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Dormí muy mal esa noche. La muerte del bebé de los Sanders me había parecido algo tan irreal que casi no me causó ninguna impresión cuando me lo dijeron. Y no fue hasta horas más tarde, al hallarme solo en la oscuridad del apartamento, que la reacción apareció con toda su fuerza. Me deslizaba brevemente hacia el sueño y entonces me despertaba de golpe, gruñendo y gimiendo en voz alta. Me senté en la cama, moviéndome hacia atrás y hacia delante, en una agonía llena de remordimientos, mientras hondos sollozos convulsos recorrían mi cuerpo, y lloré hasta que no me quedaron lágrimas.

Un bebé. ¡Había matado a un bebé! Fue un accidente, por supuesto, pero…

¿Pero lo era? ¿No tenía mi madre la misma responsabilidad que si me hubiese empujado contra el cochecito, tirando al bebé a la acera? Si ella no me tuviera siempre tan alterado, y yo hubiera estado menos preocupado con el lío en el que me había metido aquel día…, bueno, yo podría haber visto el cochecito a tiempo de evitar la colisión.

Mi madre había tenido la culpa. Al igual que todo lo malo que me ocurría a mí y les ocurría a los que se relacionaban conmigo. Si la hubiese tenido cerca de mí en ese momento, con mis manos apretando su garganta…

Reflexioné sobre eso. Sentarme sobre sus senos desnudos y estrangularla lenta, muy lentamente. Cuando estuviera casi sin vida, yo dejaría de apretar, permitiendo que respirase otra vez, hasta que se hubiera recuperado por completo. Entonces volvería a apretar, llevándola hasta el borde de la eternidad, antes de permitirle respirar de nuevo. Y seguiría, y seguiría.

La mataría, una y otra vez. Casi la mataría. Moriría y volvería a vivir para morir otra vez: el destino que ella me había impuesto. Y constantemente, durante todo el procedimiento, yo la «besaría y haría las paces». Dándole la ternura de la tortura, el amor que era odio.

Besarnos y hacer las paces

Reí, reí y lloré, en la duermevela del agotamiento, mientras imaginaba lo que iba a hacer con ella, decidiendo por última vez que no iba a satisfacer mi deseo de un estrangulamiento lento.

Eso sería demasiado fácil, demasiado bueno para ella. No era lo bastante doloroso. Le daba una cierta dignidad, a ella, que yo no iba a permitir que tuviera.

Seguí haciendo planes, tratando de pensar el castigo que le infligiría cuando llegara el momento. Aún estaba pensando en ello y empezaba a sentirme muy cerca de la respuesta, cuando la claridad del amanecer se filtró por los bordes de las persianas. Y caí, al fin, en un profundo sueño.