25

Había luz de luna.

Caminé por el camino al lado del río, hasta que llegué a un banco y me senté, mirando distraídamente el crecido río, el río que por la mañana fluye en una dirección y por la noche en otra, según las mareas del océano con las que se une. Posiblemente el único río que discurre en dos direcciones diferentes.

Me sentía unido a él; yo, que siempre había sentido que iba en direcciones diferentes. Siempre encontrándome el mal del cual huía. Siempre me faltaba confianza en mí mismo, aun cuando estaba más seguro. Como ahora…

Había inventado interminables excusas para ella, la había perdonado mil veces por diez, asumiendo yo la culpa y negándome a mí mismo el perdón. Y casi al mismo tiempo la había maldecido, no le había perdonado nada y me lo había perdonado todo a mí mismo.

Había tratado de hacer lo que estaba bien, cuando y donde podía. Pero el bien y el mal estaban tan mezclados en mi mente que no eran identificables, y había tenido que crearme mi propio concepto sobre ellos.

No podía culpar a Dios porque se hubiera vuelto loco. Probablemente mi mente era más fuerte que la Suya, y yo también me había desequilibrado. Yo, cuya sola preocupación era la gente, creada a mi imagen y semejanza, y no billones y billones de gorriones que siempre estaban cayéndose, y cuyas caídas tenían que ser percibidas, cuando perdían el equilibrio mientras cagaban sobre las estatuas.

No, no era para nada de extrañar que yo fuera así. Yo, lo general reducido a lo particular, por fin había decidido que ella también era lo general particularizado, y la había echado abajo, a ese montón de mierda bien moldeada, que representaba toda la maldad del mundo.

No, no era para nada de extrañar. Pero yo la disculpaba y la condenaba al mismo tiempo. Y me condenaba a mí mismo, y la disculpaba.

Permanecí sentado contemplando el agua que fluía en dos direcciones diferentes; meditaba, un poco aburrido, que en cualquiera de las dos direcciones que el río fuese, no tenía más que correr lo suficiente para terminar de nuevo en su punto de partida, cansado y agotado, sin haber llegado a ninguna parte. Quizá las direcciones no existían más allá de este planeta bobo llamado Tierra, tal vez tenían otra dimensión como el cociente espaciotemporal. Y como éramos demasiado estúpidos para descubrirlo y comparábamos el éxito con el movimiento, terminaríamos todos en una explosión de cuerpos que chocan, atascando el cosmos con mierda voladora.

En cualquier caso…

—¡Te tengo! —Velie me agarró por detrás, y comenzó a apretar mi garganta con sus enormes manos—. ¡Te tengo, hijo de puta! Sabía que más tarde o más temprano saldrías donde pudiera cazarte, y ahora, por Dios…

Sus manos apretaron más y más. Maldecía y reía como si estuviese loco, diciendo entre dientes todo lo que iba a hacerme. Lo cual era bastante obvio: iba a estrangularme. Y aunque no me importaba mucho que me matara, no creía que tuviera derecho a lo mucho que estaba divirtiéndose. Así que deslicé mi cuchilla de afeitar fuera de la solapa y le hice un corte en los nudillos.

Soltó un aullido y retrocedió hasta la calzada. Justo en mitad del brillo de los faros de un taxi que se acercaba. Aparentemente familiarizado con la actitud de los taxistas de Nueva York (consideran a los peatones objetivos), lanzó otro aullido salvaje y se lanzó calle arriba para evitar lo que parecía su defunción inminente.

El taxi llegó hasta donde yo estaba y se detuvo dando un frenazo. Mi madre se asomó por la ventanilla.

—¡De modo que estás aquí, podrido bastardo! —me gritó—. ¡Cómo me gustaría hacerte pulpa el cerebro! Si un guardia de seguridad no te hubiese visto y hubiese entrado en sospechas…, ¡no pude explicarle nada, maldito seas! El hombre se estaba riendo tanto que… que… ¡Oh, miserable, repugnante hijo de puta! Un guardia de poca monta riéndose de y… y…

—Debiste darle un trozo de salami —le contesté—. ¿No llevabas ninguno encima?

Emitió sonidos ahogados, demasiado furiosa para hablar.

—Está bien, ¡maldito seas! Pero si alguna vez te me vuelves a acercar, ¡te vas a enterar! Si alguna vez, jamás vuelvo a echarte la vista encima, voy a… —Se interrumpió de repente cuando descubrió a Velie con el rabillo del ojo—. Pero, Paul, ¿eres tú?

—Pues… sí, soy yo, Mary. —Se acercó andando torpemente—. He perdido mi, quiero decir que he dejado el instituto y…, bueno…, pensé que podría pasar a despedirme de ti, esto…

—Pero… ¡Te sangra la mano! ¿Qué te ha ocurrido?

—Me temo que tu hijo es el culpable de todo esto, Mary. Por supuesto, yo no querría llamar a la policía, pero…

—No, no —le respondió mi madre rápidamente—. Naturalmente que no quieres hacer eso. Pero sube. Iremos a cualquier parte a tomar una copa. —Velie entró en el taxi y mi madre dijo—: Ya podemos marcharnos, conductor. ¡Conductor!

El conductor cerró parsimoniosamente el cómic que estaba leyendo. Echó una mirada a mi madre por el retrovisor y le aconsejó que se dejara las bragas puestas, el tipo de consejo que los taxistas de Nueva York dan con mucha facilidad.

—¿Ya la he llevado a usted antes, verdad? ¿Dos o tres carreras al hotel?

—¡Oiga! —le cortó Velie—. ¡Tenemos prisa!

—¿Para qué? —Miró con perspicacia por el retrovisor—. ¿No puede esperar para que le den otra paliza con una pistola?

Velie no contestó.

—Perdone, señor —dijo mi madre recatadamente—. Estamos dispuestos, cuando usted quiera.

—Así me gusta más —contestó el taxista—. No me diga lo que tengo que hacer y yo le haré el mismo favor.

Puso el coche en marcha y se fueron a toda prisa. Pero no permanecí solo durante mucho rato. Ya sabía que no iba a estarlo cuando llegué a este lugar.

En el área del complejo de apartamentos sabía que iba a estar a salvo de aquellos que querían hacer conmigo lo que yo había hecho con ellos, o, por lo menos, hacérmelo pagar. Y su furia les había dado paciencia y los mantenía empeñados en su venganza, más decididos cuanto más larga era la espera.

De modo que, por fin, ahí estaba yo. Un objetivo fácil y sin protección. Un negro sentado en la oscuridad exterior. Un negro solo que miente más que habla se encogió de hombros y pensó: al diablo con todo. De repente, Steve y Lizbeth Hadley surgieron de las sombras. Liz me sacudía y me tiraba del cabello mientras Steve me golpeaba con ambas manos. No sé cuánto tiempo duró aquello, tampoco me importa. También ignoro cuándo se unió Doozy a la refriega.

Sus brazos se abrieron en sendos arcos, Steve se tambaleó hacia atrás y Liz se separó bien de mí.

—¿Qué diablos te crees que estás haciendo, Rafer? —Steve le lanzó una mirada de ira mientras jadeaba—. Quítate de en medio, por Dios, o vas a desear haberlo hecho.

—Deseo haberlo hecho y tú desearás no haberlo hecho —le prometió Doozy.

—¿Pero… pero por qué lo estás defendiendo? —preguntó Lizbeth—. ¡Después de lo que te hizo!

—Más o menos lo que a vosotros —contestó Doozy—. Me hizo quedar mal delante de gente que me podía hacer daño. Pero quizá nos lo habíamos buscado, ¿no crees?, haciendo lo que sabíamos que estaba mal y que, además, era sucio y estúpido.

Steve y Liz murmuraron algo a regañadientes. Doozy dijo que quizá no conocía bien los detalles en lo que a ellos se refería.

—Quizá vosotros dos no habéis actuado por vuestra propia cuenta. Es posible que Al os apuntara con una pistola a la cabeza y os obligara a hacerlo, ¿no?

Durante un momento hubo silencio. Traté de moverme para saber qué estaba sucediendo, pero era inútil. Me quedé donde Doozy me había puesto a su llegada, plano en el suelo, boca abajo y con su zapato de la talla cuarenta y cuatro entre mis paletillas. Mi cuchilla había desaparecido. Sólo Dios sabía dónde, y Dios y yo no nos hablábamos.

Era una posición indignante para alguien como yo, el dictador de los destinos del prójimo. Para mí, que debéis reconocer que era el rey de reyes, el hijo de puta de los hijos de puta, era mucho más humillante que cualquier humillación que yo hubiese infligido a los demás.

Los Hadley se fueron, supongo que no enteramente apaciguados, pero sin duda con la idea de que Doozy no había terminado aún conmigo. De que él iba a ajustar cuentas conmigo mucho mejor de lo que ellos mismos podrían hacerlo.

Tiró de mí hacia arriba y me dejó caer sentado en el banco a su lado.

—Bien —me dijo con severidad, acercando su cara a la mía—. Quizá los Hadley necesitaban un buen susto y es posible que Josie y yo también. ¿Pero quién diablos te concedió a ti el derecho de dárnoslo? ¿Quién te has creído que eres, tío?

—Dios —contesté—, le represento mientras le dura la locura.

—¡No me jodas, Al!

—¿De verdad no te habías dado cuenta? —pregunté—. ¿De veras crees que controla todas sus facultades?

Doozy frunció el ceño, escupió y murmuró «Mierda», con una expresión de asco.

—Así que lo estás sustituyendo, ¿eh? ¿Lo estás haciendo mejor que Él?

—Bueno, no tengo mucha experiencia —respondí—. Pero desde luego me he esforzado. Por lo menos no me paso todo el rato contando gorriones caídos.

—¿Eh?

—Gorriones —proseguí—. Se pasan todo el tiempo cagando sobre las estatuas y perdiendo el equilibrio. Supongo que habrá que llevar un registro, pero Dios lo ha estado haciendo muy mal. Bueno, he robado una fortuna a mi madre durante tantos años de vil esclavitud, y pienso invertir hasta el último centavo en computadoras…

Doozy extendió la mano y me tapó la boca con ella. Dijo que no sabía de qué le estaba hablando, y que no le importaba; que lo que debía hacer era callarme y escuchar.

—Te debo algo, por mí y por mi hermana. Liz y Steve también te lo deben, aunque jamás lo reconocerían. Pero Josie… con ella, tú eres el deudor. No conozco todos los detalles que te llevaron a portarte así con ella, porque es demasiado buena chica para saber cómo decírmelo. Me refiero a que hablar de guarradas no es una cosa tan natural para ella como para ti. Pero de todos modos, tengo bastante idea de lo que le hiciste. ¡Y no vas a dejar las cosas así! Tú…

—¡Bueno, espera un minuto! —le dije, apartando su mano de un golpe—. ¿Qué es Josie para ti?

—Una amiga —me contestó simplemente—. La única persona en esa mierda de instituto que tuvo una palabra amable para mí. Pensamos que terminarías por aparecer, y a ella le preocupaba lo que pudiera pasarte. Quería que me asegurara de que no recibirías la paliza que habías estado pidiendo a gritos. A mí eso me pasó a tu bando, aunque en esos momentos no estaba precisamente de acuerdo. Pero esa chiquilla va a conseguir lo que quiere si yo puedo dárselo. ¡Y resulta que puedo, tío! ¿Me entiendes?

Me dio unos golpes en las costillas y me pasó los dedos por la nuez. Yo tragué saliva, indicando débilmente que lo comprendía.

—No… no sé por qué iba a quererme después de todo lo que le he hecho…

—No tienes por qué saberlo —gruñó—. Alégrate de que sea así, porque no está nada mal para los dos. Tu mamá te ha echado y el padre de ella se niega a hablarle. Sea como sea, a él le gustas. Cree que el sol sale y se pone sobre tu terco culo. Tú pórtate bien con Josie y todo se arreglará.

Las torres escalonadas de Manhattan hacían guiños en la distancia, riéndose de la mierda de gorrión que les estaba cayendo encima. Y el río se deslizaba con estruendo delante de nosotros, el río que se deslizaba en ambas direcciones.

Y ahora que las cosas podían ser como yo las había deseado, como siempre las había deseado, me vi asaltado por aquella falta de confianza en mí mismo. Pensé: Te jactaste demasiado pronto delante de Mary Smith, muchacho. Sigues siendo un castrado. Sigues sin ser un hombre, y nunca lo serás.

Entonces, justo cuando la falta de confianza era más fuerte, una gran oleada de seguridad surgió dentro de mí, llenándome de un poder que no se parecía a ningún otro que había conocido, y se llevó todas las dudas al infierno, haciéndolas desaparecer.

Para siempre jamás…

—Vámonos —dije.

Doozy me acompañó hasta la puerta de Josie y me dio la mano, despidiéndose. Llamé y Josie abrió y me dejó entrar. Retrocedió, un poco vacilante, dudando de mí y de ella misma.

—¿Y bien? —dijo al fin.

Dudé un poco, y volví a mirar por encima de mi hombro al exterior de la puerta.

Las luces de los edificios de Manhattan hacían el último guiño antes de apagarse.

Las mujeres de la limpieza habían terminado de asear aquellos incontables miles de despachos, de modo que, ahora, sus ventanas estaban oscuras. O posiblemente los gorriones se habían amontonado en grandes grupos y estaban cagando en masa en las ventanas. Cualquier cosa es posible en este mundo imposible, excepto volver a meter a los negros en los retretes. Ahí radica nuestra tragedia.

—¿Y bien? —repitió Josie—. No te quedes ahí, ¡caramba!

—Pues, gracias —contesté, y me senté en el sofá—. Esas junglas son un puro infierno.

—¿Qué? —Parpadeó mirándome con sus enormes y bellos ojos—. ¿Qué clase de tontería te traes ahora entre manos?

—Tu apellido es García, ¿no? ¿O qué te parece Livingston? —Abrí mucho los ojos y parpadeé mientras la miraba—. Aah, al diablo con todo. Traía algunas buenas noticias de Aix, pero no me acuerdo de cómo iba Ghent.

La boca de Josie se retorció de desesperación. La cogí y me la senté sobre las rodillas, sujetándola con fuerza hasta que dejó de resistirse, e incluso se acurrucó contra mí. Hasta que empecé a hablar del suave calor de su culo y sus tetas y la indiscutible belleza de su parte anterior, la posterior y, con toda probabilidad, la de su interior (aunque ése era un factor X que yo tenía que explorar aún).

—Pero, por favor, por favor, Josie —dije mientras ella producía sonidos de indignación y se preparaba para darme una bofetada—. Hay un sorprendente despliegue de caminos que van a Roma, y yo tengo que encontrar uno adecuado a unos pies que están hechos de un barro bastante mugriento. También estoy tratando de refrescar mi memoria y he llegado al punto de recordar que no hay nada que olvidar, ni Velie, ni Hadley, nada odioso ni que no sea bello. De modo que concédeme otra maldita oportunidad, ¿quieres?

Se quedó muy quieta durante un momento. Luego comenzó a temblar deliciosamente, llorando y riendo, predominando la risa, cada vez más.

—Bueno, ¿qué puñeteras noticias hay? —pregunté—. Mmmm, vamos a ver. ¿Homicidio con la quijada de un burro? ¡Noo! ¿Desde cuándo es eso noticia?

—Qué… qué te parece —dijo riendo y temblando—. ¿Qué te parece la mujer de Lot convirtiéndose en estatua de sal?

—No es lo bastante sabroso —contesté—. Pero corre cierto escándalo sobre su viejo y sus hijas…

—Gilead —me interrumpió rápidamente—. Hay bálsamo en Gilead.

Le dije que se estaba acercando. De hecho, ya estaba muy cerca. Pero las noticias eran aún más trascendentales que aquello.

—Algo sobre Dios —dije—. Una noticia todavía sin confirmar (aunque hay bastantes puñeteras pajas en el aire, junto con la niebla, la polución, la mierda de gorrión emulsionada y las felices voces de los negros cantando a coro) y manando de un superhábil hijo de puta, aún no especificado.

Josie rió y tembló otro poco. Por último, me preguntó sobre las pajas en el aire. Quizá si yo las examinaba…

—No creo que indiquen gran cosa —dije— excepto que una cantidad enorme de gorriones está destrozando sus nidos por desesperación. Aunque es posible, sólo posible, que el canto de los negros significara algo, podría significarlo, si es que sale de un chico negro y de una chica negra abrazados estrechamente en la estrecha cercanía del East River. Eso sería un pequeño milagro y hablando de milagros… ¡Excelsior! ¡O eureka! O palabras que expresen más o menos lo mismo. Ya he recordado la gran noticia, Josie.

—Explícate —dijo ella.

—Se refiere a cómo-se-llama, ya sabes, Dios —contesté—. Ha sucedido un gran milagro. Dios ha recuperado la cordura.