Era casi mediodía cuando me desperté, no mucho antes de que Lizbeth Hadley apareciera. Por fortuna puedo moverme deprisa cuando quiero, y darse prisa era imperativo en este caso. Y, también por fortuna, no había demasiadas cosas que preparar.
Me había bañado la noche anterior y, como tenía poca barba, no tenía que afeitarme. Me lavé y me vestí y comí algo rápido pero abundante. Eso lo dejó todo preparado, excepto por una cosa: me faltaba extender mis libros y algo de papel y demás sobre la mesa del comedor, como si hubiese estado haciendo los deberes.
Eso era sólo «una puesta en escena», por supuesto, una de la cosas que se hacen por si acaso, pues yo soy de esos tíos que hacen las cosas por si acaso, y así no corro riesgos innecesarios.
Acababa de terminar con este último asuntillo cuando Lizbeth llegó.
La dejé entrar, cerré la puerta e hice lo que se esperaba de mí en lo que a besos, abrazos y caricias se refiere. La conduje al salón, donde celebró con varios «Oh» y «Ah» su tamaño y decoración. Entonces le dije que me tocaba mirar a mí.
—Mmmmm, ¿cariño? —Rozó sus labios contra mi mejilla—. ¿Mirar, qué?
—Lo que no he visto desde ayer. Levántatela, muñeca. Súbete la falda.
Así lo hizo, protestando tanto como si le hubiese pedido que nos estrecháramos la manos. Le quité las bragas y eché un vistazo a la zona que antes cubrían. Le dije que ciertamente tenía que hacer algo al respecto, si mi cuchilla de afeitar aguantaba. Ella se echó a reír, a la vez que fingía hacer pucheros, mientras dejaba caer su falda y respondía que no, que no me dejaría hacerlo.
Se sentó en el sofá, a mi lado.
—No me gusta nada preguntártelo, cariño, pero ¿tienes algo para comer?
—Caramba —dije—, ¿quieres decir que no has almorzado?
—No. Tenía tanta prisa para llegar aquí, para que pudiéramos pasar más tiempo solos, que no he pasado por la cafetería. Me salté el desayuno esta mañana también y, bueno…, si me dieras un bocado de cualquier cosa…
—Lo lamento mucho —repuse—. Pero no tengo nada en casa. Con mi madre de viaje, como siempre fuera.
Con un ligero matiz de malhumor comentó que algo debía de haber. Le dije que lo había tenido; pero que, ante el temor de que se estropeara, lo había tirado todo aquella misma mañana.
—Verás, como sólo mi madre y yo vivimos aquí, y como va a estar varios días fuera… Tal vez tenga un par de pepinillos y unas cuantas aceitunas o…
—Da igual —suspiró—. Da igual.
—¿Querrías beber algo? Tengo mucho alcohol a mano.
—No me atrevo. No con el estómago vacío.
—Te hará bien —dije—. El alcohol se puede considerar una especie de comida. Es casi azúcar puro.
Le preparé un vodka con jugo de naranja bastante cargado, y le añadí azúcar para matar el sabor. Aunque arrugó la nariz con el primer trago, suavemente liquidó el resto. Le hice tomar otro par, que la dejaron por completo mareada y con risa tonta. Pero volvió a resistirse tercamente cuando saqué de nuevo el tema de afeitarla (quizás eso me excitara lo suficiente. Quizás…).
—¡Oh, no! ¡No señor, Allen! ¿Qué pensaría la gente?
—¿Quieres decir Steve? —pregunté—. Demonios, le gustara más.
—¿Cómo sabes…? ¡Steve! —Se cortó—. Y qué te hace pensar que Steve y yo… ¡Mi propio hermano!
—¡Oh, corta el rollo! —repuse—. Eso es lo que utilizas para hacer pasar a Steve por el aro, no le das nada, a no ser que haga lo que tú quieras. ¡Qué diablos! No tiene nada de malo. Sería muy raro que un par de chicos agudos y sofisticados como vosotros no lo estuvierais haciendo juntos.
—Bueno… —el halago le gustó un poco—, bueno, quizás hemos jugueteado un poco, pe… pero… pero… ¡afeitarme! Eso suena muy desagradable.
Le dije que eso quería decir que mi madre era una mujer bastante desagradable, ya que una vez yo la había visto de manera accidental y llevaba el suyo afeitado. Lo que es más, continué, todas las mujeres blancas a las que había conocido en la intimidad hacían lo mismo.
—Es más higiénico, sabes. Sólo las negras se pasean con todo el coño cubierto de pelo.
—Bu… bueno —dijo—. Bueno…
—Vamos —dije—. Al baño contigo.
—Bueno, está bien, pero quiero otra copa antes.
Le preparé otra, que casi la dejó sentada sobre su bonito y regordete trasero. Sus oscilaciones y balanceos complicaron bastante mi trabajo de barbero, el cual, créanme, resultaba ya bastante difícil con un matorral como el suyo.
Tuve que usar tres cuchillas y casi un maldito bote de crema de afeitar para hacer el trabajo. Y aunque quizá sentí un ligero y ocasional hormigueo en mi sexo mientras desnudaba el suyo, sólo fue eso, un hormigueo, y muy ligero. Seguía tan impotente como siempre.
Así que la única esperanza que me quedaba era una pequeña actuación. Entre ella y Steve. Acaso si los contemplaba en pleno éxtasis, me excitaría. Y sabía, yo sabía, que si alguna vez conseguía romper el hielo, acabaría con el hechizo que hacía que sólo mi madre fuera deseable para mí.
Se había despejado ligeramente durante mi trabajo de barbero, pero aún se hallaba lejos de estar serena. Se dejó caer pesadamente sobre la taza del retrete, con la falda metida debajo, y declaró que tenía ganas de mear.
—Quizá también de cagar —anunció, solemne—. ¿Te importa si cago y meo en tu retrete?
—Espera —dije—. Espera un minuto.
La desnudé antes de que se soltara, salvándola así de que se manchara irreparablemente. Me llevé las prendas a mi dormitorio y las colgué, mientras oía el ruido del inodoro y el sonido de la cadena un par de veces. Volví al cuarto de baño y la ayudé a lavarse un poco. Entonces la conduje hasta el dormitorio y la senté en la cama.
—¿Cómo estás, muñeca? —pregunté—. ¿Te sientes bien?
—Mmmm, mmmm. ¿Cuándo vas a follarme?
—Muy pronto. Primero tengo que ir a por una toalla. —Traje una y la tiré sobre la cama. Me senté junto a ella y estuve sobándola bien. Entonces le dije que era mejor que nos tomáramos una copa antes de empezar.
—Tiene que ser un polvo de primera —dije—. Y debemos estar preparados.
Ella se rió aturdidamente.
—Te apuesto algo. ¿Quieres apostar?
—¿Qué? —pregunté.
—Te apuesto que no puedes mearte dentro de mí. Un tío no puede mearse en el coño de una tía.
—Bueno, ya lo veremos —repuse—. Ahora espera un momento mientras preparo las copas.
Me fui al mueble bar y preparé un par de copas, una ligera para ella y una algo más fuerte para mí. Entonces miré el reloj y preparé una tercera, muy, muy fuerte.
La dejé encima del mueble bar y llevé las otras dos copas al dormitorio. Me senté de nuevo y le di a Liz la bebida más ligera. La declaró buena mientras yo bebía un traguito de la mía. Entonces llamaron a la puerta.
Una llamada vacilante, insegura. Como la de alguien que va a entrar en un lugar extraño, o no sabe cómo va a ser recibido.
—¡Chist! —Me llevé un dedo a los labios—. Ahora cállate, Liz.
—¡Chist! —Imitó mi gesto—. Cállate tú.
Salí al salón, y cerré la puerta del dormitorio. Hubo otro golpecito en la puerta del apartamento y me apresuré a abrir.
Era Steve, por supuesto. Me sonrió, con alivio contenido.
—No estaba seguro de que ésta fuera la dirección correcta. Mi hermana me la dio, pero…
—Estaba esperándote —dije—. Acabo de prepararte una copa…
Se sentó, cogió la copa y empezó a beber demasiado deprisa, como hace la gente que no está acostumbrada a beber a menudo.
—¡Vaya! ¡Chico! ¡Oh, chico! —Tenía la frente perlada de sudor.
—Tómate otra —insistí, sirviéndome una copa de ginger-ale—. Estás muy por detrás mío.
Él bebió un gran trago de la segunda copa. Después empezó a tomarla a sorbitos, con mayor lentitud.
—Mira, Al —dijo disculpándose—. No sé qué le ocurrió a papá, pero nos hubiera gustado mucho que vinieras a cenar. Al menos, a mi hermana y a mí.
—Bueno, a veces los padres tienen ideas un poco raras —dije—. Quizá creyó que yo había abierto su cajón de narcóticos y que le había robado algunos.
—¡Sí! —rió ante el supuesto chiste—. Quizá fue eso.
Se hizo un breve silencio mientras nos sonreímos el uno al otro. Vació su copa e hizo girar el hielo que contenía; entonces, le preparé otra copa.
—No me pongas demasiado, Al, no demasiado… ¡Eh, suficiente! —Tomó otro trago—. Esto… ¿dónde está Liz?
—En el dormitorio —respondí indicándole la puerta—. Arreglándose o algo así. ¿Por qué no entras a saludarla?
—Bueno —objetó—, no quisiera molestarla si está ocupada.
La puerta del dormitorio se abrió de repente.
Lizbeth salió bailando, completamente desnuda.
Ya no estaba borracha, pero sí lo bastante insensibilizada como para haber perdido sus inhibiciones. Mientras Steve la miraba con la boca abierta, ella giraba y saltaba por la habitación, señalando su entrepierna y cantando una cancioncita: «Sí, sí, mírame aquí, no tengo pelos en mi pí-pí…».
La borrachera de Steve salió abruptamente. Soltó una risotada y la sentó en su regazo.
—¡Oye! ¡Esto es estupendo, Liz! Creo que tengo que probarlo.
—Oh, no —rió ella revolviéndose, tratando de soltarse de su abrazo—. Voy a dárselo a Allen.
Él respondió que, demonios, había suficiente para todos y él se llevaría ahora una buena parte.
La agarró y la pellizcó tan fuerte que ella gimió de dolor. Pero cuando él se levantó y se dirigió hacia el dormitorio arrastrándola, ella se zafó de sus brazos y, con obstinación, lo apartó de sí.
—He dicho que no. Se lo daré a Allen. Tú ya has tenido bastante.
—¡Y un cuerno! —Hizo un infructuoso intento para volver a atraparla—. Oh, vamos, Liz. Por favor. Hazlo por mí y haré cualquier cosa que me ordenes…
—Venga, Liz —dije—. Haremos un trío.
—¿Mmmmm? —Me miró con interés—. ¿Un trío…?
—Claro —la interrumpió Steve entusiasmado—. Los dos lo haremos a la vez. Sólo tienes que arrodillarte sobre la cama y poner tu culito para nosotros, y Al o yo…
—Ya lo sé. Comprendo perrrrffffectamente —dijo ella entre dientes con impaciencia—. No tienes que hacerme un mapa.
Se fue hacia la habitación, con Steve pegada a sus talones, y yo a los de él. Para cuando se había preparado sobre la cama, con la cabeza en las almohadas, el culo en pompa hacia arriba y las rodillas abiertas, Steve se había quitado ya la ropa y estaba sobre ella, y dentro de ella.
Gimieron simultáneamente en una agonía de puro placer. Steve me miró por encima del hombro y murmuró entre dientes que qué diablos hacía, ¿por qué estaba aún vestido?
Respondí que de repente se me había ocurrido que sería una buena idea si uno de nosotros permanecía con la ropa puesta.
—Sólo por si alguien viene. Con los tres en el acto, bueno, no quedaría demasiado bien.
—Sí —gruñó él, demasiado interesado en lo que estaba haciendo para discutir—. Buena idea.
—Mmmmm, mmmm —jadeó Lizbeth, también demasiado interesada en lo que hacía para discutir—. ¡Muy buena idea!
Salí de la habitación, y cerré la puerta, diciéndoles que no hicieran demasiado ruido por si alguien venía.
Porque, como ya he indicado, yo soy un tipo de «por si acaso», y contemplarlos en el acto no me estaba haciendo ningún efecto. Podría mirarlos durante horas, si ellos hubieran aguantado ese tiempo —y a juzgar por el entusiasmo que sentían el uno por el otro, probablemente podrían—, y yo sabía que eso me dejaría igual, sin cambios. Que permanecería tan frío como un iceberg.
Me lavé en el cuarto de baño y me peiné. Quiero decir, cardé mi lana tanto como me fue posible.
Me dirigí hacia el mueble bar, lavé las copas y lo limpié todo. Después eché un poco de ambientador, algo innecesario, quizá, puesto que los apartamentos del complejo disponían de aire acondicionado. Después mastiqué unas hojas de menta para quitarme cualquier olor a bebida que pudiera quedarme en el aliento.
No puedo explicar por qué hice todo eso. La única explicación que se me ocurre es que tenía una premonición. Y cuando eso me sucede, le hago caso.
Y fue un puñetero gran acierto.
Apenas cinco minutos después de sentarme a la mesa del comedor, con los libros abiertos y haciendo ver que estaba tomando notas, oí que la puerta de entrada del edificio se abría y unas fuertes pisadas que subían por las cortas escaleras hasta nuestro apartamento.
Me moví rápido, pero habían llamado media docena de veces a la puerta antes de que yo pudiera abrir.
—¡Pero si es el sargento Blair! —exclamé—. Por favor, pase.
Era lo último que yo deseaba que hiciera, pero su expresión me dijo que iba a entrar, tanto si se le invitaba como si no.
Pasó ante mí, y se detuvo en el salón para echar un vistazo a su alrededor.
—Está bien —dijo volviéndose hacia mí—. ¿Tengo que registrar todo el apartamento o me dices dónde está?
—No lo entiendo —contesté—. ¿Dónde está quién?
—¡No te hagas el tonto conmigo, niñato! —Me golpeó en el pecho con su grueso dedo—. Me caes bien hasta cierto punto, aunque siempre te ocurre algo extraño. Nunca es culpa tuya, pero dondequiera que estás empiezan a suceder cosas. De modo que si no me dices donde está Josie…
—No la he visto desde anoche —repuse—. ¿Qué le hace suponer que está aquí?
—¿No lo sabes, eh?
—No, no lo sé —dije.
Me miró y después preguntó si me había dado cuenta de que Josie se encontraba mal la noche anterior. Había llegado a casa muy descompuesta.
—Esta mañana le pregunté si algo iba mal y me dijo que no se sentía bien. Así que he pasado ahora por el instituto para ver cómo se encontraba y no estaba allí. Me dijeron que se había sentido mal y se había ido a casa. Pero como no ha ido a casa, he pensado que habría venido aquí.
—¿Pero por qué? —pregunté—. ¿Por qué iba a hacer eso?
Frunció el ceño mientras buscaba en su mente las palabras apropiadas para responder. Entre tanto, yo tenía un oído atento a los sonidos que pudieran llegarnos desde mi cuarto. Gracias a Dios no se oía nada. Lizbeth y Steve se habían dado cuenta de la presencia de Blair, era de esperar con una voz como la suya, y quizás estaban mucho más asustados que yo.
—Muy bien —contestó finalmente el sargento a mi pregunta—. Te diré por qué Josie iba a venir aquí.
Y me lo dijo. Con toda la crudeza.
Indudablemente, yo era un tipo muy hábil (según él) y Josie demasiado confiada para su propio bien. Y ese malestar de ella, ese aspecto raro en la cara, pues, él había visto antes a chicas actuando de ese modo. Cuando se les había convencido con engaños para que hiciesen algo que no debían. Ya sabes, pensando que estaban enamoradas sólo porque sentían un cosquilleo en las bragas.
—Eso es lo que pienso, chaval —continuó—, y te digo…
—¡No!
Josie cruzó el umbral de la entrada y pasó al comedor.
—Yo soy la que te digo que no. Ninguna chica puede estar tan avergonzada de su padre como yo lo estoy de ti.
Blair se quedó mirándola, abriendo y cerrando la boca asombrado. Finalmente, su voz salió en un avergonzado chirrido para preguntarle dónde había estado.
—Justo detrás de ti —le contestó ella con frialdad—. Prácticamente contigo en un momento dado. Has salido del instituto a tal velocidad que casi me has dado un empujón. Te he llamado y ni siquiera me has oído. Esa sucia mente tuya estaba dispuesta a pensar lo peor de mí…
—Vamos, cariño… —se agitó, sin atreverse a mirarla, el rostro enrojecido de vergüenza—. Tú sabes que no me refería a eso. Tengo una manera de hablar un poco brusca… y…, y…, bueno, pero no fuiste a casa como dijiste en el instituto que harías.
Josie contestó furiosa que cómo era posible que hubiera tenido tiempo de llegar a casa antes que él con lo rápido que iba.
—Te he visto entrar y salir rápidamente, y después correr hacia aquí. Y sabía exactamente lo que estabas pensando. Esperaba poder llegar aquí antes de que quedases como un tonto; pero —terminó con amargura—, indudablemente, no he tenido éxito.
Blair murmuró que lo sentía.
—Dios mío, no puedo decirte cuánto lo siento, cariño. —Me miró—. Acepta tú también mis disculpas, hijo. En lo que a Josie se refiere, pierdo el control. Siempre me ha ocurrido lo mismo.
—Está bien, señor —respondí—. No son necesarias las disculpas.
—Muy amable por tu parte —murmuró—, pero a pesar de eso…
—A pesar de eso —lo interrumpió Josie—. ¿Por qué no te vas antes de que digas otra estupidez?
—Claro, claro. Lo que tú quieras, cariño. ¿No vienes tú también?
—No. Esta noche ceno otra vez con Allen.
—Respecto a eso —dije rápidamente—, me encantaría que te quedaras a cenar, Josie, pero seguramente mi madre vuelva pronto y tengo mucho que limpiar y…
—Seguro que sí —replicó ella con una nota amenazadora en su voz—. Hay mucha basura que limpiar, y voy a ocuparme de que la limpies. —Se volvió hacia su padre—. ¿No dijiste que te ibas?
Él se fue. Tan rápidamente que levantó brisa al salir.
Josie me lanzó una fija y larga mirada con los ojos brillantes de ira. Después, su mano se movió rápidamente y me propinó una dura bofetada. Retrocedí preguntándole por qué diablos había hecho eso. Apenas había terminado de hablar, cuando me abofeteó de nuevo.
—¿Quieres preguntarme otra vez por qué lo he hecho? —preguntó—. ¡Adelante, pregunta y verás lo que recibes!
—No, gracias —respondí—. Pero estaré encantado de escucharte si quieres explicármelo.
—La explicación —dijo fríamente— es que cada vez que alguien se salta una clase se recibe de inmediato un aviso en la oficina. Ésa es una parte de la explicación. La otra está aparcada a media calle de aquí. El coche de Steve Hadley. Y si te atreves a decirme que él y Lizbeth no están aquí… Si te atreves, señor Allen Smith…
No tenía ni idea de lo que iba a decirle porque era una de esas cosas para las que no hay una respuesta satisfactoria. Sin embargo, no tuve necesidad de responderle porque, de repente, hubo un gran estruendo en mi dormitorio, que no podía ser otra cosa que mi cama se había venido abajo, e inmediatamente después de un largo momento de silencio, se oyeron las risitas de Lizbeth y las carcajadas de Steve.
Josie cruzó el salón de un salto y entró en la habitación. Un gemido se escapó de sus labios, el sonido de un animal enfurecido. Cerré los ojos, mientras rezaba a todos los demonios que puedan haber, y volví a abrirlos de mala gana cuando oí los gritos de dolor de los Hadley.
Estaban atascados en la entrada del dormitorio, aún como su madre los trajo al mundo, naturalmente. Habían querido salir con tanta prisa que se habían atascado. Y Josie, utilizando un cinturón que debía de haber encontrado en los pantalones de Steve, estaba azotándolos con todas sus fuerzas.
Al fin lograron liberarse, y escaparon hacia el cuarto de baño. Josie recogió la ropa y se la tiró al suelo del baño.
—Asquerosos, sucios, podridos… —Se dejó caer en el sofá donde yo estaba sentado. Su pecho se movía con la emoción—. ¿Cómo has podido hacer tal cosa? ¿Cómo has podido, Allen?
—¿Yo? —pregunté—. ¿Qué es lo que he hecho?
—Pues…
Lo pensó durante un momento. Después de todo, yo estaba vestido y en perfecto orden. En apariencia no había hecho otra cosa que ocultar el vergonzoso espectáculo de los asquerosos, sucios y podridos Hadley.
—Bien —dijo vacilante—. ¿Por qué les has dejado venir? Tienes que haberles animado a ello de alguna manera.
—Les invité a cenar —expliqué—. Casi me obligaron a ello. Pero eso fue cuando pensé que mi madre estaría aquí. Desde luego, hoy no los he invitado.
Lo que era verdad. Lizbeth se había limitado a anunciar que vendrían.
—Bueno… —Otra pausa—. Pero no era necesario emborracharles, ¿verdad? Son bastante desagradables sin necesidad de ello.
—¿Quién dice que los he emborrachado? Dios mío, Josie, llegas a las conclusiones a la misma velocidad que tu padre.
—Pues no hay duda alguna de que se han emborrachado en alguna parte.
—Eso es algo que nadie puede negar —respondí cansadamente—. ¿Cuántos bares y bodegas hay en Nueva York? ¿Cincuenta mil? ¿Cien mil? En todos esos lugares pueden haber comprado la bebida que me acusas de haberles hecho tomar.
Me dio una palmadita en el hombro y un rápido beso en la mejilla. Después me sonrió por primera vez.
—Vamos, Allen, no te culpo de nada… Estaba casi convencida de que tenían toda la culpa, ¡par de cerdos! Pero quería estar segura. Después de todo, tú eres mi amorcito, y no podría soportar que… que…, bueno, ya sabes.
—Tú sabes que no es posible —le dije—. Soy impotente.
—No con la chica adecuada —contestó con voz firme—. Conmigo no. Lo sé, y te lo demostraré esta noche.
—No —dije—. Tu padre podría volver.
—No hay probabilidad alguna. —Negó con la cabeza—. No podría acercarse ni a cinco manzanas de distancia sin hundirse bajo el pavimento de vergüenza.
—La respuesta sigue siendo no —repliqué—. ¿Recuerdas lo que te dije anoche, Josie? No soporto sentirme avergonzado, y cuando no soporto algo, no lo soporto en absoluto.
—¡Bah! —contestó—. Lo harás estupendamente.
Después de quince minutos o así, Lizbeth y Steve salieron del cuarto de baño. Tenían un aspecto bastante desastroso, y debían de sentir que no valían dos centavos; pero, a pesar de todo, se las habían arreglado para recuperar una buena parte de su acostumbrado aplomo y su aspecto normal de superioridad.
Al pasar por delante de Josie y de mí, Lizbeth hizo un gesto de desprecio con la cabeza y murmuró algo sobre basura. Steve torció la boca despectivamente, como sorprendido de encontrarse en compañía de alguien de clase tan baja. Al salir cerraron la puerta de golpe, dejando a Josie soltando chispas de ira.
—¡Cochinos pretenciosos! Sé que te han puesto en el compromiso, Allen, pero no entiendo cómo has podido soportarlos ni por un minuto.
—Tal vez por lástima —respondí, encogiendo hombros—. Y por esperanza y envidia, una serie de emociones mezcladas. Supongo que cada uno quería algo de los otros dos, y ése es un punto de partida muy malo para una relación.
—¿Qué? —Arrugó el ceño—. Creo que no lo entiendo, Allen.
—Tampoco yo —contesté—. Y eso nos da una historia del mundo resumida en unas pocas palabras mal halladas. ¿Por qué no nos olvidamos ahora del asunto y pensamos en lo que vamos a cenar?
Nos decidimos por unas costillas de cerdo rebozadas, que dijo que eran una de sus especialidades, con puré de patatas y ensalada de piña y queso. Como era muy temprano para empezar a prepararlo todo, se puso a hacer otras cosas y yo fui a mi vestidor, que había preparado para que me sirviese de cuarto oscuro para revelar fotografías.
Al cabo de unos veinte minutos llamó a la puerta y dijo que necesitaba mi ayuda para volver a montar la cama. Le pedí que se olvidara de la cama por el momento y mantuviese cerrada la puerta del vestidor.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó—. ¿Qué es eso que huele tan raro?
—Ácido hidroclorhídrico. Estoy revelando unas fotografías —contesté.
—¿Qué clase de fotografías?
—La calidad no es muy buena —dije—. Pero resulta aceptable si se tienen todos los factores en cuenta. Tengo una cámara de mil quinientos dólares metida en un sitio que no es más grande que una caja de cerillas. Pero he podido enfocarla o medir la luz, así que…
—¿Puedo verlas?
—Dentro de un rato. Primero deben secarse.
Conseguí tres fotos bastante buenas de Lizbeth y Steve en tres posturas diferentes. Las colgué para que se secaran, me deslicé fuera de la habitación y cerré la puerta rápidamente.
Ayudé a Josie a armar mi cama, y cambiamos las sábanas. Me lanzó una mirada provocativa y me dijo que posiblemente tendríamos que volver a cambiarlas antes de que la noche acabara. No tuve ánimos para empezar a discutir con ella de nuevo, así que simplemente no dije nada.
Empezó a preparar la cena y yo puse la mesa. Después regresé al cuarto oscuro y, al ver que las fotografías se habían secado ya, encendí la luz.
Estudié las desnudas imágenes de Lizbeth y Steve. Todo había sido captado por la máquina en el espacio de unos segundos. Las ampliaciones habían salido mucho más claras de lo que cabía esperar, y nadie que las viera tendría la menor duda de lo que el hermano y la hermana Hadley estaban haciendo.
Continué estudiando las tres fotografías y no me produjeron el menor cosquilleo. ¿Cómo había esperado que lo lograran? Si la realidad no había provocado nada, ¿por qué iba a hacerlo una instantánea?
Decidí guardar una de las tres, la que tenía los detalles más claros. Seguro que encontraría la oportunidad de utilizarla, conociendo tan bien a Lizbeth y Steve. Detrás de mí, la puerta se abrió silenciosamente y sonó una exclamación ahogada de Josie.
—¡Allen! ¿Qu… qué están…?
—Están haciendo exactamente lo que parece —respondí.
—Pe… pero… quieres decir que él se lo está haciendo por…
—Sí —contesté.
Se quedó contemplando las fotografías como hipnotizada, mientras lentamente, casi sin darse cuenta, se apretaba más y más contra mí. Luego me cogió la mano y, poniéndola sobre su trasero, apretó la punta de mis dedos en la hendidura de sus nalgas.
—¿Qui… quieres decir… ahí?
—Sí —respondí sin inmutarme.
—Pe… pero… pero ¿no hace muchísimo daño?
—Supongo que sí —repuse—. Aunque la línea que separa el placer del dolor es muy estrecha.
Contempló la fotografía un largo rato más. Sus ojos se nublaron y la respiración le distendió la nariz. Después me rodeó con sus brazos y me besó con los labios rígidos.
—¡Espera aquí! —me dijo fieramente—, puedes empezar a quitarte la ropa. Te avisaré cuando esté lista.
—No. Por favor, Josie, no —supliqué.
—¡Cállate! —me ordenó—. Tú haz lo que yo te he dicho.
Y lo hice. Ella se había ganado ya lo que iba a darle; pero me gustaba, no, la amaba a pesar de mi odio, así que, ¿por qué no hacer algo especial por ella?
Me llamó casi antes de que hubiera terminado de desnudarme.
Entré en el dormitorio, que estaba casi a oscuras, ya que había cerrado completamente las cortinas, y la encontré como sabía que la encontraría.
La cabeza en las almohadas. El trasero hacia arriba. La rodillas separadas.
Me coloqué en la cama detrás de ella.
No sentía la menor excitación y puesto que me era imposible equiparme con lo necesario para el acto sexual, lo sustituí por mi dedo pulgar. Por supuesto, ella no podía ver lo que sucedía y, con su ignorancia, tampoco sabía qué esperar. De modo que, para ella, todo resultó sumamente satisfactorio, hasta donde puede serlo una cosa así.
Sintió agonía y éxtasis, y en una mezcla de alegría y dolor, llegó de inmediato al orgasmo.
«Médico», pensé con amargura, «cúrate a ti mismo. Enfermo, ten cuidado de no convertirte en médico».
Ella había estado decidida a ayudarme a mí, y yo, el más maldito de los tontos malditos, había metido la mano en aguas tranquilas y había sido atrapado por una ninfómana latente.
Estuvo mucho tiempo en el cuarto de baño.
Salió y me lanzó una mirada tímida y maliciosamente sexy.
—He tenido que hacerme una pequeña compresa de papel —dijo con voz profunda—. Me has hecho sangrar una barbaridad.
—¿Qué esperabas? —pregunté.
—Ha estado muy bien —dijo con suficiencia—. Tendremos que hacerlo muchas, muchas veces.
Le contesté que quizá cambiara de idea después de haber estado sentada un rato, pero insistió en que no sería así.
—Tú siéntate y no hagas nada mientras preparo la cena —dijo.
Me senté y no hice nada mientras preparaba la cena. Hacía un pequeño gesto de dolor cuando se movía de un lado a otro, pero toda ella brillaba de felicidad.
Había sido humillada, incluso torturada, pero estaba llena de alegría, era una mujer satisfecha.
Cuando la acompañé hasta su casa esa noche, me dijo que vendría al día siguiente y haríamos más «cosas agradables». Veté esa idea firmemente y lo mantuve. Mi madre podía regresar al día siguiente (o al menos eso fue lo que le dije) y podía armarse una muy gorda si nos pillaba.
—Bueno… —Estaba desilusionada—. Mi padre trabaja de día la semana que viene. Podrías pasar después del instituto y podríamos… —Se interrumpió con un gemido de pena—. ¡Oh, mi amor! ¡No creo que pueda esperar tanto tiempo!
—¿Y qué te parece esta noche? —pregunté—. Tu padre no estará en casa esta noche, ¿no es así?
—Bueno… esto… no. Pero acabamos de hacerlo y… ¡Sí! —exclamó—. ¡Hagámoslo!
Se quitó la ropa en el dormitorio, deseando mostrar su desnudez y someterse humildemente a mis deseos. Había una adoración enfermiza en sus ojos mientras la amordazaba con un pañuelo y le ataba las manos a la espalda.
Le dije que se acostase en la cama y obedeció sumisa.
Me arrodillé a su lado y le di un puñetazo en el estómago.
Se le escapó todo el aire de repente y pensé que no iba a volver a respirar. Pero lo hizo, y yo la golpeé de nuevo.
Seguí el tratamiento: la dejaba cada vez sin respiración, permitía que la recuperase y le volvía a golpear.
Cuando finalmente la solté, se tendría que haber puesto histérica, pero no le quedaba ni aire ni voluntad para ello.
—Ahora te lo voy a decir muy claro —dije—. Has probado el sexo y quieres más, o crees que lo quieres, que es lo mismo. Pero tendrás que obtenerlo de otro. Te sugiero Velie, que parece bastante entusiasmado contigo, y tenéis muchas oportunidades para estar juntos.
—Se lo vo… voy a de… decir a mi padre —sollozó—. ¡Te matará!
—No me importaría —contesté—. En realidad, es posible que haya pasado una buena parte de mi vida tratando de que me maten. Pero de todos modos, ¿qué es lo que le dirías? ¿Que te dedicaste a incitarme hasta que te pegué?
—Bu… bu… bueno. ¡Ya me vengaré! ¡Espera y verás!
—Cariño —dije—. ¿Crees que no te has vengado de mí ya? No puedes hacerme más de lo que me has hecho, y serías muy tonta si lo intentaras. Dedícate a pensar en ti, y en cómo obtener lo que deseas. Piensa en Velie.
La dejé y me fui a casa.
Durante varios días después de mi vuelta al instituto, su actitud hacia mí fue variando de dolida a fría. Luego, una mañana, después de haber trabajado hasta tarde el día anterior, cambió.
En su cara había un aspecto de plácida satisfacción, y se notaba que no pensaba nada en mí. En lo que a ella se refería, yo había dejado de existir. Un recuerdo embarazoso que estaba dispuesta a borrar.
Velie. ¡Voilà!
Mientras tanto…