Se llamaba Summer. Su nombre evocaba flores de violentos colores, tormentas repentinas y noches largas y agitadas, imágenes de prados soleados y siestas a la sombra. Era un nombre que le sentaba bien.
Permanecía en pie, con las manos suspendidas en el aire, el cuerpo tenso y la mirada alerta, y en la sala no se oía ni un solo ruido. Nadie, absolutamente nadie, apartaba los ojos de ella. Tal vez se moviera lentamente y ni una sola persona quería correr el riesgo de perderse un gesto, un ademán suyo. Todas las miradas estaban fijas y reconcentradas en su esbelta y solitaria figura. Una melodía romántica de Chopin surcaba el aire. La luz oblicua refulgía en su pelo pulcramente atado, de un color castaño oscuro y cálido, con leves tonos dorados. Dos cuentas de esmeraldas centelleaban en sus orejas.
Su tez estaba un poco sonrosada, de modo que un leve tinte rosado acentuaba sus ya prominentes pómulos y la elegante estructura ósea que sólo la buena crianza puede producir. La emoción, la intensa concentración, agudizaban los trazos ambarinos que salpicaban sus ojos castaños. La misma emoción reconcentrada que le hacía fruncir sus labios suaves y moldeados.
Iba toda de blanco, sin adornos, pero atraía las miradas de manera tan irresistible como una radiante mariposa en vuelo. No hablaba y, sin embargo, todo el mundo en la sala se inclinaba hacia delante como si quisiera captar el más leve sonido.
La habitación era cálida; los olores, exóticos; la atmósfera, tensa.
Summer prestaba tan poca atención a cuantos la rodeaban que parecía estar sola. Había sólo una meta, un fin. La perfección. Ella nunca se conformaba con menos.
Con infinito cuidado colocó la angélica sobre el savarin para completar su creación. Las horas que había pasado preparando y horneando el enorme y complicado postre habían quedado en el olvido, al igual que el calor, las piernas cansadas y el dolor de brazos. El toque final, la presentación de una creación de Summer Lyndon, era de la mayor importancia. Sí, su sabor podía ser perfecto, su olor perfecto, incluso fundirse en la boca a la perfección. Pero, si su apariencia no era perfecta, nada de ello importaba.
Con la minuciosidad de una artista completando una obra de arte, Summer alzó el pincel para darle a las frutas y las almendras una leve y delicada capa de almíbar de albaricoque. Nadie dijo nada. Sin pedir ayuda, Summer comenzó a llenar el centro del savarin con la densa crema cuya receta guardaba celosamente.
Con las manos firmes y la cabeza erecta, Summer retrocedió para observar por última vez con mirada crítica su creación. Aquélla era la última prueba, pues su ojo era más avezado que cualquier otro cuando se trataba de su propio trabajo. Cruzó los brazos. Su rostro no expresaba emoción alguna. En la enorme cocina, el ruido de un alfiler cayendo al suelo habría retumbado como un disparo.
Los labios de Summer se curvaron lentamente; sus ojos se iluminaron. Alzó un brazo e hizo un dramático ademán.
—Lleváoslo —ordenó.
Mientras dos asistentes se llevaban el reluciente manjar fuera de la habitación, estallaron los aplausos. Summer aceptó los elogios como debía. Sabía que había momentos para la modestia, y sabía también que aquél no era uno de ellos. Su savarin era, cuando menos, magnífico. El duque italiano quería magnificencia para la fiesta de compromiso de su hija, y para conseguirla había pagado. Summer se había limitado a cumplir.
—Mademoiselle —Foulfount, el francés cuya especialidad eran los mariscos, tomó a Summer por los hombros. Sus ojos estaban empañados por la admiración—. Incroyable —la besó con entusiasmo en ambas mejillas mientras sus gruesos y hábiles dedos apretaban la piel de Summer como si fuera una hogaza de pan recién salida del horno. Summer esbozó su primera sonrisa desde hacía horas.
—Mera —alguien había abierto una botella de vino para celebrar el acontecimiento. Summer tomó dos copas y le dio una al chef francés—. Hasta la próxima vez que trabajemos juntos, mon ami.
Apuró el vino de un trago, se quitó el gorro de chef y salió de la cocina como una exhalación. El savarin estaba siendo servido y admirado en el inmenso comedor de suelos de mármol, iluminado por candelabros. Antes de irse, Summer pensó que menos mal que no le tocaba a ella recoger todo aquel lío.
Dos horas después, se había quitado los zapatos y tenía los ojos cerrados. Una novela de misterio yacía abierta sobre su regazo mientras su avión cruzaba el Atlántico. Summer regresaba a casa. Había pasado casi tres días en Milán con el solo propósito de crear un único plato. No era la primera vez que lo hacía. Había preparado Charlotte Malakqff en Madrid, flambeado Crepés Fourée en Atenas y moldeado Ñejlottante en Estambul. A cambio de sus gastos y de unos honorarios asombrosos, Summer Lyndon creaba postres que pervivían en la memoria mucho después de que el último bocado, la última gota o la última migaja fueran consumidas.
Summer sonrió al tiempo que bostezaba. Se consideraba a sí misma una especialista, lo mismo que un hábil cirujano. En efecto, había estudiado en la universidad, hecho prácticas y trabajado como aprendiz tanto tiempo como muchos miembros respetados de la profesión médica. Cinco años después de aprobar las estrictas pruebas para convertirse en un chef cordón bleu en París, la ciudad del arte culinario, Summer tenía fama de ser tan temperamental como cualquier artista, de tener el cerebro de un ordenador cuando se trataba de memorizar recetas y de poseer las manos de un ángel.
Medio dormida en su asiento de primera clase, Summer intentaba sofocar un repentino deseo de comer una porción de pizza de pepperoni. Sabía que el vuelo se le pasaría antes si leía o se lo pasaba durmiendo. Decidió hacer ambas cosas, echando primero una pequeña siesta. Ella apreciaba sus horas de sueño casi tanto como su receta de mousse de chocolate.
A su regreso a Filadelfia, su agenda estaría repleta. Estaba la tarta para el banquete benéfico del gobernador, la reunión anual de la Sociedad de Gourmets, la demostración que había aceptado hacer para la televisión pública… y aquella entrevista, recordó, soñolienta.
¿Qué le había dicho por teléfono aquella mujer con voz de pájaro?, se preguntó. Drake… no, Blake Cocharan. Blake Cocharan III, de la cadena de hoteles Cocharan. Hoteles excelentes, pensó Summer sin mucho interés. Se había alojado en algunos en diversos rincones del mundo. El señor Cocharan III deseaba hacerle una proposición de negocios.
Summer suponía que quería que creara algún postre especial y exclusivo para su cadena de hoteles, algo que pudiera vincularse al nombre de los Cocharan. A ella no le disgustaba la idea… siempre y cuando las circunstancias fueran adecuadas. Y por los honorarios apropiados. Naturalmente, tendría que informarse minuciosamente acerca de los negocios de los Cocharan antes de comprometer su nombre y su talento. Si alguno de sus hoteles era de inferior calidad…
Dando un bostezo, Summer resolvió pensar en ello más adelante, cuando se hubiera reunido con el Tercero. Blake Cocharan III, pensó de nuevo con una sonrisa divertida y amodorrada. Gordo, calvo, probablemente dispéptico. Zapatos italianos, reloj suizo, camisas francesas, coche alemán… y, sin duda, se consideraría un americano de pura cepa. La imagen que había creado quedó suspendida en su mente un instante. Harta de ella, Summer bostezó de nuevo. Luego lanzó un suspiro cuando la visión de una pizza invadió de nuevo sus pensamientos. Reclinó el asiento un poco más y procuró dormirse.
Sentado en el mullido asiento trasero de la limusina gris metalizada, Blake Cocharan III repasaba meticulosamente el informe sobre el nuevo Cocharan House que estaba siendo construido en Saint Croix. Blake podía reunir una maraña de datos dispersos y ordenarlos en perfecto orden. El caos era simplemente una forma de orden que aguardaba a que la lógica lo desentrañara. Blake era una persona muy lógica. El punto A conducía invariablemente al punto B, y éste al C. Por más confuso que fuera el laberinto, con paciencia y lógica podía encontrarse el camino.
Debido a su talento para tales cosas, a sus treinta y cinco años Blake poseía casi por entero el control del imperio Cocharan. Había heredado su riqueza y, por consiguiente, raramente pensaba en ella. Su posición, sin embargo, se la había ganado, y estaba orgulloso de ello. La calidad era una tradición en la cadena Cocharan. Sólo lo mejor era aceptable para un Cocharan House, desde la ropa de cama al hormigón de los cimientos. Su dossier sobre Summer Lyndon decía que era la mejor.
Dejando a un lado el informe sobre Saint Croix, Blake sacó otra carpetilla del delgado maletín que tenía a sus pies. Un único anillo, un sello de oro grabado, relucía suavemente en su mano. Summer Lyndon, pensó, hojeando el dossier. Veintiocho años, licenciada en la Sorbona, chef cordón bleu titulada. Padre, Rothschild Lyndon, respetado miembro del parlamento británico. Madre, Monique Dubois Lyndon, antigua estrella del cine francés. Padres amistosamente divorciados desde hacía veintitrés años. Summer Lyndon había pasado sus años de aprendizaje entre Londres y París, antes de que su madre se casara con un magnate del hierro americano con sede en Filadelfia. Posteriormente había regresado a París para completar su educación y en la actualidad vivía a caballo entre París y Filadelfia. Entre tanto, su madre se había casado por tercera vez con un magnate papelero y su padre se había separado de su segunda esposa, una afamada abogada.
Cuantas pesquisas había hecho Blake habían dado el mismo resultado. Summer Lyndon era la mejor repostera a ambos lados del Adántico. Era además una magnífica cocinera con olfato instintivo para las cosas de calidad, talento creativo y capacidad para improvisar en momentos de crisis. Por otro lado, tenía fama de ser autoritaria, temperamental y brutalmente sincera. Aquellas cualidades, sin embargo, no la habían privado de la amistad de jefes de estado, aristócratas o celebridades diversas.
Insistía en que Chopin sonara en la cocina mientras trabajaba, o se negaba en redondo a cocinar si la iluminación no era de su gusto, pero solamente su mousse bastaba para que cualquier hombre de fuerte carácter suplicara por cumplir sus más livianos deseos.
Blake no era hombre que suplicara por nada, pero quería a Summer Lyndon para Cocharan House. No dudaba de que podía persuadirla para que aceptara lo que tenía pensado.
Una mujer formidable, imaginaba con admiración. Él no tenía paciencia con los pusilánimes, sobre todo con las personas que trabajaban para él. Pocas mujeres habían alcanzado la posición y la fama de las que disfrutaba Summer Lyndon. Las mujeres cocinaban por obligación, pero los chefs eran por tradición hombres.
Se la imaginaba ancha de cintura de tanto probar los postres que confeccionaba. Manos fuertes, pensó vagamente. Seguramente tendría la piel un tanto fofa por pasar tantas horas de puertas para adentro, en las cocinas. Una mujer que no se andaba con tonterías, estaba seguro de ello, y con las ideas muy claras acerca de lo que es comestible y por qué. Organizada, lógica y educada. Tal vez un poco hortera, por preocuparse más de la comida que de las modas. Blake suponía que se entenderían muy bien. Echando un vistazo a su reloj, comprobó con satisfacción que llegaba justo a tiempo para la cita.
La limusina se detuvo majestuosamente junto a la acera.
—No tardaré más de una hora —le dijo Blake al conductor mientras salía.
—Sí, señor —el chófer miró su reloj. Cuando el señor Cocharan decía una hora, podía contarse con que así sería.
Blake alzó la mirada hacia el cuarto piso mientras se acercaba al antiguo y bien conservado edificio. Notó que las ventanas estaban abiertas. Por ellas entraba una cálida brisa primaveral y salía una melodía que Blake no podía identificar por encima del ruido del tráfico. Al entrar en el edificio, descubrió que el único ascensor estaba averiado. Subió a pie los cuatro pisos.
Tras llamar, le abrió la puerta una mujer menuda y con un rostro asombroso, vestida con una camiseta y unos ceñidos vaqueros negros. ¿La doncella, que se disponía a salir en su día libre?, se preguntó Blake vagamente. No parecía lo bastante fuerte como para restregar el suelo. Y, si se disponía a salir, iba a hacerlo sin los zapatos.
Después de lanzarle un vistazo breve y objetivo, la mirada de Blake se vio irresistiblemente atraída hacia el rostro de la joven. Era un rostro de facciones clásicas, desnudo y sensual. Sólo la boca podía poner en marcha la sangre de un hombre. Blake ignoró lo que le pareció una automática respuesta sexual.
—Blake Cocharan desea ver a la señorita Lyndon.
Summer alzó la ceja izquierda: un signo de sorpresa. Luego sus labios se curvaron ligeramente: un signo de placer. Gordo no era, observó. Era fibroso y atlético: paddle, tenis, natación. Saltaba a la vista que sentía más inclinación por el deporte que por prolongar los almuerzos de negocios. Calvo tampoco era. Su pelo era negro, abundante y lustroso. Iba bien peinado, con leves ondas naturales que acrecentaban el atractivo de su rostro despreocupado y sensual. Pómulos marcados, mentón firme. A Summer le gustó la apariencia de los primeros, que sugerían fortaleza de ánimo, y del último, cuyo leve hoyuelo evidenciaba el encanto de su dueño. Las cejas negras eran casi rectas sobre los ojos claros y azules como el agua. Su boca era un poco alargada, pero bella. Su nariz era muy recta, de ésas que a Summer siempre le habían parecido hechas para mirar con desdén. Tal vez no se hubiera equivocado respecto a su atuendo, los zapatos italianos y lo demás, pero, admitió Summer, respecto al hombre en sí mismo no había dado en el clavo.
Sólo tardó tres o cuatro segundos en formarse un juicio sobre él, y su boca se curvó aún más. Blake no podía apartar los ojos de ella. Era una boca que cualquier hombre, si estaba vivo, querría saborear.
—Pase, por favor, señor Cocharan —Summer retrocedió, abriendo un poco más la puerta—. Ha sido muy considerado al venir aquí. Por favor, tome asiento. Me temo que tengo algo en la cocina —sonrió, hizo un gesto y desapareció.
Blake abrió la boca y volvió a cerrarla. No estaba acostumbrado a que el servicio lo tratase de aquel modo. Pero tenía tiempo de sobra. Podía mostrarse tolerante. Mientras dejaba en el suelo su maletín, inspeccionó la habitación. Había lámparas de cuentas, un sofá curvado de mullido terciopelo azul, una mesa de cerezo ricamente labrada. Dos alfombras Aubusson, de suaves y descoloridos tonos azules y grises, estaban extendidas sobre el suelo. Un jarrón Ming. Pétalos secos en lo que sin duda era un cuenco de Dresde.
La habitación carecía de todo orden: era una mezcolanza de periodos y estilos europeos que no debían encajar, y, sin embargo, resultaba inmediatamente atractiva. Blake vio al otro lado de la habitación una mesa cubierta de papeles mecanografiados y notas escritas a mano. El ruido de la calle se colaba por la ventana. El estéreo difundía música de Chopin.
Mientras permanecía allí parado, observándolo todo, se convenció de pronto de que en el apartamento no había nadie, salvo él y la mujer que le había abierto la puerta. ¿Sería Summer Lyndon? Fascinado por la idea y por el aroma que se filtraba desde la cocina, Blake cruzó la estancia.
Sobre una rejilla había seis moldes de pasta en forma de caracola, levemente cubiertos de un líquido dorado. Una a una, Summer iba llenándolas hasta rebosar con lo que parecía ser una densa crema blanca. Al mirar su cara, Blake advirtió la expresión reconcentrada, intensa y seria que habría asociado con un neurocirujano. Ello podía haberle hecho gracia. Sin embargo, sin saber por qué, mientras la melodía de Chopin se derramaba a través de los altavoces de la cocina y aquellas manos delicadas y de finos dedos colocaban la crema en montoncitos, se sentía fascinado.
Ella hundió un tenedor en un cuenco y vertió sobre la crema unas gotas de lo que Blake supuso era caramelo caliente. El caramelo se deslizó suavemente por los lados y se solidificó. Blake dudaba que fuera humanamente posible no ansiar probar un solo bocado de aquel manjar. De nuevo, una a una, ella tomó las tartaletas y las colocó sobre una bandeja cubierta con un lienzo de blanco papel troquelado. Tras colocar la última, alzó la mirada hacia Blake.
—¿Le apetece un café? —sonrió, y la arruga que había entre sus cejas desapareció. La intensidad que parecía haber ensombrecido sus pupilas se suavizó.
Blake miró la bandeja y se preguntó cómo era posible que la cintura de Summer pudiera abarcarse con las dos manos.
—Sí, gracias.
—Está caliente —le dijo ella mientras alzaba la bandeja—. Sírvase usted mismo. Tengo que llevar esto aquí al lado —pasó a su lado y, al llegar a la puerta de la cocina, se dio la vuelta—. Ah, hay galletas en ese frasco, si quiere. Enseguida vuelvo.
Se fue, llevándose los pasteles. Encogiéndose de hombros, Blake se giró hacia la cocina, que estaba manga por hombro. Summer Lyndon podía ser una gran cocinera, pero saltaba a la vista que no era muy ordenada. Aun así, a juzgar por el olor y el aspecto de aquellos pasteles…
Blake comenzó a revolver en los armarios en busca de una taza y un instante después cedió a la tentación. Allí de pie, con su traje de Saville Row, pasó el dedo por el borde del cuenco que había contenido la crema. Se lo llevó a la lengua. Dando un suspiro, cerró los ojos. Intenso, denso, muy francés.
El había comido en los restaurantes más selectos, en algunas de las casas más ricas, en docenas de países de todo el mundo. Con toda franqueza, no podía decir que hubiera probado nada mejor que lo que acababa de rebañar del cuenco en la cocina de aquella mujer. Summer Lyndon había elegido bien al decidir especializarse en postres y repostería, concluyó Blake, lamentando por un instante que ella se hubiera llevado las tartaletas. Esta vez, cuando reinició la búsqueda de la taza, divisó el frasco de cerámica de las galletas, que tenía forma de oso panda.
En circunstancias normales, no habría sentido interés alguno. No era especialmente goloso. Sin embargo, conservaba en la lengua el sabor de la crema. ¿Qué clase de galletas hacía una mujer capaz de crear los más refinados manjares de la alta cocina? Con una taza de porcelana inglesa en una mano, Blake quitó la tapa de la cabeza del panda. Dejándola a un lado, sacó una galleta y la miró maravillado.
Ningún estadounidense podía confundir aquel bocado en particular. ¿Un clásico?, pensó. ¿Una tradición? Una galleta Oreo. Blake continuó mirando la galletita de chocolate en forma de emparedado, con su doble ración de nata en el centro. Le dio la vuelta sobre su mano. La marca estaba claramente estampada a ambos lados. ¿Cómo iba a esperar semejante cosa de una mujer que cocinaba para la realeza?
Blake rompió a reír mientras dejaba de nuevo la galleta en el frasco. A lo largo de su carrera había tratado con numerosos excéntricos. Dirigir una cadena de hoteles no consistía únicamente en comprobar las entradas y salidas de clientes. Había diseñadores, artistas, arquitectos, decoradores, chefs, músicos, representantes sindicales… Blake se consideraba un buen conocedor de la naturaleza humana. No tardaría mucho tiempo en averiguar cuáles eran las debilidades de Summer Lyndon.
Ella volvió a entrar en la cocina mientras Blake acababa de servirse el café.
—Lamento haberlo hecho esperar, señor Cocharan. Sé que ha sido muy descortés por mi parte —sonrió como si no tuviera duda alguna de que la había perdonado, y se sirvió un café—. Tenía que acabar esos pasteles para mi vecina. Esta tarde da una pequeña fiesta de pedida de mano a la que van a asistir sus futuros suegros —su sonrisa se hizo más amplia y, bebiendo un sorbo de café solo, tocó la cabeza del oso panda—. ¿Quería una galleta?
—No. Pero, adelante, cómasela usted.
Tomándole la palabra, Summer eligió una y le dio un mordisco.
—¿Sabe? —dijo, pensativa—, éstas son excelentes entre las de su clase —señaló con la media galleta que le quedaba—. ¿Nos sentamos a discutir su proposición?
Iba directa al grano, pensó Blake con agrado. Tal vez al menos no se hubiera equivocado al pensar que no se andaba con tonterías. Asintiendo con la cabeza, Blake la siguió. Él tenía éxito en su profesión no porque perteneciera a la tercera generación de los Cocharan, sino porque poseía una mente rápida y analítica. Los problemas había que resolverlos sistemáticamente. En ese momento, debía decidir cómo abordar a una mujer como Summer Lyndon.
Tenía un rostro que encajaba perfectamente a la sombra de un árbol del Bois de Boulogne. Muy francés, muy elegante. Su voz poseía el acento claro y preciso que evidenciaba su educación europea y sus orígenes: un retazo de Francia, pero con la disciplina propia de Gran Bretaña. Llevaba el pelo recogido hacia arriba, debido al calor y la humedad, pensó Blake, aunque tenía las ventanas abiertas, ignorando el aire acondicionado disponible. Sus pendientes eran cuentas de esmeralda, redondas y perfectas. La manga de su camiseta tenía un desgarrón de buen tamaño.
Sentándose en el sofá, ella dobló las piernas bajo su trasero. Llevaba las uñas de los pies pintadas de rosa intenso, pero las de las manos eran cortas y sin esmaltar. Blake notaba el olor delicioso que emanaba de ella: un toque del caramelo de los pasteles, bajo el cual se adivinaba un perfume inconfundiblemente francés y sexual.
¿Cómo se abordaba a una mujer así?, pensó Blake. ¿Debía usar el encanto, los halagos o las cifras? Ella tenía fama de ser perfeccionista y a veces caprichosa. Se había negado a cocinar para un prominente personaje político porque él no quiso costear el traslado en avión de las herramientas de cocina de Summer a su país. Le había cobrado una pequeña fortuna a una celebridad de Hollywood por crear un extravagante pastel de bodas de veintisiete pisos. Y acababa de preparar a mano y de entregar personalmente una bandeja de pasteles a su vecina para el té. Blake prefería averiguar cuál era la clave de su personalidad antes de hacerle una oferta. Conocía las ventajas de tomar un rodeo. Sin embargo, también pudiera ser que estuviera perdiendo el tiempo.
—Conozco a su madre —comenzó a decir despreocupadamente mientras seguía evaluando a la mujer que tenía a su lado.
—¿De veras? —Blake advirtió sorna y afecto en su voz—. No debería sorprenderme —dijo ella, dándole de nuevo un mordisco a la galleta—. Mi madre siempre se hospedaba en un Cocharan House cuando viajábamos. Creo que cené una vez con su abuelo cuando tenía seis o siete años —la sorna no se disipó mientras daba un sorbo a su café—. El mundo es un pañuelo.
Un traje excelente, pensó Summer, recostándose contra el respaldo del sofá. Tan bien cortado y conservador que se habría ganado la aprobación de su padre. La figura a la que se amoldaba era tan atlética y fibrosa como para ganarse la de su madre. Tal vez fuera la combinación de las dos cosas lo que atraía su interés.
«Cielo santo, sí que es atractivo», pensó mientras escudriñaba de nuevo su cara. Ni muy blando, ni muy rudo, el poder le sentaba bien. Aquello era algo que ella reconocía al instante en sí misma y en los demás. Respetaba a quienes se esforzaban y se abrían paso por sí solos, tal y como seguramente había hecho Blake. Se respetaba a sí misma por idéntica razón. Atractivo, pensó de nuevo…, pero tenía la sensación de que un hombre como Blake tenía que serlo, con independencia de su apariencia física.
Su madre lo habría llamado séduisant, y con razón. Summer lo habría considerado peligroso. Una combinación difícil de resistir. Se removió, inquieta, tal vez para poner más distancia entre ellos. A fin de cuentas, los negocios eran los negocios.
—Entonces, estará usted familiarizada con los parámetros de calidad de nuestros hoteles —comenzó Blake. De pronto, deseaba que el olor de Summer no fuera tan atrayente ni su boca tan tentadora. No quería mezclar los negocios con el placer, por agradable que pudiera ser.
—Naturalmente —Summer dejó su café, pues bebérselo sólo parecía acrecentar el extraño hormigueo que sentía en el estómago—. Yo también me hospedo siempre en ellos.
—Me han dicho que sus parámetros de calidad son igualmente altos.
Summer sonrió con cierta arrogancia.
—Soy la mejor en mi oficio porque no tengo intención de cambiar en ese aspecto.
La primera clave, decidió Blake con satisfacción. Vanidad profesional.
—Eso me han dicho, señorita Lyndon. Y a mí sólo me interesa lo mejor de lo mejor.
—Entonces —dijo Summer, apoyando un codo sobre el respaldo del sofá y descansando la cabeza sobre la palma de la mano—, ¿para qué le intereso exactamente, señor Cocharan? —sabía que la pregunta estaba cargada de intención, pero no pudo resistirse. Cuando una constantemente se arriesgaba y hacía experimentos en su vida profesional, a menudo la costumbre se contagiaba a otros ámbitos de su vida.
Seis respuestas distintas cruzaron la mente de Blake, ninguna de ellas relacionada con el propósito que lo había llevado hasta allí. Dejó su café.
—Los restaurantes de los hoteles Cocharan son conocidos por su calidad y su servicio. Sin embargo, últimamente el de nuestro complejo de Filadelfia parece sufrir una falta de ambos. Francamente, señorita Lyndon, en mi opinión la comida se ha vuelto demasiado vulgar… demasiado aburrida. Pienso hacer ciertas remodelaciones, tanto del espacio físico como del personal.
—Una decisión muy sensata. Los restaurantes, al igual que la gente, a menudo se vuelven demasiado complacientes.
—Quiero el mejor jefe de cocina disponible —él le dirigió una mirada directa—. Según mis informes, es usted.
Summer alzó una ceja, pensativa.
—Eso es muy halagador, pero yo trabajo por libre, señor Cocharan. Y estoy especializada.
—Sí, en efecto, pero tiene experiencia y conocimientos en todas las áreas de la alta cocina. En cuanto a su modo de trabajar, sería usted libre de continuar trabajando por su cuenta en gran medida, al menos después de los primeros meses. Tendría que crear su propio equipo y elaborar la carta. A mí no me gusta contratar a un experto para luego interferir en su trabajo.
Ella volvió a fruncir el entrecejo, concentrada, pero no molesta. La oferta resultaba muy tentadora. Tal vez fuera por el cansancio que le había producido el viaje a Italia, pero empezaba a encontrarse un tanto hastiada de las constantes exigencias que le imponían sus viajes a cualquier país para crear un solo plato. Aquel hombre parecía haberla hallado en el momento oportuno para despertar sus ganas de concentrarse en un único lugar, en una única cocina, durante un largo periodo de tiempo.
Si era sincero respecto a la libertad de acción que le ofrecía, sería interesante rehacer la cocina y la carta de un hotel antiguo, afamado y respetado. Le costaría quizá seis meses de intenso esfuerzo, y luego… Era aquel «luego» lo que le hacía vacilar de nuevo. Si dedicaba tanto tiempo y esfuerzo a un trabajo a tiempo completo, ¿conservaría su talento para la extravagancia? Eso era algo que también debía tomar en cuenta.
Siempre se había negado rotundamente a comprometerse con un único establecimiento. El miedo al compromiso serpenteaba a través de todas las facetas de su vida. Si se vinculaba a algo, a alguien, se exponía a toda clase de complicaciones.
Además, razonó Summer, si quería asociarse a un único restaurante, podía abrir uno propio. No lo había hecho aún porque ello la ataría a un único lugar, la vincularía en exceso a un solo proyecto. Prefería viajar, confeccionar un plato soberbio cada vez, y luego marcharse. Otro país, otro plato. Ése era su estilo. ¿Por qué iba a alterarlo ahora?
—Una oferta muy halagadora, señor Cocharan…
—Y que nos favorecería a ambos —la interrumpió él, notando que se disponía a rechazarla. Con deliberada despreocupación, mencionó un salario anual de seis cifras que dejó a Summer momentáneamente sin habla, lo cual no era fácil.
—Y generosa —dijo ella cuando recuperó la voz.
—No se consigue lo mejor a menos que se esté dispuesto a pagar por ello. Quisiera que lo pensara usted, señorita Lyndon —buscó en su maletín y sacó un manojo de papeles—. Esto es el borrador del contrato. Tal vez quiera que le eche un vistazo su abogado. Naturalmente, los detalles pueden negociarse.
Ella no quería mirar el maldito contrato porque tenía la sensación, casi tangible, de que estaba siendo acorralada… con mucha suavidad.
—Señor Cocharan, agradezco su interés, pero…
—Cuando lo haya pensado, me gustaría que volviéramos a hablar de ello, tal vez cenando. Digamos, ¿el viernes?
Summer achicó los ojos. Aquel hombre era una apisonadora, pensó. Una apisonadora muy atractiva y elegante. Sin embargo, por muy refinada que fuera la maquinaria, uno podía verse aplastado si se ponía en su camino.
—Lo lamento, el viernes por la noche trabajo… La cena benéfica del gobernador.
—Ah, sí —él sonrió, a pesar de que se le había encogido el estómago. De pronto se imaginaba haciendo el amor con ella en el suelo húmedo de un bosque umbrío. Eso sólo bastó para que considerara la posibilidad de aceptar su negativa. Y, al mismo tiempo, aumentó su determinación—. Puedo ir a recogerla allí. Podemos cenar a última hora.
—Señor Cocharan —dijo Summer con frialdad—, va a tener que aprender a aceptar un no por respuesta.
«Y un cuerno», pensó él ásperamente, a pesar de que le lanzó una sonrisa encantadora.
—Le pido disculpas, señorita Lyndon, si parece que la estoy presionando. Verá, era usted mi primera opción, y suelo dejarme llevar por mi instinto. Sin embargo… —se levantó de mala gana. El nudo de tensión y rabia que Summer sentía en el estómago comenzó a disolverse—, si ha tomado una decisión… —quitó el contrato de la mesa y comenzó a guardarlo en el maletín—. Tal vez pueda usted darme su opinión sobre Louis LaPointe.
—¿LaPointe? —siseó Summer, incorporándose muy despacio en el sofá y levantándose después con el cuerpo rígido—. ¿Me está preguntando por LaPointe? —cuando se enfadaba, se le notaba más en el habla su origen francés.
—Le agradecería cualquier información que pudiera darme —continuó Blake cordialmente, sabiendo que había puesto el dedo en la llaga—. Dado que son ustedes socios y…
Sacudiendo la cabeza, Summer pronunció un seco insulto en la lengua de su madre. Los trazos dorados de sus ojos relucieron. Sherlock Holmes tenía al profesor Moriarty. Superman, a Lex Luthor. Summer Lyndon, a Louis LaPointe.
—Cerdo asqueroso —masculló ella, volviendo al inglés—. Tiene el cerebro de un cacahuete y las manos de un fontanero. ¿Quiere saber algo sobre LaPointe? —agarró un cigarrillo de la caja que había sobre la mesa y lo encendió, como hacía únicamente cuando estaba sumamente agitada—. Es un patán. ¿Qué más hay que saber?
—Según mis datos, es uno de los cinco mejores cocineros de París —insistió Blake—. Según dicen, su canard en croüte es insuperable.
—Sí, como la suela de un zapato —replicó ella, escupiendo las palabras, y Blake intentó controlar los músculos de su cara para no echarse a reír. Vanidad profesional, pensó de nuevo. Summer tenía una buena dosis. Entonces, mientras ella respiraba hondo, Blake tuvo que controlar el resto de sus músculos para sofocar una feroz oleada de deseo. Sensualidad… tal vez tuviera más de la necesaria—. ¿Por qué me pregunta por LaPointe?
—La semana que viene voy a París a reunirme con él. Dado que usted rechaza mi oferta…
—¿Va a ofrecerle eso… —señaló el contrato que Blake aún tenía en la mano— a él?
—Reconozco que es mi segunda opción, pero hay algunas personas en la junta directiva que consideran que Louis LaPointe está más cualificado para el puesto.
—¿Ah, sí? —sus ojos se convirtieron en ranuras tras una pantalla de humo. Le quitó el contrato de la mano y lo dejó caer junto a su café frío—. Tal vez los miembros de su junta directiva sean unos ignorantes.
—Tal vez —logró decir él— estén equivocados.
—Desde luego que sí —Summer dio una chupada al cigarrillo y expelió el humo en un rápido chorro. Detestaba el sabor—. Puede recogerme a las nueve el viernes, en la cocina del gobernador, señor Cocharan. Seguiremos hablando de este asunto.
—Con mucho gusto, señorita Lyndon —inclinó la cabeza, procurando que su semblante no trasluciera expresión alguna hasta que hubo cerrado la puerta tras él.
Mientras bajaba los cuatro tramos de escaleras, se echó a reír.