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Continuación de las notas de S. J. Hadley, médico y cirujano

Estaban sentados en mi despacho, Lizbeth y Steve, con las cabezas inclinadas de vergüenza y miedo, incapaces de mirarme. Eso nos dio algo en común. Yo también era incapaz de mirarles. Tenía miedo de encontrarme mal si lo intentaba. Y había girado mi silla para evitarlo.

Vacilé, en un intento de hallar el punto de partida apropiado para comenzar con lo que tenía que decir. Por último tomé la decisión de que primero debía clarificar la situación en mi mente, y, para llegar a ese fin, necesitaba aclarar también algunos puntos relativamente menores.

—Es evidente que habéis estado faltando a clase —dije, hablando por encima de mi hombro—. ¿No notifican esos casos a los padres?

—Sí, papá —contestaron con un murmullo.

—Entonces, por qué… En fin, no importa —continué—. Vuestra madre y yo no estamos aquí cuando el correo llega. Se recibieron las notificaciones dirigidas a nosotros y falsificasteis nuestras firmas en las contestaciones. ¿Correcto?

—Sí, papá…

—Creo que ese chico, Allen Smith, ha llegado relativamente hace poco a vuestro instituto. ¿Cómo os hicisteis amigos de él tan rápidamente?

—Bueno…, esto…, era un alumno magnífico, y su madre era blanca, y vivían en un sitio estupendo, y… y…

—¡Id al grano!

—Estamos intentándolo, papá. —Esto vino de Steve—. Creíamos que tú querrías que lo tratáramos. Siempre has dicho que teníamos que frecuentar personas de clase más alta, y él cumplía con las condiciones. Él…

—Déjalo correr —dije, severo—. ¿Cuántas veces habéis ido a su apartamento?

—Sólo una vez. Una sola vez.

—¿Había alguien más allí?

—No…, bueno, sí. Josie Blair, también va a nuestro instituto, entró cuando estábamos allí. Pero nos marchamos de inmediato.

—Entonces, ¿Allen Smith nunca ha estado con vosotros en ningún otro apartamento o habitación, salvo el suyo y excepto por su visita aquí?

—Así es, papá.

—¿Llevasteis Lizbeth y tú a cabo un acto de intimidad sexual mientras estabais en su apartamento? Para ser más exacto, ¿sodomía?

Se hizo un denso silencio. Un silencio muy largo. Lizbeth lo rompió de repente al estallar en sollozos.

—Oh, papá…, ¡papa!

—¿Habéis llevado a cabo un acto semejante en cualquier otro lugar o en cualquier otro momento estando presente Smith?

—No, papá. No lo hemos hecho.

—Me alegra saberlo —dije—. Entonces, sólo puede haber una foto vuestra en esa situación.

—¿Fo… foto?

—Una fotografía. No me di cuenta de que era él, pero Smith me la trajo esta mañana. Adjuntándome una nota en la que me comunicaba dónde podría encontraros esta tarde, y lo que probablemente estaríais haciendo.

Permanecí en silencio durante un momento, permitiendo que cayeran en la cuenta de las inexorables posibilidades (o las aparentes posibilidades) de su posición. Quizás había copias de la fotografía que yo había recibido, copias que incluso ahora podían estar circulando por donde nos harían el más maldito de los daños. Yo sabía que no, ya que había sido el único en ser avisado para ir a ese motel de carretera y comprobar su autenticidad. La fotografía había sido hecha con un propósito, y ese propósito había sido satisfecho. Pero Steve y Lizbeth, llenos de temor y cargados de remordimientos, eran incapaces de ver la verdad. Sólo podían pensar en las copias de la fotografía, que quizás estuvieran circulando.

Y Lizbeth sollozaba mientras que Steve respiraba ruidosamente y se ahogaba; entonces, de repente, echó la silla hacia atrás.

—¡Voy a matar a ese hijo de puta! Por Dios, que le…

—¡Siéntate! —Hice girar mi silla en redondo para, al fin, mirarles a la cara—. ¡Siéntate!

—¡Yo seré quien mate a ese hijo de puta! —estalló Lizbeth—. Ese maldito, malvado, cerdo… Oh…

Los contemplé, a ella, a él, a los dos, mis hijos. La voz de Lizbeth se fue desvaneciendo hasta que desapareció, y, poco a poco, Steve se sentó otra vez.

—Vuestra degeneración —dije— parece manifestarse en más de una dirección. Vuestro vocabulario, por ejemplo. Pero dejemos eso por el momento. Smith ha conseguido su venganza. No necesitáis preocuparos de que esa fotografía tenga una mayor circulación.

Se animaron, aunque sólo un poco. Tuvieron un rayo de esperanza, pero aún estaban llenos de dudas. Y sus ojos me preguntaban cómo podía estar tan seguro. Me balanceé hacia atrás y hacia delante, asumiendo una expresión reflexiva.

—Como sabéis, tengo una gran clientela entre los blancos —dije—, y casi todos mis pacientes son blancos. También sabéis que existe algo que se llama la información confidencial, y que un médico nunca puede violar ese privilegio…

Lizbeth asintió vacilante.

—Bueno, sí claro, papá. Pero… —dijo Steve.

—Así que —continué—. Al ordenaros que os mantuvierais alejados del apartamento de los Smith, no os podía decir el porqué. Ni tampoco puedo hacerlo ahora. Al igual que tampoco os podría decir que la señora Smith ha sido mi paciente alguna vez, o hablaros de lo que yo haya podido enterarme sobre ella o su hijo, si ella hubiese sido mi paciente. Pero…

—Pero, papá… —repuso Steve con terquedad—. Tenemos derecho a saberlo, jod…, ¡caramba! Después de lo que él nos ha hecho, nosotros…

—¿Derecho? —contesté fríamente—. ¿Y tú me estás hablando de tus derechos?

Tragó con trabajo, bajó la mirada y se quedó en silencio. Lizbeth tampoco tuvo nada que decir.

Señalé que había declinado la invitación de los Smith a cenar, haciéndolo también en nombre de su madre, y que les había ordenado que se mantuvieran alejados de Smith —una información que obviamente habían proporcionado a Smith—, pero ellos habían elegido el camino de desobedecerme.

—De manera que no podéis culpar a nadie más que a vosotros mismos por lo ocurrido. Algo que, debo decir, no hubiera sucedido sin vuestra cooperación.

—¡Pero es que él nos emborrachó! —estalló Steve—. Estábamos tan borrachos que no sabíamos lo que estábamos… estábamos…

—Borrachos —dije, irónico—. Caramba, caramba, esto cada vez mejora más. O empeora más y más. Pero hoy no estabais borrachos, ¿verdad? Ni tampoco en todas esas otras ocasiones que sospecho que han precedido a ésta.

Lizbeth se volvió hacia Steve y le dijo que por el amor de Dios, que mantuviera su bocaza cerrada. Les contesté que ambos la mantuvieran cerrada, puesto que tenía algo que decirles y era mejor que me escucharan con atención.

—El incesto es un delito —expliqué—. Una violación de todas las leyes, humanas y divinas. No comentaré ninguna otra de las perversiones que habéis practicado, contra las que también existen leyes. Sólo os diré que si alguna vez vuelvo a tener la más ligera sospecha de que habéis tenido una intimidad sexual, te someteré a ti, Lizbeth, a un examen físico; de hecho, creo que será necesario hacerte exámenes físicos periódicos…

—¡Oh, no, papá! —gimió Lizbeth—. ¡No lo soportaría!

—Ya veremos —respondí—. Quizá deje el asunto pendiente por el momento. Pero será mejor que ninguno de los dos me deis ningún motivo de sospecha, y quiero que me hagáis vuestra promesa solemne de que nunca, nunca…

—Nunca más lo haremos, papá —me interrumpió Steve—. Créeme, no lo haremos.

—Por favor, créenos —suplicó Lizbeth—. Sólo danos otra oportunidad. Quizá pienses que nunca más podrás confiar en nosotros, pero… pero…

Dije que mi intención era confiar en ellos. Podían entrar y salir como siempre lo habían hecho. Podían actuar como siempre lo habían hecho, pero con aquella excepción, que no iba a repetir.

—No puedo vigilaros todo el tiempo y no es mi intención hacerlo. Tendréis mi confianza mientras la merezcáis. Si alguna vez violáis esa confianza, bueno, creo que más vale que os lo diga: os enviaré, a ambos, a una institución para delincuentes juveniles.

Una vez más se hizo el silencio. Entonces, Lizbeth preguntó, llorosa:

—Estamos tan avergonzados, papá… ¿Nos podrás perdonar alguna vez?

—Voy a intentarlo —dije—. Indudablemente he fallado en mis responsabilidades para con vosotros, o si no esto no hubiera ocurrido. De manera que, quizá, todos podamos mejorar en el futuro. Todos trabajaremos en ello juntos y… y… te perdono, Lizbeth. A los dos.

Me puse en pie abruptamente, evitando el intento de abrazarme de Lizbeth, así como el de Steve de estrechar mi mano.

Dieron un paso hacia atrás, con tal tristeza en el rostro como yo nunca les había visto.

—Perdónanos —murmuró Steve con desesperación—. Ni siquiera soportas tocarnos.

—Tendréis que haceros la cena vosotros mismos —repuse—. Vuestra madre y yo cenaremos fuera, e iremos después al teatro.