Steve y Lizbeth me habían estado evitando por los pasillos y en las clases. O, para ser más exactos, habían hecho lo posible por ignorarme. Lo dejé pasar durante un tiempo, el suficiente para permitirles recobrarse parcialmente de cualquier sensación inadecuada que pudieran sentir. Entonces, un día en la cafetería, me senté a su mesa a la hora de comer.
—¿A qué viene todo esto? —pregunté—. Pensé que éramos amigos, pero me habéis estado tratando como al primo pobre.
Lizbeth resopló. Steve me miró con frialdad.
—Bebimos demasiado, Al, y tú lo sabías. Un verdadero amigo se hubiera ocupado de nosotros, en lugar de animarnos a hacer cosas que van en contra de nuestra forma de ser.
—¿Contra vuestra forma de ser? —exclamé—. ¡Dios mío! No puedo creer que seáis tan estrechos de miras como para sentiros así. Pensaba que erais gente verdaderamente sofisticada, y aún lo creo.
—Esto… —Liz se mojó los labios con nerviosismo—. ¿Qué quieres decir, Allen?
—¿Qué quiero decir? —Me encogí de hombros—. Todos los hermanos y hermanas lo hacen. Conozco a mucha gente y, creedme, lo sé. En cualquier caso, ¿por qué razón no deberían hacerlo? La gente tiene ciertas necesidades que deben ser satisfechas, incluso entre parientes.
—Bueno… —Ella irguió un poco los hombros—. Supongo que eso es cierto, por supuesto, pero…
—Escucha —proseguí—, algunas de esas ideas mojigatas que tenemos son simples tonterías. Basura que los charlatanes religiosos se inventaron. En el Antiguo Egipto, donde la gente era verdaderamente civilizada, los faraones se casaban con sus hermanas. Lo dictaba la ley.
Steve y Lizbeth intercambiaron miradas. Lizbeth murmuró que se alegraba de que al menos hubiera otra persona sofisticada en el instituto.
—Son hipócritas —expliqué con orgullo—. No tienen el coraje de sus convicciones, como Steve y tú.
—Gracias, viejo. —Steve me sonrió con cálida seriedad—. Te agradezco que digas eso.
—Es la verdad —respondí—. ¿Por qué no iba a decirla?
—¡Esa pequeña insolente de Josie Blair y su actitud santurrona! —exclamó Liz con veneno en la boca—. Nunca le perdonaré la forma en que actuó.
—He ahí otra hipócrita —repuse—. Sólo obsérvala cuando está cerca de Velie y verás lo que quiero decir.
—¡Allen! —dijo Liz encantada—. ¿Estás completamente seguro?
—Abre bien los ojos y compruébalo tú misma —respondí.
—Debí habérmelo imaginado —declaró Lizbeth—. ¡Aparentar una cosa y hacer todo lo contrario!
—Gracias a Dios que nosotros no somos así —dijo Steve como si fuera un beato—. Podemos tener defectos, pero no somos hipócritas.
—Eso es lo que me gusta de vosotros —contesté—. La gente como nosotros tiene que unirse.
—¡Exacto! ¿No crees, Liz?
Respondió que así era, y entonces dudó por un momento.
—Allen, no creo que debamos volver a tu apartamento o tú al nuestro. Pero Steve y yo conocemos otro sitio…
—Un motel de carretera en la autopista de Connecticut, Al. Ya conoces la clase de sitio. Admiten cualquier cosa, y no hacen preguntas.
—Fijemos una fecha para ir —contesté.
Y lo hicimos.
Terminó la hora de comer y nos despedimos con sonrisas conspiradoras y expresiones de amistad. Entonces fui al retrete y allí me encontré con Doozy.
—¿Preparado, chico? —dije—. ¿A las dos?
—Todo preparado —repuso de mala gana, pues aún no le gustaba mi idea—. Estoy preocupado por algo. Suponte que Chuleta Velie no baja por aquí.
Le contesté que Velie iría por el retrete a las dos menos diez, minuto más, minuto menos. Lo había estado observando y era regular como un reloj.
—Sí, pero mira —objetó—, suponte que hay alguien más aquí. Podrían servirle de coartada, y todos pringaríamos.
—No habrá nadie más aquí abajo —contesté—. También los otros conocen las costumbres de Velie, y no ponen su culo en el retrete cuando él está aquí.
—Pero podrían venir. No hay ninguna ley que lo prohíba.
—Pero no cuadra —repuse—. Un tío no puede fumar, o ni siquiera desahogarse, con el director cerca.
—Sí, pero…
—En cualquier caso, no tendremos que adivinar mucho —dije—. Baja unos minutos antes de las dos y compruébalo. Si hubiese alguien más, nos olvidamos del asunto.
Estuvo rumiándolo con el ceño fruncido, pero, al fin, dijo que le parecía que con eso se solucionaba todo.
—Me gustaría que los otros tuviesen más agallas, pero…
—Nosotros las tenemos por todos ellos. De todos modos, lo que deben hacer es responder que sí a todo lo que nosotros digamos y después pedir permiso para ir al lavabo. Ni siquiera necesitarán bajar aquí.
—Sí —contestó—. Deberían tener aguante suficiente para eso.
—Lo harán muy bien —le indiqué—. Entras en la oficina de Velie a las dos, con ellos detrás, y le acusas de…, bueno, tú ya sabes. Hará que me saquen de la clase, por supuesto, y diré que estaba demasiado asustado para hablar de ello pero que sí, que tú estás diciendo la verdad. Y eso supondrá el final de Velie.
Asintió de nuevo, mientras se dirigía hacia la puerta.
—Creo que será mejor que me dé prisa en llegar a clase. ¿Tú no vienes?
—Cuando te hayas ido —contesté—. No deben vernos juntos.
—Vas a llegar muy tarde.
—Se tendrán que aguantar —dije—. Después de todo, soy un alumno estrella.
Me di un paseo por los servicios, fumando un cigarrillo. Cuando tuve la seguridad de que Doozy se había quitado de en medio, y de que no había posibilidad de que volviera, me fui a casa.
Me tomé una buena copa de vodka, después me serví otra y me la llevé al sofá. La segunda era como una reserva, algo que se toma en el momento de la verdad o de la mentira o de lo que sea. Un empujón para ayudarme a saltar el obstáculo que tenía por delante.
Mientras tanto abrí el Daily News que había comprado y empecé a hojearlo. Sin gran interés al principio, sólo por pasar el tiempo, porque tenía tiempo; aunque no mucho, pues había utilizado parte de él para preparar un estofado y pelar algunos vegetales, pero…
Dejé de pasar hojas y comencé a leer.
Era uno de esos artículos que el News publica de vez en cuando, si tiene espacio y está de humor. Una historia descaradamente obscena de un suceso poco decente, contada de tal forma que no se le podían poner objeciones, al igual que no se podía dejar de comprender su significado.
En resumen, eliminando delicadezas y circunloquios, trataba de cinco homosexuales negros. Habían contado historias histéricamente incoherentes y contradictorias a su llegada al hospital Bellvue, y nadie había podido averiguar la causa de su situación. Cada uno de ellos tenía un trozo de palo de escoba introducido por el ano, cuya abertura había sido sellada con cera.
Los cirujanos les habían extraído aquellas obstrucciones, y las cinco víctimas se encontraban ahora reposando tranquilamente sin mayores problemas por el infame ataque físico que habían sufrido sus traseros. Los psiquiatras, sin embargo, habían informado de que, en apariencia, habían perdido toda tendencia al erotismo anal.
Leí la historia riéndome.
Volví a leerla llorando.
La leí riendo y llorando.
Por último fui al cuarto de baño y me lavé la cara, haciendo desaparecer los restos de las lágrimas y el enrojecimiento de mis ojos. Terminé de lavarme y me tomé el segundo vodka; lavé la copa y la coloqué de nuevo en el bar.
Después fui a contestar los golpes que alguien estaba dando a la puerta.
Era el sargento Blair, por supuesto, y, por supuesto, hice que entrara y se sentase.
—Está bien —dije ahogando un suspiro—. ¿Qué es lo que he hecho ahora, señor?
—Bien…, por un lado podría ser el haber hecho novillos. A esta hora del día tendrías que estar en el instituto.
—Me encontré mal después de almorzar —expliqué—. Muchas náuseas y vómitos. No me sentía como para ir a avisar a la oficina, pero mañana hubiera llevado una nota de mi madre.
—Ajá. —Me estudió a fondo—. No tienes buen aspecto. ¿Qué es ese olor?
—¿El qué? —pregunté—. Ah, es estofado para la cena. A mi madre le gusta, y a mí me sentará bien.
—Huele bien. ¿De modo que saliste del instituto hacia las dos?
—¿Las dos? Qué va —contesté—. No puede haber sido mucho después de la una. Tan pronto como me rehíce un poco.
—¿Estás seguro de eso? ¿Totalmente seguro?
—Claro que lo estoy —respondí—. Sargento, si quisiera decirme de qué se trata todo esto…
—Sí, creo que será lo mejor. —Se enjugó el rostro con el pañuelo—. Un chico de color de apellido Rafer, le llaman Doozy, dice que te vio en el retrete del instituto, con el director, hoy, un poco antes de las dos, y que el director, el señor Velie, estaba intentando aprovecharse de ti.
—¡Eso es mentira! —protesté—. ¡Una cochina mentira, y él lo sabe!
—Hay otros cinco chicos de color que corroboran su acusación. Dicen que ellos también pasaron por el lavabo un poco antes de las dos, cuando Rafer estaba allí, y que vieron lo mismo que él.
Me quedé contemplándole, con la adecuada expresión de mudo asombro. Después entorné los ojos lentamente.
—Vamos a ver —dije—. Doozy y otros cinco chicos, un total de seis, todos negros, pidiendo salir de la clase, casi al mismo tiempo, para ir al retrete. ¿No encuentra usted, señor, que es toda una coincidencia?
—Ajá. Me dio la impresión de que todos eran unos malditos embusteros. Al mismo tiempo me pregunté por qué iban a mentir si no estaban seguros de que la jugada les saldría bien.
Le expliqué que eso tenía una respuesta muy sencilla: creían que sí les iba a salir bien porque Doozy se lo había dicho.
—Me lo encontré en el pasillo inmediatamente después del almuerzo, y me dijo que quería verme en el lavabo a las dos menos diez, que lo esperase si tardaba. Le contesté que no sabía si podría porque me encontraba bastante mal, y él me aseguró que si no lo hacía, iba a encontrarme bastante peor.
—Un tipo bastante duro, ese chico —asintió Blair—. Velie ha tenido que llamarlo al orden por pelearse con otros chicos.
—Lo sé —contesté—. Y desde luego no quería problemas con él. Ya he tenido bastantes. Así que le dije que sí, que me reuniría con él pero que me explicara de qué se trataba. Me dijo que ya me enteraría a su tiempo, y que todo lo que debía hacer era seguir sus indicaciones.
—Sí, ¿eh? ¿Y qué más te dijo?
—Eso es todo. Él… ¡No, un momento! Dijo que se la iba a meter a cierta persona, y a rompérsela dentro, y que si yo no le seguía, me haría desear haberlo hecho.
Blair suspiró y se apoyó en el respaldo. Dijo que así era como él lo había imaginado.
—Esos tipos duros —exclamó con desprecio—. Son todo músculo y nada de cerebro. Pues esta pequeña faena va a acabar con él. Con él y sus cómplices, porque van a ser expulsados y les iría mucho peor si la ley lo permitiese.
—Espero no haber hecho nada malo —añadí con expresión preocupada—. No era mi intención, señor.
—Claro que no —contestó con satisfacción—. Todo lo contrario. Has hecho algo muy bueno.
—¿Señor? No le comprendo —contesté.
—Has salvado la carrera de un hombre. Has evitado que quedara permanentemente deshonrado. Supongo que deseará darte las gracias en persona, así que… —Se puso de pie para irse—. A propósito, tú y Josie no os veis mucho estos días.
—No, señor. He pensado que somos un poco demasiado jóvenes para formar una relación permanente y…, bueno, de todos modos está trabajando muchas noches en el instituto.
Él asintió, con aprobación, y dijo que yo era un chico muy inteligente. La gente joven podía meterse en problemas sin querer si se veían demasiado.
—Diablos —gruñó—, hasta los adultos caen en la trampa. Nunca olvidaré cómo… cómo…
Su voz se apagó.
—¿Sí, señor? —dije como animándole, pero él movió la cabeza con aire ausente.
—Creo que nunca olvidaré a la madre de Josie. Una de las mujeres más bonitas que he visto. Muy oscura, eso sí, pero eso no importa cuando eres joven, y yo pensaba que era puertorriqueña. O me engañaba a mí mismo con esa idea. De todos modos… —Se interrumpió en seco—. Tengo que irme.
—Sí, señor —dije—. Y muchas gracias por haber venido. Hay veces en que me encuentro un poco solo. Mi madre tiene sus amigos, pero, por supuesto, no pueden serlo míos. Así que…
—Claro —repuso con voz ronca—, sé lo que quieres decir. Te ves separado de la gente dondequiera que vayas.
—Sí, señor —asentí.
—Bueno, mira, si alguna noche tienes tiempo y te sientes solo, pasa un rato a verme. Yo también noto la falta de compañía.
Le di las gracias por la invitación y se fue. Unos minutos después llegó el correo de la tarde, una sola carta para mi madre, del doctor Kronger, mi psiquiatra. Mejor dicho, mi ex psiquiatra, porque me despedía como paciente. Junto a la carta, una factura por un traje que decía que yo le había estropeado.
Supuestamente, porque el hijo de puta no tenía pruebas, yo le había derramado una botella de tinta verde indeleble sobre los pantalones después de haberme dejado inconsciente con una droga hipnótica. No lo explicaba con palabras pero, leyendo entre líneas, saqué la conclusión de que la tinta había empapado sus pantalones y llegado a la piel, tiñéndole sus partes del mismo verde indeleble.
Destruí la carta y la factura que la acompañaba. Indudablemente, él volvería a ponerse en contacto con mi madre, pero para entonces yo no estaría ya, y ella tendría que ocuparse de otros problemas que no fueran un psiquiatra con el pito verde.
Mi madre llegó a casa sobre las cinco y media, acompañada por el señor Velie.
—Mira a quién me he encontrado —me dijo alegremente—. ¿Verdad que ha sido muy amable por su parte el querer darte las gracias personalmente por haber sido un chico tan estupendo y tan valiente?
—Sí, claro —repuse—. Y del todo innecesario. Lo único que he hecho ha sido decir la verdad.
—Pues para eso hacía falta mucho valor —declaró Velie—. Rafer es un verdadero matón. Él tenía a esos otros cinco muchachos completamente aterrorizados, pero tú te enfrentaste a sus amenazas.
—Ofrece algo de beber al señor Velie, Allen —dijo mi madre—. Sírveme una copa a mí también, ya que estás en ello. ¿Me perdona un momento, señor Velie?
Él dijo que la perdonaba, y yo comencé a preparar las bebidas. Le dije que ahora que había pasado todo estaba un poco asustado por lo que había hecho.
—Claro que Rafer y su banda no se atreverían a venir aquí, pero si pudiesen pescarme camino del instituto…
—Oh, dudo mucho que intenten algo así —me contestó—. Saben que irían al reformatorio si lo hiciesen.
—Pero podrían hacerlo —insistí—. Quizá piensen que vale la pena si antes logran darme una paliza.
Velie se frotó el rostro, pensativo, reconociendo que mi preocupación era comprensible.
—Si no hubieses perdido varios días de clase debido a esa desgraciada expulsión… ¡Qué diablos! —Bajó la voz hasta llevarla a un tono de conspiración—. Quédate en casa unos cuantos días. No quiero que tu madre se preocupe sin necesidad, de modo que será nuestro secreto. ¿De acuerdo? Faltar unos cuantos días a clase no va a perjudicar a un alumno de tu categoría.
Cuando mi madre salió del dormitorio, se había rehecho el maquillaje y llevaba un vestido negro muy elegante. Nos miró, a Velie y a mí, y nos preguntó de qué habíamos estado hablando. Velie le contestó que hablábamos de la madre tan encantadora que yo tenía. Ella se echó a reír y dijo que, sólo por eso, él tendría que quedarse a cenar.
Velie repuso que le encantaría.
—Pero yo he planeado trabajar esta noche. Ya he avisado a la señorita Blair de que voy a necesitarla.
—Oh, qué tontería —dijo mi madre—. Llámela y dígale que ha cambiado de idea. Puede usar el teléfono que hay en el cuarto de la televisión.
Velie fue al cuarto de la televisión, llevándose su bebida. Se demoró varios minutos porque, al parecer, Josie tenía serias objeciones a perder la sesión de sexo a la que se había acostumbrado. Cuando regresó al salón, estaba un poco tenso y había terminado su bebida.
Mi madre me dijo que le trajese otra copa al señor Velie, y otra para ella.
En total se tomaron tres copas cada uno. Cuando aún iban por la tercera, mi madre me dijo que era mejor que sirviera la cena.
—Tú puedes cenar más tarde, Allen. No te iría bien comer ahora con el estómago vacío.
—Tiene razón —dijo Velie. No le importaba joder con una negra, pero no le gustaba sentarse a comer con un negro—. Puedo ver que cuida muy bien a su hijo, señora Smith.
—Bueno… —Mi madre no pudo ahogar del todo un suspiro—. Lo hago lo mejor que puedo. Yo asumí una cierta obligación, y una persona debe cuidar sus obligaciones.
Él movió la cabeza con gravedad.
—Es usted demasiado dura consigo misma. Después de todo, debía de ser muy joven cuando se casó.
—Oh, sí, lo era —dijo ella suspirando abiertamente, y soltando también un pequeño hipo, porque la tercera copa estaba muy cargada—. Muy joven y muy tonta, me temo. Si tuviese que volver a hacerlo… —Su voz se desvaneció y se quedó mirándome con el ceño fruncido.
—¡Allen, me parece que te he dicho que sirvas la cena!
—Así es, Allen —dijo Velie, con el ceño fruncido—. Haz lo que tu madre te dice.
—¡Sí señoa, señoita! Sí, señó, amo —respondí—. ¡Enseguía, señoa, señó!
Pero ambos estaban demasiado bebidos y demasiado absortos el uno en el otro para darse cuenta.
Les serví la cena. Cuando hubieron terminado, y mientras yo retiraba los platos, se fueron al salón. Allí les serví café y crema de cacao. Les encantó, y mi madre dijo que le apetecía una verdadera copichuela. Velie le contestó que lo había convencido, así que les preparé dos whiskies dobles a los que añadí un poco de jerez, para ver si se caían de culo.
Circulé a su alrededor, obsequioso, preguntando si podía servirles en alguna otra cosa. Mi madre dijo que sí, que había una cosa.
—Puedes irte fuera un rato. Tal y como has estado, encerrado todo el día, no es raro que te sientas mal.
—Tiene razón —añadió Velie—. Un par de horas de aire fresco te harán mucho bien, Allen.
Mi madre se dominó el tiempo suficiente para hacer que su voz sonara más bondadosa.
—Puedes sentarte en el banco que hay afuera, Allen. Allí nadie te molestará, si eso es lo que te preocupa.
—Sí señoa —contesté—. Haré eso, señoa.
Pero, por supuesto, no lo hice.
No me quedé sentado afuera porque el momento había llegado.
No estoy seguro de cómo lo supe, pero había llegado. Tal vez fue una sugestión o quizás una asociación.
¿Qué mejor momento para correr a hacerlo que mientras ellos se corrían?