11

Estaba preparando una jarra de martini con vodka cuando sonó el teléfono. Lo dejé sonar hasta que hube terminado de mezclar los contenidos de la jarra y hube tomado una prudente muestra de mi trabajo, ya que mi experiencia me decía que los teléfonos son sólo una fuente de malas noticias, y ya había recibido bastantes. No obstante, cuando el persistente timbre empezó a aburrir a mis oídos, levanté el auricular y solté un cortante «Hola».

—Allen —era mi madre—, ¿dónde narices estabas?

—Siguiente pregunta —respondí.

—¡Contéstame, Allen!

—Oh, por el amor de Dios —dije—. Estaba en el retrete, y si quieres saber lo que estaba haciendo allí, mineral o sólido y la cantidad exacta…

Me interrumpió con un «¡Allen!» lleno de reproches y añadió que el señor Velie la había llamado, y que al parecer yo había tenido un día muy duro.

—Así es —contesté—. Así que, adelante, empeóralo.

—Allen —dijo de nuevo—. El señor Velie me explicó que eres inocente en el asunto y que te expulsó, más o menos, porque no podía hacer otra cosa. Así que no pasa nada, cariño. Me supone un problema, tu expulsión, quiero decir, justo en este momento. Pero…

Su problema, que ya había surgido antes, era de semántica, hasta donde yo podía comprender. ¿Qué hacer conmigo, cuando tenía negocios fuera de la ciudad, como en la presente circunstancia? Era imperativo que se fuera, mas ¿cómo marcharse dejándome solo?

—Igual que lo has hecho otras veces —repuse—. Haz lo que tengas que hacer, es decir, marcharte. Y yo haré lo que tengo que hacer, es decir, quedarme solo.

—Pero esta vez es diferente, cariño. No estarás en el instituto, ni tendrás ninguna otra forma de pasar el tiempo. Y yo puedo estar varios días fuera. Quizá todo el fin de semana.

—Mira —dije—. Es un problema de fácil solución. O te vas o te quedas. Y no te preocupes por si no encuentro nada que hacer. De momento, voy a limpiar este lugar a fondo, porque quiero invitar a gente a cenar el viernes o el sábado.

—¿Quién? —dijo con voz aguda—. ¿Qué gente?

—Otros negros —respondí—. Dos hermanos, Lizbeth y Steve Hadley. Y es posible que su padre también, un médico y cirujano.

Hubo un denso silencio, que al fin rompió.

—Oh. Oh, ya veo.

—¿Ocurre algo? —pregunté.

—Oh, no. Sólo estaba pensando…, tratando de recordar, quiero decir. Habías mencionado ya a ese chico y a su hermana, ¿verdad?

—Puede ser —dije—. No pensaba que lo hubiera hecho, pero…

—¿Te portarás bien, verdad, cariño? ¿No causarás problemas, ni harás nada que no debas?

Dejé escapar un quejido y le pregunté por qué no olvidábamos todo el maldito asunto. En cualquier caso, a mí me daba igual.

—Ya te he dicho que es probable que su padre venga. El médico. Es uno de esos trepadores sociales de mierda y ha educado a sus chicos en consecuencia, y va a considerar esto como un gran honor para todos ellos. Se supone que yo soy de su clase, ¿lo ves? Y tú eres la reina. En cualquier caso, seremos cuatro, a no ser que el doctor empiece a dispararnos o se dedique a despedazarla con su escalpelo.

—Bueno, cariño, no sigas. Desde luego que no me importa que los invites. Creo que si yo estuviese en casa sería mejor, pero ya que no puedo…

—Bueno, no estoy seguro de que vaya a invitarlos —dije—. Todavía no me he decidido.

—Pero quiero que lo hagas —contestó ella, y parecía decir la verdad—. Por favor, invítalos. Te hará bien tener compañía y…, bueno, puede resultar interesante. Ya me lo contarás cuando vuelva a casa.

Lo dejamos ahí. Siempre tenía una maleta con ropa en su despacho, así que nos despedimos por teléfono, después de que le repitiera mi promesa por enésima vez que sería bueno, y colgué.

De hecho, yo había revisado mis planes para los Hadley, y tenía toda la intención de tratarlos muy bien. Por un lado, Liz. La forma en que habíamos estado juntos. No se le puede dar una patada en la boca a una chica después de una cosa semejante, aunque no hubiera seguido hasta el final habitual. E invitarla a cenar sería una sencilla forma de desilusionarla con suavidad. Y también estaba el doctor. No suelo drogarme, motivo por el que sólo con probar los diferentes fármacos para identificarlos me habían hecho tanto efecto, pero siempre puedo encontrar usos interesantes para ellos. Y tener un fácil acceso a las drogas requería los buenos oficios, literal y figurativamente, del doctor Hadley.

Me serví otro martini, que terminé con la caída de la tarde. Traté de pensar qué podía cenar pero no se me ocurrió nada. Así que, a falta de nada mejor que hacer, pedí a Información el número de teléfono de los Hadley y los llamé.

Nueva York se ha ido al diablo durante los últimos años. El potencial para cagarla estaba siempre presente, supongo, en sus viejas instalaciones y en sus constructores, muertos desde hace mucho tiempo. Una casi total falta de planificación y la corrupción política, que había convertido los planos de los ingenieros en un hazmerreír —planos falsos que mostraban la existencia de instalaciones vitales, o que reflejaban la terminación de lo incompleto, o que simplemente mentían en varios detalles debidos a la holgazanería de sus autores o a su incompetencia. De cualquier forma, el pasado enfermo y vergonzoso de la ciudad estaba mostrándose en una plaga de derrumbes y confusiones, un enredo, considerado como tal desde el mejor punto de vista, y que, en su mejor momento, no había sido más que un caos ordenado. Y de la misma manera que no había causa aparente para ello, tampoco existía un antídoto.

Me salió un número equivocado en mi primera llamada a los Hadley. Un número equivocado en la segunda. Y un número equivocado en la tercera. Estaba dejando pasar un poco de tiempo y tomándome otra copa cuando el teléfono sonó y la voz de Lizbeth me llegó a través de la línea.

Me dijo que estaba llamándome desde una tienda de dulces cercana a su apartamento, y me pareció confusa y furiosa y un poco asustada.

—Algo ha sucedido, Allen. Creo que papá sabe lo nuestro.

—¿Sabe lo nuestro? —contesté imitándola—. ¿Qué es lo nuestro?

—Bueno…

—En realidad no hay nada, muñeca. Jugueteamos un poco, pero eso fue todo.

—Estoy segura de que sabe que estuvimos en su consulta. Casi con toda seguridad. Y creo que debe de haber encontrado algo que le ha dado la idea de…, ya sabes…, lo que fuimos a hacer allí.

«Lo que yo fui a hacer», pensé. «Lo que yo hice. A su provisión de narcóticos. Nunca pensé que se daría cuenta del robo. Al menos, no tan pronto, pero…»

—Cuéntamelo todo, Liz —le pedí—. ¿Qué fue lo que pasó?

—Steve empezó, ¡maldito sea! Le dijo a papá que lo habías enviado a buscar paté de importación, y que había estado buscándolo dos horas sin encontrar nada. Así que papá tuvo curiosidad, por supuesto. Un chico de instituto comprando algo así… Y quiso saberlo todo sobre ti. Quién eras y quiénes eran tus padres, es decir, tu madre, y, bien, en ese momento tuvo que ir a atender a un paciente a la consulta, y tardó mucho rato. Cuando salió de su despacho, nos hizo un montón de preguntas más, y por último dijo que tú no parecías la clase de chico que debíamos tratar y que no debíamos tener que ver nada contigo de ahora en adelante.

—¿Eso es todo? —pregunté.

¿Todo? ¿No te parece suficiente? Pero no, no es todo. Ha mandado a Steve que te escriba una nota diciendo que no podremos ir nunca a cenar.

Dije que me parecía terrible, ya que me moría de ganas de verla otra vez, y que mi madre estaba fuera. Y pensé: «Bien, Al, finalmente vas a tener un descanso. Parece ser que el doctor quiere ponerte en cuarentena».

—Allen, cariño —dijo—. Tengo que despedirme de ti ahora.

—Adiós —reprimí un bostezo—. Adiós, Liz, cariño.

—Mañana faltaré a alguna clase por la tarde. Te veré cuando acaben las clases de la mañana.

—Espera un momento, ¡por el amor de Dios! ¡No puedes hacer eso, muñeca! Tu papá puede enterarse y armarla muy gorda.

Hizo un sonido de desprecio.

—No se enterará. Nunca pensaría que alguno de nosotros osara desobedecerle.

—Steve podría decírselo. Parece estar bastante sometido a tu padre.

—Sometido a mí. Steve hará todo lo que yo le mande. De cualquier manera, irá por tu casa un poco más tarde, después de que su interrogatorio haya terminado.

Dudé, tratando de pensar en alguna otra objeción. Mis huellas dactilares se hallaban por todo el cajón de los narcóticos, y yo parecía estar colgando sobre una gran olla de mierda, dentro de la cual el doctor Hadley me podía soltar en el momento que quisiera.

Lizbeth malinterpretó mis dudas.

—Allen, nosotros podíamos ir a tu apartamento, ¿verdad? Quiero decir, con la dirección de los apartamentos. No restringen las visitas de personas de color sólo a las noches, ¿verdad?

—Bien, de hecho —dije viendo una salida—, la dirección no…

Me cacé a mí mismo de repente, sorprendido por lo que ella había dicho acerca de Steve, que lo tenía sometido y que él haría exactamente lo que ella quisiera. Porque eso no era habitual, ¿verdad? Los chicos de esa edad están muy sensibilizados en lo que se refiere a cualquier amenaza a su autoridad, y que Steve obedeciera las órdenes de una hermana más joven…

—De hecho —dije—, a la dirección no le importa en absoluto. Seréis más que bienvenidos. Sólo asegúrate de que Steve venga por aquí tan pronto como pueda. Hará mejor impresión, sabes, en el caso de que alguien apareciera por aquí inesperadamente.

—Comprendo —dijo—. Por supuesto, yo quisiera que estuviéramos solos un ratito al menos.

—Yo también —repuse—. Quizá pueda afeitarte.

Aspiró aire con sobresalto, o hizo ver que se sobresaltaba. Entonces, se echó a reír.

—¡Chico malo, chico malo! Buenas noches, cariño. Tengo que irme.

—Buenas noches —me despedí.

Colgamos y miré, pensativo, mi copa de martini, preguntándome, preguntándome ¿sí o no? Y, por último, decidiendo que valía la pena arriesgarse a invitar a Liz y a Steve al apartamento.

Las cosas podrían cambiar para mí.

Podrían devolverme lo que mi madre me había quitado.

Cuanto más pensaba sobre ello, más me excitaba. Iba a servirme otro martini, pero retiré la mano y me levanté. Llevé la jarra y la copa a la cocina y vacié su contenido en el fregadero. Ya estaba algo bebido y me faltaba muy poco para emborracharme. Y al día siguiente no podía permitirme tener resaca.

No podía estar impedido en forma alguna.

Lavé la jarra y la copa y las coloqué de nuevo en la estantería. Abrí la puerta de la nevera y miré su contenido. Entonces saqué un enorme chateaubriand. Lo que quiero decir es que era realmente enorme, porque había planeado comérmelo con mi madre para cenar, y a mí, a veces, me gusta picar algo antes de ir a la cama.

Lo puse sobre la parrilla y encendí el gas. Esperé mientras se cocinaba, oliendo los ricos jugos y sintiendo que la boca se me hacía agua como respuesta.

Cuando estuvo casi hecho, calenté una enorme bandeja en el horno y coloqué los cubiertos y platos en la mesa del comedor. Después saqué la carne y la llevé a la mesa. Y casi se me cae.

Sobresaltado por la abrupta y firme llamada a la puerta.

Inspiré profundamente para calmar mis nervios. Para tratar de calmarlos. Entonces fui hacia la puerta y la abrí.

Era el sargento Blair. Parecía bastante serio, y con una expresión dura en el rostro.

—Quiero hablar contigo —gruñó—. ¿Está tu madre?

—N… no —tartamudeé—. Qué… qué…

—Entraré y la esperaré —repuso.