fragante. Estaba convencido de ello. Tal vez por ello aquella llamarada lo pilló completamente desprevenido. Era tersa. Su piel se asemejaba a la seda cuando pasaba las manos por su espalda hasta agarrar su cuello. Y fragante. Poseía un olor que, de allí en adelante, Blake siempre asociaría con el sexo femenino. Pero no era fría. No había frialdad alguna en el modo en que su boca se aferraba a la de él, ni en el aliento que se mezclaba con el suyo cuando sus labios se abrieron. Había algo perturbador en todo aquello. Blake no lograba asirlo, no podía analizarlo, sólo dejarse llevar por lo que sentía.
Con un sonido profundo y casi felino de placer, ella pasó las manos entre el pelo de Blake. Dios, pensaba que no le quedaba por conocer textura ni sabor alguno. Pero el sabor y la textura de Blake superaban sus expectativas y, en ese instante, se hallaban al alcance de su mano. Summer se deleitó en ellas y dejó que sus labios y su lengua se impregnaran de su dulzura.
«Más». Ella nunca había sido avariciosa. Había crecido en un mundo de abundancia donde todo estaba disponible. Por primera vez en su vida, Summer conoció la verdadera ansia, la auténtica necesidad, y descubrió que aquellas cosas conllevaban dolor. Un profundo pozo de dolor que manaba desde el centro de su cuerpo. «Más», pensó de nuevo, sabedora de que, cuanto más tomara, más deseo sentiría.
Blake sintió que se tensaba. Sin saber la causa, la apretó con más fuerza. La deseaba en ese preciso instante, inmediatamente, más de lo que había deseado a cualquier otra mujer. Ella se removió en sus brazos, resistiéndose por primera vez. Echando hacia atrás la cabeza, clavó la mirada en los ojos apasionados y ávidos de Blake.
—Ya basta.
—No —la mano de él seguía enredada entre su cabello—. No, no basta.
—No —dijo ella con voz vacilante—. Por eso debes soltarme.
Ya se sentía más calmada, aunque no mucho. Era hora de fijar las normas, sus normas, rápida y minuciosamente.
—Blake, tú eres un hombre de negocios, y yo una artista. Cada uno de nosotros tiene sus prioridades. Esto… —ella dio un paso atrás y se irguió—… no puede ser una de ellas.
—¿Quieres que nos apostemos algo?
Ella achicó los ojos, más sorprendida que enfadada. Era extraño que hasta entonces no hubiera reparado en la rudeza de Blake, pero prefería pensar en ello más tarde, cuando hubiera cierta distancia entre ellos.
—Vamos a trabajar juntos con un propósito concreto —continuó suavemente—, pero somos dos personas muy distintas, y nuestras metas también lo son. A ti te interesa el beneficio económico, naturalmente, y la reputación de tu empresa. A mí me interesa crear el escaparate adecuado para mi arte, y mi propia reputación. Los dos queremos tener éxito. Intentemos no enturbiar las cosas.
—Las cosas están perfectamente claras —replicó Blake—. Y esto también. Te deseo.
—Ah —dijo ella lentamente, y agarró con presteza su bolso, que había dejado tirado en el suelo—. Directo al grano.
—Sería un poco ridículo dar rodeos en este momento —una sensación de regocijo comenzaba a superponerse sobre la frustración de Blake. Se alegraba de ello porque de ese modo podría recuperar la entereza que había empezado a perder nada más probar el sabor de Summer—. Tendrías que ser tonta para no darte cuenta.
—Y no lo soy —aun así, ella retrocedió, confiando en que su aplomo la sacara de allí antes de que perdiera la escasa ventaja que aún tenía—. Pero es tu cocina, que pronto será la mía, lo que más me preocupa ahora. Con el dineral que vas a pagarme, deberías alegrarte de que sepa cuáles son las prioridades en este proyecto. Haré una lista provisional de reformas necesarias y equipamiento nuevo que tendrás que pedir el lunes por la mañana.
—De acuerdo. Iremos a cenar el sábado.
Summer se detuvo en la puerta, dio media vuelta y sacudió la cabeza.
—No.
—Te recogeré a las ocho.
Resultaba extraño que alguien ignorara una afirmación suya. En lugar de dejarse llevar por la ira, Summer probó con el tono paciente que recordaba de su institutriz. Era enfurecedor.
—Blake, he dicho que no.
Si él se enfureció, logró disimularlo a la perfección. Se limitó a sonreír como se sonreía a un niño travieso. Al parecer, los dos podían jugar al mismo juego con idéntica habilidad.
—A las ocho —repitió Blake, sentándose en una esquina de la mesa—. Hasta podemos comer tacos, si quieres.
—Eres muy terco.
—Sí, lo soy.
—Yo también.
—Sí, en efecto. Nos veremos el sábado.
Ella tuvo que hacer un arduo esfuerzo para mirarlo con enojo, porque en realidad estaba deseando echarse a reír. Al final, se conformó con dar un fuerte portazo.