Había una esquina en el Village que casi había sido tomada por ellos. Negros con blusas de escotes exagerados y pelucas estilo colmena, con los labios pintados y colorete en las mejillas. La ley les permite todo eso mientras lleven pantalones y puedan ser identificados como miembros del sexo masculino.
La ley no les permite travestirse, pero esa noche no había policías, así que lo estaban haciendo. Llamando coquetamente a voces a los que pasaban y, si recibían la menor señal de aceptación, los agarraban de un brazo y se apretaban contra ellos.
Parecía que les había ido bastante bien, porque sólo quedaban cinco cuando llegué. Dejé que uno de ellos me tomase del brazo, mientras yo le hacía un guiño a otro. En diez segundos tenía a los cinco peleándose por mí, tan al estilo de perras en celo como si verdaderamente fuesen perras en lugar de machos.
—Ete é mi hombre, ¿vedá que sí, cariño?
—¡Te voy a sacá lo ojo, Gladys!
—¡Ruby, sueta a mi dulse papi!
Les ordené que se callaran, iban a llamar la atención de la policía, y nos íbamos a quedar todos sin fiesta.
—No tiene sentido alguno —dije—. Soy un macho y voy a cuidaros.
Lanzaron exclamaciones de admiración, mientras me acariciaban, me sobaban y me apretaban los brazos (y, gracias a Dios, no me provocaron la menor sensación). De nuevo les advertí que fuesen con cuidado y se retiraron un poco, lo que hicieron de mala gana aunque sumisamente.
—En el East Village hay un sótano vacío al que podemos ir —les expliqué—. Yo os indicaré el camino y vosotros me seguís, pero por separado. No nos conviene parecer un desfile. ¿Entendido?
Me entendieron.
Con ellos siguiéndome, me dirigí al East Village, que es la parte de Nueva York más asquerosa. En cierto modo, creo que aún más asquerosa que Harlem. Aquí la heroína se considera cosa de niños. Aquí toman speed, que te hace reír mientras te estallan las neuronas. Puedes beber lo que ellos llaman vino, un brebaje que debe de ser una combinación de tinta y alcohol desnaturalizado, tan terrible que tus órganos están teñidos de morado cuando te hacen una autopsia. Y cuando quieres follarte a una tía, vas y lo haces dondequiera que estéis, en un portal o en una alcantarilla o en cualquier otra parte.
Después puedes pegarle en la cabeza con un ladrillo o viceversa. ¿Qué más da? Llegados a ese punto, ya no puedes ir mucho más lejos de todos modos.
Cuando llegué a la esquina de la calle donde estaba el sótano, permití que mi rebaño de maricas se reuniesen a mi alrededor y les expliqué el plan. Tenían que bajar al sótano de uno en uno, a intervalos de cinco minutos. Yo estaría allí, esperándoles, dispuesto para cuando fuesen llegando.
Se oyó un alarido desde el tejado de un edificio cercano. Después, un trozo de cornisa cayó y se pulverizó en la acera de forma que tuvimos que saltar hacia atrás. Eso fue seguido por dos cuerpos desnudos.
Aterrizaron sobre el toldo de un piso que estaba al nivel de la calle, un hombre y una mujer enganchados en el acto de la copulación. El toldo aguantó un momento, después se rasgó y ambos fueron a dar contra la acera.
Y sobre ella continuaron follando.
Mis maricas los contemplaron atemorizados, pero les dije que no se alarmaran. Aquí teníamos nuestro pequeño y particular infierno donde los ángeles no se aventuran y pronto conseguirían el deseo de su corazón: una interminable excitación de sus culos, un folleteo eterno.
—Preparaos —les dije—. Abrid las tapas de esos tubos de vaselina.
Después seguí por la calle hasta llegar al sótano.
Tenía un aroma muy peculiar, compuesto de ese olor a pescado que tienen los órganos de reproducción que no se han lavado, y a meados y a mierda… Y a algo más.
Estaba a oscuras y un círculo de ojos brillaba en la oscuridad. Les hablé como a esclavos y ellos cantaron, saludándome, llamándome Dios y Krishna y maestro.
—Os he traído pan —les dije—. Éste no es momento para la guerra, así es que os lo comeréis.
—Sí, maestro, así se hará —cantaron a coro—. ¡Sí, Krishna!
Fui tanteando el camino alrededor del círculo con la mano extendida, sintiendo cómo cogían de ella el pan santo que hace estallar el cerebro. Y contemplé cómo los brillantes ojos se volvían ardientes como fuegos vivos. Una chica (pude notar su seno desnudo) trató de besarme la mano en señal de adoración. Pero la retiré porque había poco tiempo.
—¿Están preparados los sagrados palos de escoba? —pregunté—. ¿Extendidos hasta un tamaño práctico pero generoso, como os indiqué?
—Sí, maestro —contestaron cantando en coro—. Tu voluntad se ha cumplido.
—Y la santa cera, ¿está preparada?
—Sí, maestro. Tal cual lo dijiste, oh, señor.
—Entonces cerremos los ojos —canté—. Y oremos en silencio absoluto. El primer acólito se acerca.