Hacer un buen postre de la nada no era tarea fácil. Confeccionar una obra maestra a partir de harina, huevos y azúcar tampoco era moco de pavo. Cada vez que Summer agarraba un cuenco, un batidor o una espumadera, sentía que era su deber crear una obra de arte. El adjetivo «correcto» aplicado a su trabajo era el más grave insulto. «Correcto», para Summer, era el resultado conseguido por una recién casada que abría un libro de cocina por primera vez el día después de la luna de miel. Ella no se limitaba a mezclar, hornear o congelar: ella concebía, desarrollaba y llevaba a la práctica sus proyectos. Un arquitecto, un ingeniero, un científico no hacían ni más ni menos. No había tomado a la ligera la decisión de dedicarse al arte de la alta cocina, ni lo había hecho sin tener en mente la meta de la perfección. La perfección seguía siendo lo que buscaba cada vez que levantaba una cuchara.
Había pasado casi todo el día en la cocina de la mansión del gobernador. Los demás chefs se atareaban con sopas y salsas… o se enzarzaban los unos con los otros. Todo el talento de Summer estaba reconcentrado en la creación del toque final, la exquisita mezcla de sabores y texturas, la belleza estética de la tarta en su conjunto.
El molde estaba ya relleno con el pastel borracho que había horneado y había sido sistemáticamente dividido siguiendo una pauta regular. Esto se había hecho con una plantilla y con la misma meticulosidad con que un ingeniero diseña un puente. El mousse, una deliciosa mezcla de chocolate y nata, se hallaba dentro de la cúpula que formaba la tarta. Aquel elemento, engañosamente simple, llevaba helándose desde primera hora de la mañana. Entre los preparativos, las mezclas y la preparación, Summer llevaba en pie todo el día.
Tenía las diversas partes de su tarta sobre una mesa que le llegaba a la altura de la cintura, con un cuenco de acero inoxidable repleto de puré de frambuesas junto al codo. Tal y como había ordenado, los altavoces de la cocina difundían una melodía de Chopin. En el comedor se estaba consumiendo ya el primer plato. Ella podía aislarse del bullicio que reinaba a su alrededor. Era capaz de sacudirse la presión de tener que terminar su parte del menú en el instante preciso. Todo aquello no era más que rutina. Pero, mientras permanecía allí parada, preparada para dar el siguiente paso, su concentración se dispersaba constantemente.
LaPointe, pensaba rechinando los dientes. Naturalmente, era la rabia lo que le impedía concentrarse, la idea de que le restregaran por la cara a Louis LaPointe. Summer no había tardado en darse cuenta de que Blake Cucharan había sacado a relucir su nombre a propósito. Saberlo, sin embargo, no cambiaba el modo en que había reaccionado… salvo, quizá, por el hecho de que su ira se extendía ahora a dos hombres, en vez de a uno solo.
«Oh, se cree muy listo», se dijo Summer, pensando en Blake, como había hecho a menudo esa semana. Respiró hondo tres veces con el propósito de tranquilizarse mientras observaba la cúpula dorada de la tarta que tenía delante de ella. Aquel despreciable cerdo francés, rezongó para sus adentros, refiriéndose a LaPointe. Mientras recogía las primeras frambuesas, llegó a la conclusión de que Blake debía de ser también un cerdo si estaba considerando la posibilidad de tratar con el francés.
Recordaba cada uno de sus exasperantes encuentros con el bajito LaPointe, cuyos ojos eran como cuentas. Mientras recubría el exterior de la tarta con puré de frambuesas, Summer pensó en recomendárselo con entusiasmo a Blake. Así le daría a aquel astuto americano una lección al encontrarse atado a un asno pomposo como LaPointe. Mientras sus pensamientos bullían, enardecidos, sus manos extendían suavemente las frambuesas, redondeando y afirmando la forma del pastel. Detrás de ella, uno de los ayudantes dejó caer una cacerola con estrépito, y sufrió un aluvión de insultos. Ni los pensamientos ni las manos de Summer vacilaron.
Maldito imbécil soberbio y pagado de sí mismo, pensó ásperamente refiriéndose a Blake, y comenzó a extender con movimientos fluidos y firmes una capa de densa crema francesa sobre las frambuesas. Aunque su expresión era de concentración, el destello de sus ojos traicionaba la rabia que sentía. Un tipo como aquél disfrutaba manipulando y arrollando a los demás. Se notaba, pensó, en aquella actitud tan cortés, en aquel lustre de sofisticación. Dejó escapar un bufido desdeñoso mientras comenzaba a allanar la crema.
Prefería un hombre un tanto tosco a uno tan pulido que relucía. Prefería tener a un hombre que supiera sudar y agachar la espalda a uno que se hacía la manicura y llevaba trajes de quinientos dólares. Prefería tener a un hombre que…
Summer dejó de extender la crema al tomar conciencia de lo que estaba pensando. ¿Desde cuándo pensaba en tener a un hombre y por qué, por el amor de Dios, estaba haciendo comparaciones con Blake? Era ridículo.
La tarta era ya una suave y tersa cúpula que aguardaba su recubrimiento de denso chocolate. Summer se quedó mirándola con el ceño fruncido mientras un ayudante quitaba los cuencos vacíos de su camino. Empezó a mezclar la nata en una fuente más grande al tiempo que dos cocineros discutían sobre la densidad de la salsa del primer plato.
Era ridículo, siguió pensando, lo mucho que había pensado en él los días anteriores, recordando absurdos detalles… Sus ojos eran casi del color exacto del agua del lago de la finca de su abuelo en Devon. Su agradable voz profunda tenía aquel leve pero inconfundible acento del noreste, y su boca se curvaba de un modo particular cuando algo le divertía o cuando sonreía amablemente.
Era difícil explicar por qué se había fijado en esas cosas y más aún por qué seguía pensando en ellas días después. Por norma, ella no pensaba en un hombre a menos que estuviera con él… e incluso entonces sólo le concedía una porción cuidadosamente delimitada de su atención.
Ese, se recordó mientras comenzaba a extender la nata, no era el momento de pensar en otra cosa que no fuera la tarta. Pensaría en Blake cuando hubiera concluido su trabajo, y se enfrentaría a él durante la cena tardía a la que había dado su consentimiento. Oh, sí, se enfrentaría a él.
Blake llegó antes de tiempo a propósito. Quería verla trabajar, lo cual era razonable, incluso lógico. A fin de cuentas, si iba a contratar a Summer para el Cocharan House durante un año, debía comprobar con sus propios ojos de qué era capaz y cómo se desenvolvía. No era raro en él observar cómo se manejaban sus posibles empleados o clientes en su propia salsa.
Se decía esto a sí mismo una y otra vez porque aún tenía dudas sobre los verdaderos motivos de su interés. Había abandonado el apartamento de Summer de un humor excelente, sabiendo que la había vencido en el primer asalto. La cara de ella al mencionarle a LaPointe, su rival, no tenía precio. Y Blake llevaba casi una semana sin poder quitarse de la cabeza aquella cara.
Incómodo… pensó al entrar en la enorme y retumbante cocina. Aquella mujer le hacía sentirse incómodo. Deseaba saber por qué. Conocer las razones de las cosas era esencial para él. Elaborando una precisa lista, podía hallarse la solución a cualquier problema.
El apreciaba la belleza: en el arte, en la arquitectura y, ciertamente, en el cuerpo femenino. Summer Lyndon era muy bella. Pero eso no debía hacerle sentirse incómodo. La inteligencia era algo que no sólo apreciaba, sino que exigía invariablemente en cualquiera de sus asociados. Ella era sin duda inteligente. En ello no podía verse tampoco ningún motivo de incomodidad. Otra cosa que buscaba era el estilo, y en Summer lo había encontrado, desde luego.
¿Qué tenía ella, qué tenían sus ojos?, se preguntó al pasar junto a dos cocineros enzarzados en una encendida discusión acerca de un pato asado. Aquel extraño tono pardo que no era ningún color definible con exactitud, aquellos trazos dorados que se oscurecían y se aclaraban según su estado de ánimo. Unos ojos muy francos, muy directos, pensó. Él apreciaba aquella cualidad. Pero el contraste de aquel color cambiante que no era en realidad ningún color lo intrigaba. Quizá demasiado.
¿Atractivo sexual? El que recelaba de la sexualidad natural femenina era un necio, y él nunca se había considerado tal. Ni tampoco un hombre particularmente susceptible. Sin embargo, la primera vez que la había visto había sentido aquella agitación instantánea del deseo, aquella atracción inmediata. Era extraño, pensó desapasionadamente. Algo que tendría que sopesar cuidadosamente… y luego descartar. No había sitio para el deseo entre socios profesionales.
Y eso iban a ser ellos, pensó mientras sus labios se curvaban. Blake contaba con que su poder de persuasión y la aparente despreocupación con que había mencionado el nombre de LaPointe convencieran a Summer Lyndon en su favor. Ya había empezado a ablandarse, pensó, y un instante después se paró en seco. Por un instante se sintió como si alguien le hubiera dado un golpe rápido y certero en la base de la espina dorsal. Le había bastado con mirarla.
Ella estaba medio oculta por el postre en el que estaba trabajando. Su expresión era intensa, concentrada. Blake se fijó en la leve arruga, que podía haber sido de enojo o de concentración, que bajaba entre sus cejas. Tenía los ojos entornados y los párpados bajos, de modo que su expresión resultaba ilegible. Su boca, aquella boca suave y moldeada que ella nunca parecía pintarse, formaba un mohín. Era una boca para ser besada.
Toda vestida de blanco, su aspecto debería haber sido soso y eficiente. El gorro de cocinero colocado sobre su cabello, pulcramente recogido, podía haberle dado un aire casi cómico. Sin embargo, estaba increíblemente guapa. Allí parado, Blake podía oír la melodía de Chopin que era su marca de fábrica, sentía el olor penetrante y exótico de los guisos, advertía la tensión que reinaba en el ambiente mientras los cocineros, llenos de temperamento, se afanaban en torno a sus creaciones. Él sólo podía pensar con claridad en cómo estaría Summer desnuda, en su cama, únicamente con la luz de las velas compitiendo con la oscuridad.
Rehaciéndose, Blake sacudió la cabeza. «Ya basta», se dijo con agria sorna. «Cuando se mezcla el placer con los negocios, uno o los dos salen malparados». Blake solía evitar aquellas situaciones sin mayor esfuerzo. Ocupaba su posición gracias a que sabía reconocer, sopesar y desechar errores antes de que se cometieran. Y podía hacerlo con una brusquedad y una sangre fría tan impolutas como su apariencia.
Summer tal vez fuera tan apetecible como la tarta que estaba haciendo, pero eso no era lo que él buscaba en ella. Lo que necesitaba era su talento, su nombre, su cerebro. Nada más. De momento se conformó con aquella idea, mientras intentaba refrenar las acometidas de una necesidad mucho más persistente y básica.
Manteniéndose lo más alejado posible del bullicio, Blake la observó aplicar metódicamente capa tras capa de crema. Advirtió con agrado que sus manos, en cuya elegante estructura ósea no había reparado antes, no vacilaban en ningún momento. No había falta de seguridad en sus ademanes. Blake notó también que, pese al ruido y la confusión que la rodeaban, parecía estar sola. Aquella mujer, pensó, podía confeccionar una tarta espectacular en medio de la avenida Ben Franklin en hora punta sin inmutarse siquiera. Bien. A él no le convenía una histérica que se dejara doblegar por la presión.
Aguardó pacientemente mientras ella completaba su obra. Cuando al fin llenó la manga pastelera con nata blanca y empezó a darle a la tarta los últimos toques decorativos, casi todo el personal de la cocina se había reunido a su alrededor para mirar. El resto de la comida estaba listo. Ya sólo quedaba el postre.
Al dar el último retoque, Summer retrocedió. Se oyó un suspiro colectivo de admiración. Ella, sin embargo, siguió sin sonreír mientras rodeaba del todo la tarta, revisándola una vez más. Perfección. Ninguna otra cosa era aceptable.
Entonces Blake vio que sus ojos se aclaraban y que sus labios se curvaban. Al oír algunos aplausos dispersos, la sonrisa de Summer se hizo más amplia y algo más que hermosa: accesible. Blake descubrió que aquello le turbaba aún más.
—Lleváosla —riendo, Summer estiró los brazos hacia arriba para desperezar sus músculos agarrotados. Pensó que sería capaz de dormir una semana entera.
—Impresionante.
Con los brazos todavía alzados, Summer se giró lentamente y se encontró cara a cara con Blake.
—Gracias —su voz era muy fría, su mirada recelosa. En algún momento entre las frambuesas y la nata, había resuelto tener mucho, mucho cuidado con Blake Cocharan III—. Tiene que serlo.
—En apariencia —convino él. Mirando hacia abajo, vio el gran cuenco de crema de chocolate que aún no se habían llevado. Pasó un dedo por el borde y se lo lamió. Su sabor bastaba para derretir los corazones más endurecidos—. Fantástico.
Ella no pudo contener una sonrisa: un pequeño mico infantil proveniente de un hombre ataviado con un traje exquisito y una corbata de seda.
—Naturalmente —le dijo sacudiendo un poco la cabeza—. Yo sólo hago cosas fantásticas. Por eso me quiere usted… ¿me equivoco, señor Cocharan?
—Mmm —aquel sonido podía ser una afirmación u otra cosa, pero ninguno de los dos insistió—. Estará cansada, después de estar de pie tanto tiempo.
—Es usted muy observador —murmuró ella, quitándose el gorro de cocinero.
—Si lo prefiere, podemos cenar en mi piso. Es muy tranquilo. Estará cómoda.
Ella alzó una ceja y a continuación lanzó una rápida y recelosa mirada sobre
su cara. Las cenas íntimas eran algo que había que considerar cuidadosamente. Tal vez estuviera cansada, se dijo, pero aun así podía vérselas con cualquier hombre… sobre todo, con un empresario americano. Encogiéndose de hombros, se quitó el delantal manchado.
—Está bien. Sólo tardaré un minuto en cambiarme.
Se alejó sin mirar atrás. Mientras Blake la miraba, vio cómo un hombre bajito, con bigote negro, que pasaba a su lado, la agarraba de la mano y se la llevaba teatralmente a los labios. A Blake no le hizo falta escuchar sus palabras para sopesar la intensidad con que eran pronunciadas. Sintió una punzada de enojo que, con cierto esfuerzo, logró convertir en sorna.
El hombre hablaba velozmente mientras acariciaba el brazo de Summer. Ella se reía, sacudía la cabeza y lo apartaba suavemente. Blake vio que el hombre la seguía con la mirada como un cachorrito abandonado antes de agarrar su sombrero de cocinero y apretárselo contra el corazón.
Vaya efecto surtía sobre los hombres, pensó Blake, y concluyó desapasionadamente que había cierta clase de mujeres que atraían a los hombres sin aparente esfuerzo. Era una… habilidad natural. Blake suponía que ése era el término adecuado. Una habilidad que él no admiraba ni condenaba, pero de la que sencillamente desconfiaba. Una mujer así podía manipular a un hombre con un solo giro de muñeca. Personalmente, él prefería a las mujeres cuyos dones eran más obvios. Se apartó del camino mientras comenzaba el ruido y el ajetreo de las tareas de limpieza. Suponía que, si Summer llegaba a ser la jefa de cocina del Cocharan House en Filadelfía, aquella habilidad no podía hacerle ningún daño.
Diez minutos después, Summer regresó a la cocina sin apresurarse. Había elegido un vestido de fina seda de color amapola porque era sumamente sencillo: tan sencillo que tendía a ceñirse a cada curva de su cuerpo, atrayendo todas las miradas. Llevaba los hombros desnudos, salvo por un brazalete de oro labrado que lucía justo por encima del codo. Los pendientes le caían en espiral casi hasta los hombros. Su pelo suelto, se rizaba un poco alrededor de su cara por el calor y la humedad de la cocina.
Ella sabía que el resultado era en parte exótico, en parte excéntrico, al igual que sabía que transmitía una sexualidad primigenia. Vestía como vestía, desde vaqueros a sedas, por su propio placer y por capricho. Pero al ver el fulgor de los ojos de Blake, rápidamente sofocado, se sintió perversamente satisfecha.
No era de piedra, pensó, aunque, naturalmente, a ella no le interesaba de manera personal. Simplemente, quería afianzarse como persona, como individuo, a sus ojos, en lugar de ser únicamente un nombre que él ansiaba ver rubricado en un contrato. Summer llevaba la ropa de trabajo en una bolsa de lona que sujetaba en una mano, en tanto que del hombro contrario colgaba un exquisito bolso de pedrería. Con gesto majestuoso, le ofrecía a Blake la mano.
—¿Listo?
—Claro —la mano de ella era fría, pequeña y suave. Blake pensó en un torrente de sol y en hierba mojada y fresca. Su voz se hizo fría y pragmática—. Está preciosa.
Ella lo miró con sorna.
—Claro —por primera vez lo vio sonreír: una sonrisa rápida y seductora. Peligrosa. En ese momento, ella no estaba segura de quién tenía las de ganar.
—Mi chófer está esperando fuera —le dijo Blake suavemente. Salieron juntos de la cocina ruidosa y vivamente iluminada y se adentraron en la calle alumbrada por la luz de la luna—. Supongo que estará satisfecha con su trabajo en la cena del gobernador. No ha querido quedarse para escuchar las críticas, o los cumplidos.
Mientras metía el pie en la parte de atrás de la limusina, Summer le lanzó una mirada incrédula.
—¿Críticas? Esa tarta es mi especialidad, señor Cocharan. Siempre está espléndida. No necesito que nadie me lo diga —montó en el coche, se alisó la falda y cruzó las piernas.
—Por supuesto —murmuró Blake, deslizándose tras ella—. Es un plato complicado —continuó amablemente—. Si no me falla la memoria, lleva horas prepararlo.
Ella lo vio sacar una botella de champán de la hielera y abrirla con un ruido amortiguado.
—Hay pocas cosas espléndidas que puedan hacerse en poco tiempo.
—Muy cierto —Blake sirvió champán en dos copas de tallo largo y, dándole una a Summer, sonrió—. Por una larga amistad.
Summer le lanzó una mirada franca mientras la luz de las farolas se colaba en el coche, deslizándose sobre su cara. Un poco guerrero escocés, un poco aristócrata inglés, concluyó. Una combinación difícil. Claro que la simplicidad no era lo que ella andaba buscando permanentemente. Con una leve vacilación, hizo chocar su copa suavemente con la de él.
—Tal vez —dijo—. ¿Disfruta usted de su trabajo, señor Cocharan? —bebió un sorbo y, sin mirar la etiqueta, identificó el vino que estaba bebiendo.
—Mucho —él la observaba mientras Summer bebía, notando que sólo se había aplicado un poco de rímel al cambiarse. Por un instante, se distrajo pensando en cómo sería el tacto de su piel—. Salta a la vista por lo que acabo de ver que usted también disfruta del suyo.
—Sí —ella sonrió, pensando con agrado en lo que sin duda sería una interesante lucha de poder—. Tengo por norma hacer sólo lo que me gusta. A no ser que me equivoque, usted sigue la misma política.
Él asintió con la cabeza, sabiendo que le estaba tendiendo un señuelo.
—Es usted muy intuitiva, señorita Lyndon.
—Sí —le acercó la copa para que volviera a llenársela—. Tiene usted un gusto excelente para el vino. ¿Se extiende a otras áreas?
Él la miró a los ojos mientras le llenaba la copa.
—A todas.
La boca de Summer se curvó lentamente cuando se llevó la copa a los labios. Disfrutó de las burbujas antes de probar el vino.
—Desde luego. ¿Sería correcto afirmar que es usted un hombre con criterio?
¿Dónde quería ir a parar?
—Si usted quiere —contestó Blake suavemente.
—Un empresario —prosiguió ella—, un ejecutivo… Dígame, los ejecutivos ¿no delegan?
—A menudo, sí.
—¿Y usted? ¿No delega?
—Depende.
—Me preguntaba por qué Blake Cocharan III en persona se tomaría la molestia de intentar engatusar a una cocinera para que trabaje para él.
Blake estaba seguro de que se estaba burlando de él. Más aún: estaba convencido de que quería que él lo supiera. Haciendo un esfuerzo, refrenó su enfado.
—Este proyecto es un empeño personal mío. Dado que sólo quiero lo mejor, me tomo la molestia de adquirirlo personalmente.
—Entiendo —la limusina se desvió suavemente hacia la acera. Summer le dio a Blake su copa vacía mientras el conductor le abría la puerta—. Pues, si sólo se conforma con lo mejor, resulta extraño que mencionara siquiera el nombre de LaPointe —Summer se apeó con una elegancia altiva con la que sólo se podía nacer. Eso, pensó con satisfacción, horadaría un poco la arrogancia de Blake.
El Cocharan House de Filadelfia tenía sólo doce plantas y una fachada de ladrillo desgastada por la intemperie. Había sido construido para confundirse con la arquitectura colonial del corazón de la ciudad. Otros edificios se elevaban más alto, lanzaban destellos de modernidad, pero Blake Cocharan sabía lo que quería. Elegancia, estilo y discreción. Y eso era lo que tenía el Cucharan House. Summer se vio forzada a dar su aprobación. En muchos aspectos, prefería el mundo de antaño al moderno.
El vestíbulo era tranquilo y, si los dorados eran un tanto apagados, las alfombras un poco suaves y desgastadas, ello se debía a una elección consciente y sabia. En el hotel reinaba un ambiente de rancia y arraigada riqueza. Ningún oropel podría haber cumplido mejor su propósito.
Agarrando a Summer del brazo, Blake cruzó el vestíbulo asintiendo con la cabeza a los muchos «Buenas noches, señor Cocharan» que recibía. Tras insertar una llave en un ascensor privado, la condujo dentro. Estaban rodeados por silencio y cristal ahumado.
—Un sitio encantador —comentó Summer—. Hacía años que no venía. Lo había olvidado —miró a su alrededor y vio sus reflejos atrapados entre el cristal gris del ascensor—. Pero ¿no le agobia un poco vivir en un hotel? Me refiero a vivir en el sitio donde trabaja.
—No. Es muy cómodo.
Una pena, pensó Summer. Ella, cuando no estaba trabajando, prefería mantenerse alejada de cocinas y temporizadores. Nunca se llevaba el trabajo a casa, como solían hacer sus padres.
El ascensor se detuvo tan suavemente que el cambio apenas se notó. Las puertas se abrieron en silencio.
—¿Dispone de toda la planta para usted?
—Hay tres suites para invitados, además de mi ático —le explicó Blake mientras avanzaban por el pasillo—. En este momento están todas libres —insertó la llave en una puerta doble de roble y le indicó que pasara.
Las luces habían sido amortiguadas. Blake había elegido bien los colores, pensó Summer al pisar la gruesa alfombra de color peltre. Los grises, desde el plata pálido al color humo, dominaban el sofá amplio y bajo, las sillas y las paredes. Con las luces bajas, aquellos colores producían un efecto onírico, sensual y tranquilizador a un tiempo. Podría haber sido apagado, incluso anodino, pero había destellos de color ingeniosamente distribuidos por la habitación: el azul marino profundo de las cortinas, los tonos perla del ejército de cojines que se alineaban a lo largo del sofá, el verde intenso y básico de una hiedra que se descolgaba por los travesaños ondulados de una estantería. Estaban además los colores fulgurantes del único cuadro, una pieza del impresionismo francés que dominaba una de las paredes.
La estancia carecía de la mezcolanza que ella habría elegido para sí misma, pero poseía un sentido del estilo que Summer admiró de inmediato.
—Original, señor Cocharan —dijo Summer en tono halagüeño mientras se quitaba automáticamente los zapatos—. Y efectivo.
—Gracias. ¿Otra copa, señorita Lyndon? El bar está bien surtido, y también hay champán, si lo prefiere.
Decidida todavía a salir victoriosa de aquel encuentro, Summer se acercó despacio al sofá y se sentó. Le lanzó una fría y despreocupada sonrisa.
—Yo siempre prefiero el champán.
Mientras Blake se encargaba de la botella y el corcho, ella se entretuvo observando de nuevo la habitación y llegó a la conclusión de que Blake Cocharan no era un hombre vulgar. A menudo, la vulgaridad era sinónimo de aburrimiento. Summer se vio forzada a admitir que, por el hecho de haberse codeado casi toda su vida con personas bohemias, excéntricas y creativas, siempre había pensado que los hombres de negocios eran aburridos de manera innata.
No, Blake Cocharan no era un hombre anodino. Summer casi lo lamentaba. A un pánfilo, por muy guapo que fuera, podía manejársele con el mínimo esfuerzo. Blake, en cambio, se mostraría más correoso. Sobre todo, teniendo en cuenta que Summer aún no había tomado una decisión en firme acerca de su proposición.
—Su champán, señorita Lyndon —cuando Summer alzó los ojos hacia él, Blake tuvo que esforzarse para no fruncir el entrecejo. Aquella mirada era demasiado objetiva, en exceso calculadora. ¿Qué estaría tramando? ¿Y por qué demonios no desentonaba en absoluto allí sentada, tan tentadora, acurrucada en su sofá, con los cojines a la espalda?—. Debe de tener hambre —dijo él, sorprendido por necesitar refugiarse tras las palabras—. Si me dice qué le apetece, la cocina se lo preparará en un momento. O puedo traerle una carta, si lo prefiere.
—No será necesario —Summer bebió un sorbo del frío y escarchado champán francés—. Quiero una hamburguesa con queso.
Blake vio cómo se movía la seda mientras ella se acomodaba en un rincón del sofá.
—¿Una qué?
—Una hamburguesa con queso —repitió Summer—. Con patatas fritas, de las alargadas —alzó su copa para examinar el color del líquido—. ¿Sabe?, éste fue un año realmente excepcional.
—Señorita Lyndon… —con forzada paciencia, Blake se metió las manos en los bolsillos y controló su voz—. ¿A qué está jugando exactamente?
Ella bebió lentamente, saboreando el champán.
—¿Jugando?
—¿De veras pretende que me crea que a usted, una gourmet, una chef cordón bleu, le apetece comer una hamburguesa con queso y patatas fritas?
—De lo contrario, no lo diría —cuando su copa estuvo vacía, Summer se levantó para volver a llenarla. Blake notó que se movía con indolencia, sin la firmeza casi marcial que utilizaba cuando cocinaba—. Su cocina tiene ternera de primera, ¿no?
—Desde luego —convencido de que intentaba escandalizarle o hacerle pasar por tonto, Blake la tomó del brazo y la hizo girarse para mirarlo—. ¿Por qué quiere una hamburguesa con queso?
—Porque me gustan —dijo ella con sencillez—. También me gustan los tacos, las pizzas y el pollo frito, sobre todo cuando los hace otro. Son cosas que se hacen rápidamente, sabrosas y sencillas —sonrió, relajada por el vino y divertida por la reacción de Blake—. ¿Tiene usted algo contra la comida normal y corriente, señor Cocharan?
—No, pero pensaba que usted sí.
—Ah, he roto su imagen del esnob gastronómico —se echó a reír con una risa atractiva y sumamente femenina—. Como cocinera, puedo asegurarle que las salsas densas y las cremas pesadas no son fáciles de digerir. Además, yo cocino profesionalmente. Durante largos periodos de tiempo, estoy rodeada por lo mejor de la alta cocina. Exquisiteces, comidas que han de prepararse con absoluta perfección, midiendo hasta las décimas de segundo. Cuando no estoy trabajando, me gusta relajarme —bebió de nuevo champán—. En este momento, prefiero una hamburguesa con queso medio hecha a un filet aux champignons, si a usted no le importa.
—Como quiera —masculló él, y se acercó al teléfono para pedir la cena. La explicación de Summer era razonable, incluso lógica. Pero no había nada que le molestara más que el hecho de que alguien utilizara contra él su propio estilo de manipulación.
Con la copa en la mano, Summer se acercó lentamente a la ventana. Le gustaba el aspecto de las ciudades de noche. Los edificios se elevaban y extendían a lo lejos y el tráfico discurría en silencio por las carreteras entrecruzadas. Luces, oscuridad, sombras.
Summer ignoraba en cuántas ciudades había estado y cuántas había contemplado desde lugares parecidos a aquél, pero su favorita seguía siendo París.
Sin embargo, había decidido pasar largas temporadas en Estados Unidos: le gustaba el contraste de gentes, culturas y actitudes. Le agradaba la ambición y el entusiasmo de los americanos, que veía personificados en el segundo marido de su madre.
La ambición era algo que entendía. Ella tenía mucha. Sabía que ésa era la razón de que, en sus relaciones personales, buscara hombres con más talento creativo que ambición. Dos personas competitivas y volcadas en su trabajo formaban una pareja inestable. Ella lo había comprendido siendo muy joven, al observar la relación entre sus padres y la de éstos con sus siguientes cónyuges. Cuando decidía mantener una relación estable, cosa que no ocurría desde hacía al menos una década, quería que su pareja comprendiera que para ella lo primera era su trabajo. Cualquier cocinero, desde un crío haciéndose un sandwich de mantequilla de cacahuete hasta un jefe de cocina, tenía que establecer una serie de prioridades. Summer había establecido muy pronto las suyas.
—¿Le gusta la vista? —Blake estaba tras ella. Llevaba cinco minutos observándola. ¿Por qué le parecía distinta a las demás mujeres que había llevado a su casa? ¿Por qué le daba la impresión de ser más esquiva, más atrayente? ¿Y por qué su sola presencia le hacía tan difícil concentrarse en el asunto que los había llevado hasta allí?
—Sí —ella no se volvió porque de pronto se había dado cuenta de lo cerca que estaba él. Debería haberlo notado antes, pensó, frunciendo levemente el ceño. Si se daba la vuelta, se encontrarían cara a cara. Sus cuerpos se rozarían, sus miradas se cruzarían. Un leve cosquilleo nervioso la hizo beber un nuevo sorbo de champán. Ridículo, se dijo. A ella ningún hombre la ponía nerviosa.
—Lleva viviendo aquí el tiempo suficiente como para reconocer los sitios de mayor interés —dijo Blake con despreocupación, mientras sus pensamientos se concentraban en cómo sabría la curva de su cuello, cómo sería su tacto bajo el roce de los labios de él.
—Desde luego. Cuando estoy en Filadelfia, me considero de aquí. Algunos de mis amigos dicen que me he americanizado bastante.
Blake sintió el fluir de su voz de acento europeo y aspiró el sutil y seductor aroma de París que constituía el perfume de Summer. La luz tenue rozaba el oro disperso entre su pelo. Igual que sus ojos, pensó él. Sólo tenía que darle la vuelta y mirar su rostro para ver aquella mirada exótica y bruñida. Y ansiaba ver aquella cara.
—Americanizada —murmuró. Sus manos se posaron sobre los hombros de Summer antes de que pudiera detenerse. La seda se deslizó, fresca, bajo sus palmas cuando le dio la vuelta—. No… —bajó la mirada sobre su cabello y sus ojos, y la posó en su boca—. Creo que sus amigos están muy equivocados.
—¿De veras? —sus dedos se habían crispado sobre el tallo de la copa. De pronto sentía la boca caliente. Sólo a base de fuerza de voluntad logró que no le temblara la voz. Su cuerpo rozó el de Blake una vez y luego otra mientras él empezaba a atraerla hacia sí. El deseo, refrenado con mano firme, comenzó a fundirse. Mientras su mente barajaba posibilidades, Summer echó la cabeza hacia atrás y dijo con calma—. ¿Qué hay del negocio que hemos venido a discutir, señor Cocharan?
—Aún no hemos empezado a hablar de negocios —su boca quedó suspendida sobre la de ella un instante antes de que Blake cambiara de postura para depositar un leve beso bajo una de sus cejas—. Y, antes de que lo hagamos, sería conveniente aclarar este punto.
La respiración de Summer se estaba cortando, atascándose en sus pulmones. Todavía era posible apartarse, pero Summer empezó a preguntarse por qué debía hacerlo.
—¿Qué punto?
—Sus labios… ¿Su sabor es tan excitante como su aspecto?
Ella bajó los párpados temblorosos. Su cuerpo se aflojó.
—Interesante cuestión —murmuró, y a continuación volvió a alzar la cabeza, tentadoramente.
Sus labios estaban apenas separados cuando se oyó un fuerte golpe en la puerta. Algo se aclaró en el cerebro de Summer, en tanto su cuerpo seguía zumbando. Sonrió, concentrándose con todas sus fuerzas en aquella rendija de cordura.
—El servicio en los hoteles Cocharan es siempre excelente.
—Mañana —dijo Blake mientras se apartaba de mala gana—, despediré al jefe del servicio de habitaciones.
Summer se echó a reír, pero bebió temblorosa un sorbo de champán cuando Blake acudió a abrir la puerta. Había estado cerca, pensó, dejando escapar un largo suspiro. Demasiado cerca. Era hora de pasar a los asuntos de negocios y de ceñirse a ellos. Se concedió un momento de tregua mientras el camarero disponía la comida sobre la mesa.
—Huele de maravilla —comentó Summer, cruzando la habitación mientras Blake le daba una propina al camarero en la puerta. Antes de sentarse, miró la cena de Blake. Un filete poco hecho, una patata humeante, asada con su piel, y espárragos con mantequilla.
—Muy prudente —le lanzó una sonrisa burlona por encima del hombro mientras él le apartaba la silla.
—Podemos pedir el postre luego.
—Jamás tomo postre —dijo ella, y comenzó a extender una generosa capa de mostaza sobre su panecillo—. Leí su contrato.
—¿De veras? —él la observó mientras Summer cortaba limpiamente la hamburguesa en dos y alzaba una de las mitades. No debía sorprenderle, se dijo. A fin de cuentas, comía galletas Oreo.
—Y mi abogado también.
Blake le puso un poco de pimienta a su filete antes de empezar a cortarlo.
—¿Y?
—Y todo parece estar en orden. Excepto… —dejó que la palabra quedase suspendida en el aire mientras le daba un mordisco a la hamburguesa. Cerrando los ojos, se limitó a disfrutar del bocado.
—¿Excepto? —insistió Blake.
—Si llegara a considerar una oferta semejante, necesitaría mucho más espacio.
Blake hizo caso omiso del «si». Summer estaba considerando su ofrecimiento, y ambos lo sabían.
—¿En qué sentido?
—Sin duda sabrá usted que viajo bastante —Summer espolvoreó sal sobre las patatas y las probó—. A menudo sólo es cuestión de dos o tres días, cuando me voy a Venecia, por ejemplo, a preparar un gatean St. Honoré. La mayoría de mis clientes reservan mi tiempo con meses de antelación. Pero hay algunos que actúan con mayor espontaneidad. A algunos de ellos… —Summer le dio otro mordisco a la hamburguesa—, les complazco por afecto personal o porque ello constituye un reto profesional.
—En otras palabras, quiere poder viajar a Venecia o adonde sea cuando le parezca conveniente —a pesar de que la combinación le parecía incongruente, Blake le puso más champán en su copa mientras ella comía.
—Exactamente. Aunque su oferta tiene cierto interés para mí, sería imposible, incluso poco ético, en mi opinión, volverles la espalda a mis clientes de siempre.
—Entendido —ella era hábil, pensó Blake, pero él también—. Creo que podemos llegar a un acuerdo satisfactorio para ambos. Podríamos revisar juntos su actual agenda.
Summer mordió una patata y luego se limpió los dedos en la servilleta blanca.
—¿Usted y yo?
—Así sería más fácil. Luego, si acordamos discutir por separado las ofertas que reciba a lo largo del año… —sonrió mientras ella agarraba la otra mitad de la hamburguesa—. Me gusta pensar que soy un hombre razonable, señorita Lyndon. Y, para serle franco, preferiría que firmara usted con mi hotel. En este momento, la junta directiva se inclina más hacia LaPointe, pero…
—¿Por qué? —preguntó ella con sequedad. Blake se sintió complacido.
—Normalmente, los grandes cocineros son hombres —ella comenzó a maldecir en francés. Blake se limitó a asentir con la cabeza—. Sí, exacto. Y, a través de ciertas pesquisas hechas con suma discreción, hemos sabido que monsieur LaPointe está muy interesado en el puesto.
—Ese cerdo perdería el culo por tostar cacahuetes en cualquier esquina con tal de que su foto saliera en el periódico —dejando su servilleta sobre la mesa, Summer se levantó—. Tal vez crea usted que no comprendo su estrategia, señor Cocharan —su forma majestuosa de alzar la cabeza acentuaba su cuello largo y esbelto. Blake recordaba vivamente el tacto de su piel—. Me restriega por la cara a LaPointe creyendo que aceptaré su oferta por pura vanidad, por orgullo.
Él sonrió porque ella estaba magnífica.
—¿Ha funcionado?
Los ojos de Summer se achicaron, pero sus labios deseaban curvarse.
—LaPointe es un farsante. Yo soy una artista.
—¿Y?
Ella sabía que no debía comprometerse a nada dejándose llevar por la rabia. Lo sabía, pero…
—Organice mi agenda, señor Cocharan III, y yo convertiré su restaurante en el mejor de su clase en la costa este.
Y lo haría, maldita fuera. De pronto, había descubierto que quería demostrárselo a ambos.
Blake se levantó, tomando las dos copas.
—Por su arte, mademoiselle —le entregó su copa—. Y por mi negocio. Que sea una asociación provechosa para ambos.
—Por el éxito —le corrigió ella, haciendo entrechocar las copas—. Que, a fin de cuentas, es lo que ambos buscamos.