DEL LIBRO DE HISTORIAS CLÍNICAS DE FELIX KRONGER, DOCTOR EN PSIQUIATRÍA
Paciente: Allen J. Smith
Estaba trabajando en un artículo para el Journal y hacía media hora que había tocado el timbre para llamar a mi enfermera. Me hallaba tan absorto que había perdido la noción del tiempo, así es que habían pasado más de treinta minutos antes de que, repentinamente, me diese cuenta de la demora (¡una demora totalmente inconsciente!), y salí a la sala de espera a investigar. La enfermera estaba dormida sobre su escritorio. Lo mismo que los tres pacientes que había en la sala. La sacudí, debo admitir que no con excesiva suavidad, y exigí una explicación. Murmuró algo sobre un vendedor que iba por el edificio con un carrito de Coca-Cola y refrescos similares, y añadió que seguramente habría puesto alguna droga en las bebidas.
—¿Sí? —dije agudamente—. ¿Dónde están las botellas? ¿Los recipientes?
—Bueno —repuso, mirando estúpidamente a su alrededor—, no lo sé, pero…
—Es posible que no existan —continué—. Quizá se tomó usted una dosis excesiva de los sedantes a los que tiene acceso, y a los que parece haberse ido aficionando cada vez más, y estos pobres diablos, que están fácilmente predispuestos a cualquier sugerencia, se han limitado a imitar su ejemplo quedándose dormidos.
Declaró, malhumorada, que me decía la verdad, y que podía preguntar a cualquiera de los pacientes si no la creía.
—¿Preguntarles? ¿De veras ha dicho usted que les pregunte a ellos, señorita Nelson?
—Bueno, da igual —refunfuñó—. Apuesto a que un análisis de sangre demostraría que todos fuimos drogados.
—Querrá decir que están drogados, o sedados —dije severamente—. Con Stelazine y Librium y Valium y Amital y… Dejémoslo, señorita Nelson. Quiero que reanime a estos pacientes de inmediato.
Se levantó y se puso en movimiento. En ese momento llegó el paciente Allen Smith, y, aunque llegó un poco antes de su turno, le hice pasar a mi despacho.
—¿Qué está sucediendo ahí fuera? —preguntó—. ¿La enfermedad del sueño o una fiesta de pijamas?
—No hagas caso —contesté—. No es nada que te interese.
—Pues podría —respondió—. Si es una fiesta, me gustaría participar; y si es la enfermedad del sueño, quiero ser inmunizado.
Ignoré esa frivolidad, observando las notas que había tomado tras estudiar los informes que sus anteriores psiquiatras me habían enviado. Llamaba la atención que su coeficiente de inteligencia era de 190, y que tenía un complejo de Edipo muy acentuado. (Claro que es elemental que un sujeto con un alto coeficiente de inteligencia se identifique sexualmente con uno de sus progenitores o con algún pariente cercano, en otras palabras, un igual que le parezca digno.) También anoté que era un mentiroso patológico, lo que descartaba el uso de cualquiera de los llamados sueros de la verdad, puesto que, no hace falta decirlo, uno no puede decir la verdad a menos que sepa lo que es.
Por supuesto, consideré la posibilidad de que, con su grado de inteligencia, fuera capaz de programar su mente, respondiendo sólo lo que deseaba que se supiera, aun bajo los efectos de un hipnótico. De cualquier forma, el suero de la verdad sería inútil y estaba contraindicado.
—Veo que te sientes atraído físicamente por tu madre —dije—. ¿Has abordado el tema con ella alguna vez?
—Claro —contestó—, le entusiasma la idea, pero no quiero tocarla hasta que no se haga la prueba de Wasserman.
—Ya veo… —respondí—, te sientes atraído por ella, pero la rechazas. ¿Por qué crees que puede tener una enfermedad venérea?
—Porque es una puta. Una prostituta cara.
—¡Vamos, tú sabes que eso no es cierto, Allen! —exclamé, cortante—. No es nada de eso…
—Usted cree que no, ¿verdad? —Esbozó una sonrisa inteligente—. Tenga cuidado al peinarse, doctor, o va a engancharse el culo.
—Esta consulta —expliqué— hace una investigación muy cuidadosa del ambiente de cada paciente potencial y de sus padres o tutores. Una muy cuidadosa investigación. Tu madre es exactamente lo que aparenta ser.
—Todos tenemos derecho a tener nuestras propias opiniones, bendito sea Dios —contestó—. Eso es lo que hace que Estados Unidos sea grande.
—Sugiero —indiqué— que le tienes verdadero terror al sexo. Una relación sexual con tu madre te sería instintivamente aborrecible, así que has creado un falso deseo por ella como medio de evitar cualquier tipo de relación sexual.
—¿Entonces por qué no consigo que se me levante con nadie más que con ella? —inquirió—. Lo he probado bastantes veces.
—Supongo que también has probado a masturbarte, ¿no? —comenté.
—Por supuesto. Y tampoco me sirve de nada. —Comenzó a bajarse la cremallera del pantalón—. Mire…
—Déjalo —le interrumpí rápidamente—. Tengo otra sugerencia que hacerte. Una muy evidente. Usando tu expresión, no logras que se te levante con una mujer porque eres homosexual.
—¡Ésa es una maldita mentira! —Sus ojos echaban chispas—. ¡En mi vida he tenido nada que ver con un hombre!
—Si nunca has tenido nada que ver con un hombre, como dices…
—¡Lo digo porque es así, maldita sea!
—Pero tú mientes acerca de todo, Allen —murmuré—. Por lo menos, dices la verdad sólo cuando quieres.
—¡No soy homosexual!
—¿Cómo puedes estar seguro de que no lo eres?
—¡Porque lo estoy!
Moví la cabeza con desdén.
—Eres un joven muy inteligente, Allen. Decirme que estás seguro de algo tan sólo porque estás seguro es algo infantil.
—Pero, maldita sea…
—Un poco es mejor que nada, amigo mío —le reprendí—. Cualquier relación es mejor que ninguna. Si te aceptas a ti mismo tal como eres, si das al hombre que hay en tu interior una posibilidad de surgir… Una verdadera posibilidad…
—¿Quiere decir que me pasee por los urinarios públicos e intente ligar con tíos? —preguntó tembloroso—. ¿Es ésa su solución a mi problema?
—No quiero decir nada de eso —repliqué—. Y no es una solución sino un compromiso. Una persona tan inteligente como tú puede encontrar formas discretas de indicar su disponibilidad, y no creo que pierdas nada por intentarlo.
—¿Y qué hay de la pérdida de mis tripas cuando comience a vomitarlas?
—Por lo menos entonces estarás seguro de que la homosexualidad no es la raíz de tus problemas —respondí.
—En otras palabras —replicó—. Me está proponiendo que haga de conejillo de indias en un experimento neochiflado. Eso es lo mejor que usted puede ofrecer. ¿Qué fábrica de diplomas le vendió su título, pirado hijo de puta? ¡Es usted el rey de todos los cretinos incompetentes que se disfrazan de psiquiatra, créame! En toda mi puta vida no había oído tan despreciable e imbécil montón de estiércol chorrear de la boca de un… un…
Se puso en pie de un salto y anduvo hasta la fuente de agua. Permaneció allí, dándome la espalda, durante un rato, tragando el agua y, presumiblemente, tratando de recuperar el control de sí mismo. Por último cogió otro vaso de plástico, lo llenó con agua y me lo trajo.
Por supuesto, acepté ese gesto de disculpa.
—Debes comprender que estoy de tu parte, Allen. No tengo otro interés que el de ayudarte, y lo que nos conviene no siempre nos parece bueno.
—¿Y usted cree que ésa es la única forma? ¿Probar la homosexualidad?
—No la practiques plenamente —dije—, a menos que lo desees. Sólo es una forma de ver si tu deseo puede ser provocado. Sí, Allen, me temo que es la única forma en un caso como el tuyo, donde los deseos están tan profundamente enterrados y mezclados.
De repente bostecé y me disculpé. Estaba a punto de hacer otro comentario, cuando me sobrevino otro bostezo.
Claro que era puro agotamiento. Mi médico ya me había advertido que no abusase de mis fuerzas.
—Bien, veamos —dije, y bostecé de nuevo—. Por favor, discúlpame. ¿De qué estábamos hablando?
—Me contaba que usted mismo es un marica —me contestó—. Y los maricas jamás pierden la ocasión de hacer propaganda.
—¿Qué? Debo advertirte, Allen, que la palabra marica es extremadamente inadecuada…
Tuve que hacer una pausa para volver a bostezar desesperadamente.
Me esfuerzo tanto y recibo tan poca gratitud, si es que recibo alguna. Hay veces que casi tengo ganas de llorar. No es sólo el enorme peso de mis deberes profesionales, sino que tengo que contribuir hasta en los asuntos más pequeños que, por reglamento, tendrían que ser resueltos por la señorita Nelson.
Voy a tener que despedir a esa mujer. Simplemente voy a tener que despedir a esa mujer. Un enfermero sería mucho mejor. Podríamos…
—¿Cómo? —levanté la cabeza—. ¿Qué has dicho, Allen?
—Le he dicho que he echado droga en su agua —respondió—. También drogué a todos esos imbéciles de ahí fuera por haber sido lo bastante tontos como para venir a la consulta de un cretino como usted.
Su voz me llegaba como en sueños. Tenía la sensación de que había soñado todos esos comentarios que acababa de atribuirle.
—Tenemos que volver a meter a los negros en los retretes —comentó—. Es la única solución.
Recuerdo haberme reído soñoliento ante esa frase. ¡Negros en los retretes! ¡Vaya idea! Recuerdo haberme preguntado cómo era posible… posible…
Me quedé dormido.