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Los conserjes son gente de extremada agudeza.

Si no lo son al principio se vuelven agudos rápidamente, o no durarían demasiado. Pero aquellos que consiguen volverse agudos lo son cada vez más y más, cuanto más duran en su trabajo.

Era evidente que el conserje del Waldorf hacía mucho tiempo que ejercía su profesión.

Por lo tanto, y obviamente, era agudo como una tachuela.

Yo llevaba gafas y un sombrero de ala ancha, dos artículos que me hacían parecer de más edad. Mi equipaje se componía de una maleta y un maletín de cuero, equipaje que hablaba clara y ruidosamente de pasta gansa.

Pero el conserje lo sumó todo con una mirada, incluidas mi tarjeta de registro y mi declaración de que mi mujer llegaría en poco tiempo. Lo contabilizó todo, a mí y todo lo demás, y fui aceptado sin ningún problema.

Pero él sabía que había algo fuera de lugar. Instintivamente sabía que tenía algo chungo entre manos.

—Mmmm, veamos —dijo, dando golpecitos en el mostrador con la tarjeta de registro—. Por lo general podríamos acomodarle, señor Hurley. Habitualmente tenemos mucho sitio, durante los meses calurosos…

—Eso me han dicho —repuse—. De hecho se me aseguró que ustedes podrían aceptar mi reserva sin ninguna dificultad.

—Ajá, es cierto, señor. Pero hemos tenido una inesperada afluencia de huéspedes, así que me temo que…

Era un tío agudo de verdad. Podía detectar un huevo podrido con los ojos cerrados y una pinza de tender la ropa en la nariz.

Como ya sabréis, no obstante, yo no soy ningún zote. Y sé perfectamente cómo hacer que un recepcionista de hotel se cague de miedo.

—Espero que me comprenda, señor. Quizá me permita sugerirle algún otro sitio que no esté demasiado lleno.

—Quiere decir un lugar a un paso de ser un albergue para indigentes —dije—. Sí, comprendo perfectamente. Y espero que usted también comprenda una cosa.

—Oh, por supuesto, señor. Por supuesto, ¿qué es, señor?

—Que existen leyes federales y estatales contra la discriminación, y me encargaré de que se apliquen tan rápidamente como me ponga en contacto con mis abogados. Entonces, si tiene un botones al que no le importe sacar el equipaje de un negro fuera del hotel…

Conseguí mi habitación.

El botones que llevó mis maletas estuvo tan educado y tan ansioso de acomodarme que casi me dio vergüenza.

Me despojé de toda la ropa, excepto de los calzoncillos. Entonces llamé al número de la tarjeta de visita de mi madre y le di el número de la habitación a la mujer que contestó. Me comunicó que Mary Smith estaría conmigo en treinta minutos.

—Es probable que me esté duchando cuando llegue —dije—. De manera que no echaré la llave de la puerta. Que entre sin llamar.

—Sí, señor. Se lo diré —repuso.

Colgué el teléfono y me fumé un cigarrillo mientras pensaba un poco.

Había conseguido mi habitación pero sólo porque tenían que dármela. El conserje me había etiquetado como una mala medicina, y su opinión no iba a ser ignorada. Ya habría dado la alerta, y a la mínima que me pasara de la raya obtendría como resultado una rápida acción por su parte. Una desagradable acción. Había forzado mi entrada en el hotel. Estarían encantados de forzar mi salida, con preferencia de una patada en mi trasero.

En una palabra, o más bien, en cinco palabras: tendría que tener muchísimo cuidado. Lo que significaba que no podría darle a Mary Smith todo lo que se había estado buscando.

Quizás una muestra. Una buena muestra. Pero no toda la dosis.

Nada que le hiciera gritar.

Me quité los calzoncillos y entré en el cuarto de baño, pero sin dejar correr el agua para poder oírla cuando entrase. Esperé mucho tiempo, o a mí me lo pareció, pero al fin me llegó el ruido de la puerta que se cerraba, no la había oído abrirse, y ella me llamaba alegremente.

—¿Cómo estás, doctor?

Cerré la puerta de la ducha de golpe, como si no la hubiese oído, e hice correr el agua.

Cinco minutos después, ella entró en el cuarto de baño y se sentó en la banqueta, al menos eso supuse, pues aunque no la veía, su voz me llegaba de esa dirección.

—Me has causado algunos problemas, Steven. Mi hijo no hace más que fastidiarme porque rechazaste su invitación sin darle ninguna razón y porque has dicho a tus hijos que se mantengan apartados de él. No voy a organizarte un escándalo, pero desde luego creo que podías haber llevado mejor las cosas. Sé que yo no te hubiera puesto en una situación tan incómoda.

Hice unos cuantos ruidos ahogados, que bien podían pasar por una contestación de alguien bajo la ducha. Se quedó satisfecha de aceptarlo como tal, puesto que siempre le interesó más hablar que escuchar.

—¿Sabes una cosa, Steve? He estado haciendo números y he calculado que podría ser tu hijo. La época coincide. Justo nueve meses después de nuestra primera cita, cuando me enfadé tanto contigo, ¿te acuerdas?, nació él. Por supuesto, yo era bastante alocada en aquella época, aún una chiquilla. Pero…

Abrí más el grifo porque no quería seguir oyéndola, pensando «Dios mío, eso sería demasiado para soportarlo». Pero cuando volví a bajar la fuerza del agua, unos dos o tres minutos después, ella seguía cotorreando sobre el mismo tema.

—… así que es probable que esté equivocada porque nunca se me han dado muy bien los números. De todos modos no te alteres. No tengo la menor intención de ponerte un pleito por la paternidad, ni cualquier tontería por el estilo. Además de que tal vez te hayas olvidado de lo que te dije aquella vez cuando los dos bebimos más de la cuenta, o quizá pensaste que bromeaba. Pero podía haber sido así. Tú mismo me hablaste de casos en los que una mujer había concebido sin haber sido impregnada por un hombre y, bueno, ¿por qué no podía ser yo? Me llamo Mary y…

Jesucrito, pensé de nuevo. ¡Doble Jesucristo! Abrí más el grifo, pero no fue necesario. Ella había comenzado a orinar, yo oía caer el líquido en la taza del retrete, y eso ocupaba toda su concentración. No podía hacer pis y hablar a la vez. Quizá soltara algunas palabras deshilvanadas, una o dos frases enredadas, pero eso era lo máximo que podía decir.

Mientras ella vaciaba su vejiga, cerré la ducha y comencé a secarme. Me preguntaba hasta dónde llegaba su locura, algo que no podía evitar, y cuánta era fingida y cuánta razonada. Un modo de engañarse a sí misma, y quizá de obtener la compasión del prójimo.

Yo estaba lleno de dudas, dividido entre el deseo de romperle el culo y mi decisión de ser justo (y, por supuesto, no lo sería si castigaba a una chalada irresponsable); pero cuando dejó de mear y volvió a hablar, me sacó de dudas.

—… diablos, Steve, ¿a quién trato de engañar? Esa mierda de la Virgen María suena bien cuando estoy bebida, pero me la creo tanto como tú. Sé que puedo ser sincera contigo porque comprendes los problemas de la gente blanca. Tú eres capaz de entender lo horrible que es para una mujer blanca tener un hijo negro. ¡Yo, atada a un negrito de pelo lanudo! Lo siento, Steve, no quiero ofenderte. He odiado a ese bastardo negro desde la primera vez que lo vi. ¡Y créeme que le he hecho pagar por lo que me hizo! Por supuesto que le daba de comer. Me ocupaba de que tuviese su biberón cada vez que lo quería. Pero hacía que lo tomara entre mis piernas. Ponía el biberón muy atrás, hasta que tenía que tomarlo casi del clítoris. ¿Y por qué demonios no iba a hacerlo? Era una sensación agradable y a él no le hacía daño con eso. Y el pequeño mocoso negro era demasiado pequeño para acordarse…

¿Demasiado pequeño? ¡¿Demasiado pequeño?!

El subconsciente nunca olvida. Estaría atado a ella, abandonando a todas las demás, impotente con cualquier otra, sin saber por qué.

Dejé caer la toalla de la ducha y miré hacia abajo, a mí mismo. Consideré que había llegado el momento para la prueba de las pruebas, la prueba de fuego. El Juicio de la Enorme Polla.

Porque la verdad es que se había vuelto enorme. Dudo que Sansón tuviera una erección semejante, aun antes de que Dalila le pasase las tijeras, o que le pasara lo mismo a Goliath, aun antes de que David le tirase la piedra.

El Pene de los Penes. ¡Qué cantidad de gente hubiera atraído expuesto en una vitrina de Macy's!

Y qué hechizo hubiera producido en una especialista en afroamericanos, experta en pollas; una que podía apreciar una polla como aquélla, que sabía que valía su peso de deleite en oro y cómo sacarle hasta la última y gloriosa gota.

Abrí la puerta de la ducha y salí.

Dejó escapar una exclamación ahogada. Parpadeó rápidamente mientras trataba de reorganizar sus pensamientos para adaptarse a una situación tan inesperada. Después, sus ojos fueron bajando hasta que llegaron más o menos a la mitad de mi cuerpo, a la principal atracción (perdonen la expresión) que estaba allí, erguida.

No podía apartar la mirada, terriblemente fascinada como estaba. No podía apartar los ojos, ni mirar a otro lado, aunque me di cuenta de que intentaba hacerlo. El hechizo de la polla es poderoso, a más longitud, más poder; mujeres entregadas a las fuerzas de Satanás han sucumbido ante ella. Incluso le han construido templos y se han arrodillado ante torres en forma de falo. Le han cantado la canción santa, la «Canción del Pollón», cuando debían estar en sus casas, fregando platos y vaciando orinales. Ellas…

En fin, tomen mis bromas absurdas por lo que son. Siempre es mejor reír que llorar, aunque no tengo ni puñetera idea de por qué. Si uno nace en una orilla de mierda, sin otro material a mano, ése tiene que ser el que utilice para construir sus castillos de hadas.

Todos los problemas que había tenido no habían sido sólo para mí. Yo, la persona, no importaba más que por ser el representante de un todo, de toda la puta mierda del horror. De esas oscuras habitaciones de la mente donde nace la monstruosidad. De esas innumerables habitaciones donde las persianas están bajas y sólo se oye el apagado llanto de los niños indefensos, las duras amenazas de los adultos —sus supuestos tutores y protectores— y el sonido del látigo, y el olor de la carne quemada.

¿Cuántas de esas oscuras habitaciones secretas hay? ¿Cuántos seres deformes y malditos producen? Su nombre era Legion, como el de ella, y que Dios nos ayude. Los deformes y los deformadores eran una legión. Y yo, el abogado de la acusación de los primeros y el abogado de la defensa de los segundos. Era juez y jurado, y el que administraba el castigo. El castigo, como es lógico, equiparable a los actos que se han llevado a cabo.

Ella se deslizó del retrete y se puso de rodillas. Comenzó a arrastrarse hacia mí, con los labios entreabiertos y los ojos vidriosos de hambre lasciva.

Se me acercó, más y más. Abría los brazos para cogerme las nalgas y entreabría la boca pensando que el premio era casi suyo. Entonces, di un paso atrás, moviendo la cabeza con reprobación.

—Cuando queremos azúcar —dije—, tenemos que usar una cuchara.

—Po… por favor, por favor, cariño. ¡Lo necesito!

—Ése no es un buen razonamiento —dije mientras reculaba hacia el dormitorio, y ella se arrastraba hacia mí—. Por supuesto, siempre estoy dispuesto a aceptar que me supliquen con motivo, y si puedo oír un poco de súplica de primera categoría…

—¡Te lo estoy suplicando, cariño! ¡Te lo estoy suplicando!

—Qué raro que no me lo parezca —comenté moviéndome con destreza hacia atrás cuando ella se lanzó de repente hacia mí—. Quizá tengas la boca seca, y no puedo correr el riesgo de una boca seca. No cuando lo que uno desea penetrar también está seco. Sin embargo, si eso, lo que hay que penetrar, estuviese lo suficientemente lubricado…

Me miró, parpadeando con expresión estúpida, tratando de entender lo que yo acababa de decir. Después no perdió tiempo en ponerse en pie.

—Espera un minuto, cariño. Sólo déjame que me dilate…

—Un momento, por favor —la interrumpí—. Yo pensaba en otro tipo de lubricante.

—¿Eh? ¿Tú qué… qué quieres…?

—Eres una especialista en afroamericanos —dije—. ¿Sabes inclinarte hacia delante y levantar el culo?

—Oh, pero eso duele, cariño. Yo nunca…, bien, casi nunca lo hago y… y… está bien. De acuerdo.

Se colocó en la posición indicada, inclinada, con las manos sobre las rodillas y los pies bien separados. Le dije que su ano parecía estar terriblemente seco, una posible fuente de serios arañazos, y que las primas del seguro de mi pene subirían el ciento por ciento si me arriesgaba voluntariamente a algo así.

—En realidad —le informé—, la aseguradora Defensores Anales cancelaría la póliza de inmediato.

Mientras hablaba me iba vistiendo. Cuando se calmó lo suficiente como para erguirse y darse la vuelta, yo me había puesto ya los pantalones y la camisa y me estaba haciendo el nudo de la corbata.

—¿Qué… qué demonios? —tartamudeó, confusa—. Creí… ¿Pero de qué va todo esto?

—No querían alquilarme una habitación aquí. Por algún motivo sospechaban algo. Más vale que volvamos a nuestro apartamento donde nadie pueda interrumpirnos.

Se quedó observándome, mientras la ira comenzaba a enrojecer su rostro poco a poco.

—¡Maldito seas! —exclamó furiosa—. ¿Por qué no me lo dijiste en primer lugar? ¿Por qué hacer toda esta comedia cuando tú… tú…?

Su voz se fue apagando e inclinó la cabeza, obediente. Porque el hechizo de la polla es poderoso.

—De acuerdo, cariño —murmuró—. Lo que tú quieras, mi amor.

Mi amor. ¡Bah!

—Entonces vístete para que podamos salir de aquí —dije—. Cuanto antes lleguemos a nuestro apartamento, antes podremos hacer ciertas cosas.

—Ooh, casi no puedo esperar. —Cogió sus medias—. ¡Casi no puedo esperar, cariño!

—Ni yo tampoco —dije—. Ni yo tampoco.