Me dirigí hacia la cabina telefónica que había en el centro comercial, con la mente profundamente activa. Pensando lo extraño que era que siempre lo había sabido y nunca lo había sabido. En realidad, jamás me permití a mí mismo saberlo o reconocer que lo sabía. Deliberadamente había evitado la prueba que me permitiría saberlo.
Había ido soltando por ahí sin descanso que ella era una puta. La había acusado de serlo. Pero nunca había tenido la absoluta seguridad.
Había cerrado los ojos tercamente ante unos métodos más obvios por los que hubiera podido obtener la verdad. Habían estado cuando menos muy claros para mí, igual que lo hubieran estado para cualquiera situado por encima del nivel de un imbécil mesozoico.
Nadie, ni siquiera un Mesías confuso como yo, cuya misión era buscar Marías Magdalenas y apedrearlas (estando él libre de pecado), quiere saber que su madre es una puta.
Claro, Pilatos había preguntado cuál era la verdad, pero el hijo de puta no se quedó a esperar la respuesta.
Llegué a la cabina de teléfono.
Abrí el listín de Manhattan y busqué el número de Interplex International Incorporated. Lo marqué. Sonó durante un par de minutos y después una operadora del servicio nocturno respondió a la llamada para decir que las oficinas estaban cerradas, que fuese tan amable de llamar de día, entre nueve de la mañana y cinco de la tarde.
Le di las gracias y colgué.
Saqué del bolsillo una de las tarjetas de negocios de mi madre y miré el teléfono impreso en ella. Era distinto del que yo acababa de marcar. Lo marqué y, casi de inmediato, una voz seca contestó preguntando en qué podía servirme.
Haciendo que mi voz sonara más profunda, le dije que me gustaría programar una cita con la señora Mary Smith.
—Gracias, señor. ¿Su nombre, por favor?
—Bueno… —vacilé—. No puedo permitir que nadie me llame ni a mi despacho ni a mi casa.
—Oh, no, señor. Eso no lo hacemos nunca, nunca. Usted nos llama a nosotros. Nosotros nunca le llamamos a usted.
—¿Está segura? —pregunté—. ¿No llama usted para confirmar la llamada?
—Estoy segura, señor. El hecho de que usted tenga este número es la prueba de que podemos confiar en usted.
—Supuse que ése era el caso —dije—, pero tenía que asegurarme. El nombre es Hadley. Doctor S. J. Hadley.
Me dio las gracias y murmuró:
—Un momento, por favor.
Oí un clic, clic, clic, mientras parecía consultar un archivo. Después se puso de nuevo al teléfono.
—Gracias por esperar, doctor. Todo está en orden. Ahora, como es probable que usted sepa ya, la señora Smith casi nunca está disponible por la noche.
—Lo sé —repliqué—. Está…, bueno…, digamos que… muy ocupada.
—Sí, señor. Me temo que su horario diurno también está muy lleno. Resulta que es la única especialista en afroamericanos de nuestro personal.
—¿Quiere usted decir que es la única de sus chicas que se acuesta con negros? —pregunté.
—Vamos, doctor —me reprochó—. Yo me he limitado a exponer un hecho. ¿Le interesaría ver a la señora Smith más adelante esta semana? ¿Digamos el viernes por la tarde?
—Bueno…, si eso es lo más pronto que puede usted darme.
—Me temo que sí, doctor. Esperamos adquirir más especialistas en afroamericanos, pero, bueno…
—Eso debería ser fácil —comenté—. Sencillamente, emplee chicas negras para los clientes negros.
—Oh, no podríamos hacer eso, doctor. Somos muy contrarios a la discriminación racial.
—Admirable por su parte. Naturalmente, un negro debe poder acostarse con una blanca si puede pagarlo.
—Sí, señor. Así es exactamente como pensamos. A propósito, debo decirle que ha habido un reciente reajuste en las tarifas, la subida del coste de la vida, ¿sabe…?
—Comprendo —repuse—. ¿Y cuál es la tarifa actual?
—Serán doscientos dólares por una tarde, doctor. ¿Confirmo la cita?
—Por supuesto —dije—. Me registraré en el Waldorf como Señor y Señora. S. J. Hurley. Llamaré el viernes por la tarde, y le daré el número de habitación una vez la haya reservado.
—Es usted muy amable, doctor. Estoy segura de que la señora Smith estará encantada de encontrarse con usted.
—Ya veremos —contesté.
—Muchas gracias por llamarnos —dijo ella—. Que pase usted una muy buena noche.
—Muy buenas noches a usted también —le dije.
Colgamos y salí de la cabina.
Y ahora que lo sabía, que lo sabía a ciencia cierta, era como si me hubiesen quitado un gran peso de encima. Sabía la verdad, y ésta me había liberado. Antes, el estómago me pesaba como si tuviera plomo dentro, ahora sentía un gran apetito. Ansiaba comer. Algo que me compensara por toda la comida en la que no había participado, a pesar de haberla preparado.
Entré en un restaurante y pedí, no la hamburguesa o el rosbif que solía encargar cuando comía fuera, sino pollo frito. Pollo frito con boniatos y verduras. ¿Y por qué no?
¿Por qué un negro va a negarse a sí mismo la comida de los negros?
¿Por qué ha de comer pastel o tarta en lugar de la sandía que tanto desea?
No había ninguna razón, y no me privé de ello. Comí dos trozos de sandía, mi postre favorito, para completar el pollo frito con su guarnición que es mi comida favorita.
Mi comida favorita, aunque nunca la había tomado antes.
Habían pasado más de dos horas desde que abandoné el apartamento. Mi madre y Velie habían tenido dos horas, más un regalo extra de veinte minutos para ellos solos. Yo había respirado el aire fresco y limpio que me habían aconsejado. Ellos a su vez, habían follado generosamente. O por lo menos debían de haberlo hecho.
Una pareja que no logra hacerlo en dos horas es que no tiene lo necesario para conseguirlo.
No tienen ese instinto, y si no lo tienes, no hay nada que hacer.
Mi madre entró en mi dormitorio mientras me estaba preparando para meterme en la cama. Parecía un poco cansada y agotada, pero repuesta por completo de los efectos de la bebida.
—¿Te sientes mejor, cariño? —bostezó—. ¿Tienes mejor el estómago?
—Bueno, no y sí —repliqué—. O sí y no, si lo prefieres. Creo que voy a necesitar más aire fresco y limpio antes de recuperarme del todo.
—Humm —bostezó de nuevo—. Eso está muy bien.
—Tú también pareces un poco cansada —comenté—. Quizá necesitas más aire puro y fresco. ¿Por qué no te tomas la tarde del viernes libre, vamos al campo y hacemos una merienda?
—Bueno… —vaciló—. Supongo que podríamos organizarlo. Podemos… —Se interrumpió de repente porque pareció recordar algo. ¿Digamos una discreta llamada de teléfono?—. Oh, me temo que no podré, cariño. El viernes voy a tener una tarde muy ocupada.
—Es una pena —le dije—. Pero los negocios van antes que el placer. O algo así.
—Podríamos ir en otra ocasión.
—Creo que es mejor que me acueste —dije—. Todo ese aire fresco me ha cansado.
—Lo siento. Verás…, es que tengo un cliente que es sumamente sensible y he de verlo el viernes por la tarde. Es un…, bueno…, es judío, uno de esos que siempre está esperando que le hagan un desprecio, y si no me doblo en dos para servirle…
—Eso tiene que resultar muy duro para ti —contesté—. Tener que doblarte en dos. Bueno, sé amable con él y quizá te regale un salami kosher[5] o una buena imitación.
Me lanzó una mirada penetrante, pero Dios mismo no podía haber parecido más inocente que yo. Así pues, se retiró a su cuarto con un «buenas noches» de despedida y yo me metí en la cama. Y ahora, no hace falta que lo diga, cualquier sombra de duda había desaparecido. La más mínima esperanza subconsciente que yo hubiera tenido de estar equivocado respecto a ella, se había esfumado para siempre. Metí la cara entre las almohadas para que no se oyeran mis sollozos.
No lloré mucho tiempo. Tenía demasiados planes que hacer, demasiados hilos que tejer y entrelazar hasta hacer el nudo corredizo del verdugo. Había dicho que deseaba que el mundo tuviese un solo ano para poder jodérselo como un rey, y me estaba siendo concedido ese deseo, a escala un poco reducida. El mundo había quedado reducido a mi mundo, la periferia dentro de la cual me movía, y un solo ano aguardaba mi entrada.
Así que no había tiempo para lágrimas.
Precisamente cuando las lágrimas son más necesarias no hay tiempo para ellas.
Y quizá la triste, tristísima paradoja, la corrupción cósmica de la broma, es el verdadero infierno. Un lugar de escándalo y vergüenza, donde no se nos permite lamentarnos como es debido, donde sólo podemos poner un candado a nuestros traseros y dejar que el musgo crezca en nuestras mangueras fálicas.
Dios no ha muerto, no. Los locos nunca mueren. Se limitan a reír hasta caer en un estado catatónico del cual emergen todavía riéndose y gritando y chillando y vociferando.
No, Dios no está muerto. Sigue en activo, en la misma esquina de siempre. Yo mismo le he visto allí, derramando riqueza sobre los canallas, dando mierda y meados a las viudas y los huérfanos y robando los centavos a los ciegos.
No tenemos el privilegio de llorar. No, ni siquiera cuando hemos sido lavados con la sangre del cordero y su ácido ha corroído nuestros miserables culos.
No podemos llorar.
Dios ama al perdedor alegre y a la vez lo odia, y no hay duda alguna de que está loco como una cabra.
No hay tiempo para lágrimas.