De las notas de S. J. Hadley, médico y cirujano
Llegó a mi consulta justo cuando me disponía a salir hacia el hospital. Un negro joven, del tipo de los ignorantes, pero cuidado y limpio, agradablemente educado.
—¿E uté el dotó, señó? —me preguntó inclinándose y haciendo reverencias ante mí—. He encontrao algo en la calle y creo que e de uté.
Me extendió un sobre de papel marrón un poco manchado de haber estado tirado en la calle. Antes de que yo pudiera cogerlo, lo hizo mi esposa, una mujer con tipo de lavandera, vestida de blanco, que anda como un pato pero se mueve con asombrosa velocidad.
—Yo me haré cago, dotó —me dijo—. Uté siga con su asunto.
—¡Un momento! —exclamé airado—. Esto es un asunto mío, ¿no? ¿O es que no puedes leer el nombre que aparece claramente escrito en este sobre?
Se lo quité. Ella frunció los labios como suelen hacer los negros, murmurando que sólo quería ayudá. ¡Ayudá, por el amor de Dios! Le dije que podía ayudar mucho más si no entraba en mi consulta hasta que fuese necesario, si es que lo era.
Contestó que tá bien, tá bien, mientras se balanceaba hacia la puerta.
—Va a llegá tade al hospital.
—Generalmente llego tarde —contesté con frialdad—. Contigo en el coche es difícil pasar de los cuarenta kilómetros por hora.
Cuando salió, cerré la puerta de una patada y me volví al joven negro.
—Muchas gracias por traerme esto —dije—. Toma, veinticinco centavos.
—No, señó. Grasia, señó. —Se puso las manos a la espalda—. Mami no me permite cogé dinero po hasé lo que debo.
—Debes de tener una madre muy buena —comenté—. Y desde luego ha criado a un hijo muy bueno. A propósito, ¿cómo te llamas?
—Legion, señó. Me llamo Legion, sí señó.
—¿Legion, humm? —le pregunté—. Es un nombre bastante raro.
—Sí, señó. Creo que e poque soy un chico batante raro. —Soltó una risita sin sentido, como suelen hacer los negritos ignorantes—. Sí señó, creo que ésa e la rasón.
Se retiró de la consulta, haciendo reverencias y todavía riendo como un idiota. Me senté ante mi escritorio. Sonreía un poco cuando pensaba en él, meditando que tiene que haber de todo en esta vida, pero que uno puede escoger si sabe cómo hacerlo.
Comencé a abrir el sobre pero me detuve, sorprendido por el hecho de que no llevaba sellos ni remite. Indudablemente lo habían dejado caer delante de mi puerta (hablando en sentido figurado) mediante un mensajero. Pero si era así, ¿por qué no habían completado su recado y me lo habían entregado en mano? ¿Y por qué…?
Me puse en pie de un salto y abrí la puerta de la calle. Pero el joven había desaparecido. Volví a sentarme ante mi escritorio, preocupado por la creciente sensación de que el joven Legion me era conocido. Estaba seguro de no haberle visto nunca antes, y de que no se parecía a ninguno de los negros que frecuento (debo decir que es un grupo muy, muy reducido). Durante años me he movido casi por completo entre blancos y…
¡Una blanca! ¡Una cierta mujer blanca! Se parecía a ella. Todas aquellas inclinaciones y reverencias y risitas me habían hecho ignorar su indudable parecido.
En cuanto al nombre que había dado…
Me llamo Legion…
¡Dios mío! ¿Cómo podía yo, que he leído tanto, no haberme fijado en algo tan simple como eso?
Abrí el sobre.
Saqué la fotografía que contenía, indudablemente el trabajo de un profesional, y, de repente, me sentí muy débil y con ganas de vomitar.
¡Mis propios hijos! ¡Mi hijo y mi hija cometiendo un acto de sodomía!
Me resultaba insoportable ver un espectáculo tan horroroso, la expresión de lascivo éxtasis en sus rostros, y sin embargo era incapaz de apartar la mirada. ¿Cómo podían haber hecho un acto tan horrible? ¿Cómo se habían atrevido, después de que yo les había dado lo mejor de todo y los consejos más sabios de que era capaz?
La sodomía es ilegal, y felonía grave en algunos estados. La práctica continuada también es dañina en el aspecto físico y puede provocar cáncer.
¡Y la vergüenza! ¡Qué vergüenza si esa fotografía cayese en otras manos! Ya no podría llevar la cabeza alta como siempre había hecho (menos cuando era más indicado tener una actitud humilde). Ellos no podrían llevar la cabeza alta como siempre les he enseñado (menos cuando era más indicado para ellos tener una actitud humilde).
Mi mujer había salido y estaba tocando el claxon. Lo escuché mientras un velo rojo de furia me cubría los ojos. Me puse en pie lentamente y salí a la soleada mañana. Levanté el capó del coche, arranqué el alambre del claxon y me acerqué a donde estaba sentada, con aquellos ojos saltones suyos.
Le hice señas, encogiendo un dedo.
—Entre, señora. Hay algo que quiero mostrarle.
—Ya e tade, dotó. Batante tade.
—Sí, lo es —contesté, tratando de no mostrar la ira en mi voz. Porque ¿qué podía esperarse de niños con semejante espécimen de madre?
—Además —continué—, es muy posible que no llegues al hospital de ninguna manera debido a una grave incapacidad, a menos que hagas de inmediato lo que te digo. ¿Me estás oyendo, hinchada vaca negra?
Se bajó del coche y me siguió a la consulta. Le entregué la fotografía. Los ojos casi se le salieron de las órbitas y se dejó caer en una silla, tan pesadamente que casi la desfonda.
—¡Ay, pobre de mí! —gimió—. ¡Ay, pobre, pobre de mí!
—¡Maldita sea! —estallé—. ¿Es que siempre tienes que actuar como una negra? Por una vez en tu vida usa la poca inteligencia que tienes y dime cómo puede haber sucedido una cosa así.
—No lo sé, dotó. —Se sonó la nariz, grande y aplastada—. De vedá no lo sé.
—Es asunto suyo saberlo, señora —le dije con severidad—. Usted es la madre de esos niños, por muy increíble que parezca, y la responsable de su educación. Así es que tenga la bondad de decirme cómo puede haber sucedido una cosa así de lamentable.
—No pueo, dotó. Yo no… no… —Su voz se desvaneció en el silencio y su gordo rostro se arrugó con el pensamiento. Por último movió la cabeza y murmuró con su acostumbrada falta de claridad.
—No pue habé sío entonse. No veo cómo pue habé sío.
—¿Qué? —pregunté—. ¿De qué demonios estás hablando?
—¿Te acuedas, dotó? Hase años y años, cuando tabas empesando. Tábamos mu mal de dinero, ¿te acuedas?
—¿Y bien?
—No teníamo una casa grande y buena como ahora. Toos teníamos que domí en una habitasión, lo do niño en una cama, y tú y yo en otra. Claro que tonse eran pequeñito. Demasiao pequeño pa acordarse de lo que susedía, aunque etuvieran depierto.
—¿Acordarse de qué? ¿De qué me estás hablando?
—Te acue… No —se interrumpió—, supongo que no. Tonse yo no taba tan goda y fea como ahora. Taba bonita, como Lizbeth lo etá ahora. Creo que me paesía mucho a ella tonse, y yo no era mucho mayó.
—¡Maldita sea! —exclamé—. ¿Qué estás tratando de decir?
—Que tonse tú me quería, y yo a ti, tanto que hasía to lo que tú me pedía. —Su voz se convirtió en un susurro—. Te… te dejaba haseme tó lo que tú quería y a vese… Pero no impota. Siempe eperábamo a que lo niño se durmiesen y si no taban dormido, tampoco se acodarían, ¿vedá? Hase tanto tiempo, tanto… tanto…
Se cubrió el rostro con las manos y sus enormes hombros temblaron con sollozos silenciosos.
Con tono seco le ordené que se dominara. Le pregunté si era posible que estuviera sugiriendo que yo… Que ella había dado un mal ejemplo, que Lizbeth había seguido convirtiendo a Steve en su compañero en ese acto.
No contestó y mantuvo su rostro cubierto.
Yo dudé, mirándola, esa enorme masa que una vez había sido una mujer joven y atractiva. Finalmente, dije que quizás estábamos preocupándonos por nada, puesto que, indudablemente, la foto era falsa.
—¿Falsa? —Levantó la cabeza—. A mí me páese terribemente real.
—Tiene que parecerlo —respondí—. No entenderías cómo se hacen estas cosas, pero…
—Un montaje —me interrumpió—. Hasen foto de la cara de nuetro hijo y la ponen en lo cuepo de ota pareja.
—Eso es —contesté sorprendido, aunque quizá no debería haberlo estado. Hay que tener una buena educación y una buena mentalidad para llegar a ser enfermera de quirófano de primera clase.
—Tengo la confianza de que esta fotografía es un montaje. Nuestros hijos simplemente no harían una cosa así.
—No lo parese —asintió—, pero la gente hase esa cosa. Tú y yo… —Se interrumpió rápidamente al ver la expresión de mi cara—. ¿Qué hasemo ahora, dotó?
—Necesito pensar un poco —respondí—. A solas. Quiero que hagas unas llamadas telefónicas. Desde el teléfono del apartamento.
—¿Sí, señó?
—Cancela todas mis citas con los pacientes de la consulta. Pero primero llama al hospital. Di que he cogido un virus de veinticuatro horas y que no puedo ir hoy. McManus o Geraghty pueden sustituirme. Yo he hecho lo mismo por ellos muchas veces.
—Sí, señó —contestó de inmediato—. Enseguida, dotó.
Abandonó la consulta cerrando la puerta cuidadosamente tras de sí.
Me volví a sentar, y examiné la foto de nuevo. Cada vez me sentía más seguro de que era una falsificación, y no sólo porque deseaba que lo fuese. Por un lado estaba el hecho de que mis hijos no podían hallarse metidos en un asunto tan vergonzoso. O si era así (¡Dios nos librara!), evitarían que les fotografiaran. Toda su vida yo les había explicado la importancia de las apariencias, haciéndoles ver que la apariencia puede ser, de hecho, tan mala como el mismo mal. Y no se hubieran arriesgado a comprometerse como la foto indicaba que habían hecho.
Cualesquiera que fuesen mis otros fallos, si es que tenía alguno, yo no había criado hijos estúpidos.
En cuanto a quién podía desear hacerles daño a ellos o hacérmelo a mí, con esa repugnante falsificación…
Sólo podía tratarse de una persona, la llamada Mary Smith. Ella tenía las relaciones sospechosas necesarias para conseguir que hicieran un montaje tan experto, y el motivo era que yo me había negado a aceptar la invitación de su hijo a comer y prohibido a los míos que mantuvieran contacto alguno con él. A mi modo de ver, yo no podía hacer otra cosa, pero Mary tenía otra opinión. ¡De ninguna manera! Era una mujer sumamente deseable, pero podía ser en extremo rencorosa cuando se la molestaba, nadie lo sabía mejor que yo.
Durante nuestro primer encuentro pedí que me permitiera examinarla antes de tener un contacto sexual, y quizá mis modales fueron un poco altivos porque ella era sólo una prostituta, mientras que yo era un médico y cirujano con éxito que acababa de dar una conferencia, la cual fue muy bien recibida, en la convención de la A.M.A. Ella reaccionó a mi petición tirándome el dinero a la cara y llamándome negro hijo de puta.
—Yo acepto pollas negras —dijo—, pero no acepto gilipollas negros. Si crees que tengo la gonorrea, háztelo con la mano.
En fin…
Terminé disculpándome. Más tarde, esa misma noche, ella también se disculpó. Pero, desde entonces, tuve mucho cuidado con mi forma de tratarla. Tenía que hacerlo si quería verla. Estaba muy solicitada, y no toleraba nada que pudiera parecer un insulto. Una actitud peculiar para una prostituta, por supuesto, y no era sólo un asunto de orgullo. Yo no diría que estaba loca, nunca he oído una definición satisfactoria de la locura, pero sí que poseía una mente retorcida. Está justo al borde de la esquizofrenia (como sin duda también lo está, por herencia, su hijo), capaz de funcionar con normalidad, incluso con brillantez, pero peligrosamente histérica cuando se halla bajo presión.
Un día que ambos habíamos bebido más de la cuenta, me dijo que ella era la Virgen María, y su hijo, Jesucristo, concebido por obra y gracia del Espíritu Santo.
—Por eso tengo que mantenerlo puro y sin mancha —declaró con solemnidad—. Por eso hay que hacer que sufra, ¡porque únicamente a través del sufrimiento puede redimir a la humanidad!
De algún modo me las compuse para mantenerme inexpresivo. También me callé que difícilmente María podía ser virgen, ya que había dado a luz a Jaime, el hermano de Jesús, concebido por José, su marido.
Tampoco me reí ni discutí con ella, sabiendo, como ya sabía por aquel entonces, que se ofendería, y que no era nada inteligente por mi parte ofenderla.
Suspiré y moví la cabeza. Me culpé a mí mismo por haber despreciado a su hijo, atrayéndome de ese modo su venganza. Alargué la mano para coger el teléfono porque sólo me quedaba un camino: disculparme y tratar de compensarla.
Por supuesto, yo podía causarle muchos problemas, pero eso, inevitablemente, se volvería contra mí. Podría producir un escándalo que sería mi ruina, mientras que ella no tenía casi nada que perder.
Distraídamente, tratando de pensar en la disculpa adecuada, empecé a dar golpecitos en el escritorio con el sobre en que me habían entregado la fotografía. Un papel doblado cayó de su interior, una nota escrita a máquina. La abrí, y leí:
No, esto no es una falsificación, noble médico. Encontrará usted la prueba de ello hoy, si a eso de las tres y media va usted a la habitación número seis del motel de carretera cuyo nombre y dirección aparecen más abajo. En principio, yo tendría que estar allí también, pero estoy seguro de que Steve y Liz comenzarán sin mí. Lo siento mucho,
LEGION.
Además del nombre y la dirección del motel, había también una posdata. Para poner toda la tontería completa:
P.D. ¡Ayude a acabar con la mierda!
¡Ponga un negro en su retrete!
Quemé la nota y la fotografía y tiré las cenizas al retrete.
Cogí el teléfono y comencé a marcar el número del instituto, porque si en realidad estaba en marcha ese sucio asunto, podría evitarlo con facilidad ordenando que Steve y Lizbeth vinieran a casa. Por otro lado, si hacía eso, ¿cómo iba a enterarme de la verdad? ¿Cómo iba a asegurarme de que la foto era una falsificación? Si Steve y Lizbeth eran o no los estupendos jóvenes que yo creía.
Legion (en realidad Allen Smith) era un joven diabólicamente astuto. ¡El hijo de puta!
Él me había dado a escoger entre ir al motel, y quizá descubrir lo insoportable, y no ir y permanecer en la duda para siempre.
Decidí que esto último era la peor opción. Necesitaba saber. Tenía que saber. Y sólo podría saberlo si acudía al motel.
No hace falta decir que era inútil llamar a Mary. No me cabía la menor duda de su inocencia en lo que acababa de suceder, como tampoco de que era incapaz de controlar a su hijo. Tal vez el hombre que lo había engendrado también tenía tendencias esquizoides, y los genes erráticos de ambos se habían combinado en su hijo. O quizá la neurosis del chico se alimentaba y fortalecía con la de ella.
¿Quién sabe? Qué poco, pero qué poco sabemos del funcionamiento de la mente que nos guía. ¿Y a quién le importa verdaderamente? Desde luego ni a nosotros ni a nuestros representantes electos.
Sólo hay que observar las asignaciones que hacen para el tratamiento de las enfermedades mentales. Ya no encadenamos a nuestros dementes en las terrazas para que sirvan de perros guardianes. Ya no los alquilamos para la diversión de los que se han dado en llamar «cuerdos».
Simplemente los encerramos, sin ningún cuidado, o con tan poco que es una vergüenza, lo que es tan malo o peor que nada. En el gran estado de California, quizás el más rico y poblado de Estados Unidos, los pacientes de una institución para enfermos mentales ven a un psiquiatra un máximo de quince o veinte minutos al mes, si es que lo ven, y las instalaciones higiénicas son tan pocas que tienen que defecar y orinar en el suelo. Sin embargo, cuando el gobernador fue a hacer una visita de «inspección», pintaron el césped de verde; sí, lo pintaron, para que fuera más agradable a su vista. Encontró la situación del lugar tan satisfactoria que rebajó el presupuesto aún más.
¡Ayudé a acabar con la mierda! ¡Desde luego! Me inclino a creer que la principal diferencia entre los pacientes de la institución y sus guardianes es que estos últimos tienen las llaves.
Y…
Y basta de este tema.
De algún modo la mañana pasó, y mi mujer me sirvió la comida en una bandeja, en mi consulta. Le dije que no tenía apetito pero le di las gracias y le acaricié una mano.
—¿Por qué no te lo comes tú? —pregunté—. Estoy seguro de que podrías.
Me lanzó una mirada curiosa y después miró, como asombrada, la mano que yo le había acariciado. Después movió la cabeza.
—Me paese que como demasiao. Nesesito una dieta sevea y voy a hasela.
Le contesté que no tenía que hacerlo por mí.
—Me temo que a veces digo cosas bastante duras, pero no siempre las pienso.
—Voy a hasé dieta —continuó con firmeza—. Voy a… voy a hasé ota cosa también.
—Bueno… —vacilé—. Hay lugar para mejorar en cada uno de nosotros. Sospecho que en mí más que en nadie.
—Sí, dotó… doctor —respondió, y me dejó solo de nuevo.
Me dejé caer en mi silla y cerré los ojos, para descansar, o intentarlo al menos. Mi mente insistía en volver a la época en que mi mujer y yo nos conocimos. Fue durante el primer año de residencia hospitalaria. Me dieron una operación que consistía en extirpar una vesícula. Era mi primera operación importante. Hasta ese momento, todo había sido trabajo rutinario, más o menos.
La beneficencia corría con los costes del paciente, y se suponía que estaba tan grave que ya no tenía salvación. Yo carecía de ayudante, puesto que la gente competente para ello estaba demasiado ocupada. Se suponía. Porque todos los competentes eran blancos. En resumen, se esperaba mi fracaso y, así, también el final de mi carrera.
Liz, con la que me casé más tarde, era tolerada y hasta gozaba de ciertas simpatías entre los más intolerantes de los jefes. Porque siempre era humilde, estaba de buen humor y se mostraba dispuesta a reír las bromas más groseras de las que la hacían víctima. Y mientras ella se rebajaba constantemente, era, sin la menor duda, la mejor enfermera de aquel hospital. O de cualquier otro.
La operación fue un éxito; aunque en realidad, ella fue quien la llevó a cabo, no yo. Fui poco más que un observador que hacía lo que ella me decía.
Y ésa fue sólo una de una serie de operaciones que hizo por mí. Yo la observaba y aprendía, hasta que adquirí la técnica y me hice digno del título de cirujano.
Era difícil olvidar mi deuda con ella, y mucho más ahogar mi consiguiente resentimiento.
Fue más fácil cuando era joven y atractiva y yo estaba aún lleno del egoísmo de la juventud. Pero, en realidad, jamás le perdoné haberme cargado con una deuda que nunca podría pagarle, y el resentimiento aumentó con el transcurso de los años.
Al negarle mi amor y empujarla, por medio de la constante ridiculización, a buscar la compensación en la comida conseguí mi venganza. Se convirtió en la figura ridícula que yo decía que era.
Ahora, después de tanto tiempo…
Me sacudí los recuerdos y me erguí en el sillón.
Era el momento de ponerme en marcha. De saber la verdad, fuera la que fuese.
Me lavé la cara y me peiné. Regresé a nuestra vivienda y le dije a Liz que iba a salir un rato.
Me contestó, «Sí, dotó», y, rápidamente, se corrigió a sí misma diciendo Sí, doctor.
—Llámame Steve, Liz —le dije—. Steve y Liz. Así es como nos llamábamos antes el uno al otro.
—¿Hacíamos eso? —Me miró despistada—. Ajá, supongo que así sería. Vieja y estúpida que soy. Casi lo había olvidado.
Hice un gesto de dolor, apartando la mirada por un momento. Después la tomé en mis brazos y la besé.
—Te quiero, Liz. Y… y lo siento. Tengo que irme ahora, pero…
Me volví bruscamente y me dirigí hacia la puerta. Tendría que hacer muchas cosas para compensarla, pero no era el momento de pensarlo. Mi mente tenía que estar clara para lo que me esperaba; preparada para la horrorosa enormidad del asunto. Porque ya no tenía muchas dudas acerca de lo que iba a descubrir. Y sabía cuánto había contribuido a ello.
A mis hijos se les había enseñado a despreciar a su propia madre. Me habían tomado como un ejemplo a seguir y copiar. Habían estado confundidos, tan confundidos y tan sin normas de conducta como yo, y ahora tenía que enfrentarme a un resultado insondable.
No es que yo los disculpara. No puede decirse que mis propios padres hubieran sido un modelo de conducta y, por el simple proceso de evolución, debemos ser mejores que la generación que nos precede.
El coche de Steve, el que él y Lizbeth utilizaban para ir de un lado a otro, estaba aparcado en el patio de grava, delante del motel. Estacioné mi coche allí y entré en las oficinas del lugar.
Un hombre en mangas de camisa apartó el periódico que estaba leyendo y se arrastró hacia el mostrador.
—¿Sí? —preguntó.
—La habitación número seis —contesté—. Deme la llave.
—Allen Smith, ¿eh? —Me miró de arriba abajo—. Esperaba que fuese un tipo más joven, pero si ella lo soporta, yo también.
—La llave —repetí.
—Claro, claro. —Me la entregó con un guiño—. Mire, cuatro es un simpático número redondo. ¿Qué le parece si voy yo también para acabar de redondear las cosas? Con todo lo que esta tipa tiene, seguro que puede con todos.
—A su padre no le gustaría —contesté—. En realidad está a punto de matarlo a usted en este momento.
—Venga, vamos. ¿Qué más da si…? —Se quedó mirándome—. ¿Qui… quién diablos es usted?
Saqué mi cartera y le enseñé mi identificación. Le dije que era el padre de la pareja que estaba en la habitación seis.
—Aún no he decidido lo que voy a hacer con usted —continué—, pero será algo drástico. ¿Ve que tengo permiso para llevar armas? La usaré de inmediato a menos que usted haga lo que digo.
Asintió tembloroso, con el rostro sin afeitar pálido de miedo.
—Sí… sí, señor, doctor, sí… sí, señor. Yo… yo no sabía, ¡lo juro! Se registraron como marido y mujer y…
—¡Cállese y escuche! —le increpé—. Usted no hará el menor intento de avisarles. Tampoco dirá nada de que yo he estado aquí, ni ahora, ni después. Si lo hace, bueno, no creo que tuviera que matarlo. Esos niños son menores y hay castigos muy severos por colaborar en la violación de un menor.
Empezó a farfullar promesas de no decir nada.
—¡Se lo juro, doc, se lo juro! De verdad no ha sido culpa mía. Le digo la verdad, se lo juro… honestamente…
—¡Honestamente! —repliqué—. ¡Dios mío!
Mientras él seguía con sus frenéticas súplicas, abandoné la oficina, cerrando la puerta muy suavemente. Por supuesto, no pensaba tomar medidas contra él. Causaría demasiado escándalo. Quizá debía hacer algo como protección para otros jóvenes y sus padres; pero no soy perfecto, a pesar de todas mis pretensiones en ese aspecto, y dudo que alguna vez llegue a mejorar ni siquiera algo que tenga que ver conmigo.
Deslicé la llave en la cerradura de la puerta de la habitación seis, pero estaba abierta. Después de todo, ¿acaso no esperaban a un huésped, Allen Smith? Abrí la puerta en silencio y, en silencio, entré.
Sus ropas estaban tiradas de cualquier manera sobre un desvencijado sofá, tiradas aparentemente por su impaciencia por quitárselas. Ella tenía las piernas muy abiertas, con un pie colgándole de cada lado de la cama y los ojos cerrados con fuerza como si contemplase algún increíble deleite interior. Él prolongaba el placer de ambos penetrándola y retirándose poco a poco para volver a penetrarla de nuevo. En los intervalos entre penetración y retirada, la parte púbica de Liz quedaba expuesta casi por entero y pude ver que la llevaba afeitada. Como la de Mary Smith. Como la de cualquier puta.
De repente, sus piernas y brazos lo rodearon en un movimiento convulso. Ella empujó hacia arriba con las caderas y los hombros, y todo su cuerpo tembló violentamente; después se quedó rígida. Se murmuraban lascivas obscenidades uno al otro, tratando de llevar sus orgasmos al máximo.
—Buen coño. Un coño de puta madre.
—¿Mejor coño que culo?
—Buen culo y coño también.
—¿Y la mamada? ¿Boca y coño?
—Todo bueno, bueno, bueno. Boca, culo y coño.
Por fin hablé. No había podido hacerlo antes por sentirme incapaz del menor movimiento.
Saber lo que uno va a encontrar no es suficiente para suavizar la realidad de lo que uno esperaba.
—Parece que ya habéis terminado —dije—. Ahora vestíos y venid a casa.