10

Liz y Steve Hadley también se hallaban en la sala de estudio durante la última hora ese día y salimos juntos hacia su coche. Ya se habían enterado de mi expulsión, no por Josie Blair, sino por la charlatanería de Egger. Y estaban totalmente de mi lado, e insidiosamente preocupados por sí mismos.

Era probable que mi madre se enfadara mucho conmigo, ¿no era así?

Seguro que no me permitiría tener invitados en el apartamento durante muchísimo tiempo, ¿verdad?

Dije que por supuesto que me lo permitiría. Mi madre era muy comprensiva en lo que a mí concernía. Y ella jamás se opondría a algo que yo quisiera hacer.

—Sólo espero que sea suficiente que invite a vuestros padres por teléfono —expliqué—. Es una persona tan ocupada que escribir una invitación resultaría una carga para ella.

Contestaron que por supuesto una invitación verbal sería más que satisfactoria. Una breve llamada al doctor S. J. Hadley, a él, no a su madre (que nunca iba a ningún sitio).

—Estupendo —contesté—. Me ocuparé de ello.

«Y de vosotros también, bastardos orgullosos», pensé.

Liz se apretó contra mí, dejando descansar sobre mi muslo una de sus manos, cuidadosamente pintadas. Mientras Steve miraba con diplomacia hacia el otro lado, di un ligero mordisco en la oreja de Liz, que soltó una risita y se apretó más contra mí. Resultaba evidente que se había resignado a que me la follara. Sí, incluso había llegado al punto de esperarlo con impaciencia.

Llegamos a la parte de la ciudad llamada Woodside y nos detuvimos frente a una casa de apartamentos de aspecto impresionante. La consulta de su padre —del doctor Hadley— se hallaba en la planta baja, en una esquina, señalada por una sencilla placa de metal en un lado de su entrada de ladrillos de tracería:

Dr. S. J. Hadley

Médico y cirujano

Horas de visita

De 9 a 11 de la mañana

De 7 a 9 de la tarde.

La vivienda familiar estaba situada detrás de la consulta y disponía de su propia entrada. Tenían un total de seis habitaciones, hecho que Steve y Liz me señalaron unas cuatro o cinco veces, mientras me enseñaban el lugar. Terminamos en una enorme cocina, costosamente equipada. Steve abrió la puerta de la nevera y me preguntó qué refresco quería beber.

—Oh, sólo algo simple —repuse—. Un poco de whisky con soda y paté.

Intercambiaron miradas sobresaltadas y Steve tragó de forma audible. Entonces, tratando de aparentar despreocupación, dijo que tenían algo de whisky (el de su padre, por supuesto), pero, esto…, ¿paté? ¿Paté?

—Fuagrás sería suficiente —dije—. Prefiero el de importación, el francés, por supuesto, pero si sólo tenéis del nacional…

Me interrumpí mirándoles a ambos. Hice un ligero guiño a Liz y vi una mirada de comprensión en sus ojos. Entonces me volví hacia Steve, saqué la billetera y le metí un billete de veinte dólares en la mano.

—Hay una pequeña tienda de delicatessen en el cruce de la calle 85 con la Séptima Avenida —dije—. O quizá sea la calle 75 y la Octava Avenida… No importa, la tienda se llama Angelo, y es el único lugar de Nueva York donde se puede encontrar un buen paté de hígado de pato auténtico.

Steve no se hubiera asombrado más si le hubiese pedido que se fuera de viaje al Paraíso y se meara en el bolsillo de san Pedro.

—Pe… pero… ¡eso está en Manhattan! —Sacudió las manos desesperadamente—. ¡En la otra punta de la ciudad! Tendría que cruzar por el puente de la calle 59 y… y tú ni siquiera estás seguro de la dirección…

—Steve —dijo Lizbeth—. ¡Steve!

—… y quién sabe cuándo volveré a casa. Por supuesto que quiero que estés cómodo, Al, pero…

¡Steve! —exclamó Lizbeth.

—Esto… ¿sí? —Giró la cabeza de golpe—. ¿Qué quieres, hermanita?

—Allen es nuestro invitado. Estoy segura de que cuando seamos sus invitados, no pondrá excusas para cumplir sus deberes de anfitrión.

Eso puso fin a la discusión. Steve se puso en camino en menos de un minuto, hacia la calle 85 y la Séptima Avenida o hacia la calle 75 y la Octava Avenida. O a donde fuera. Yo no sabía dónde estaba Angelo, excepto en mi imaginación.

Liz señaló con timidez hacia la nevera y me preguntó si quería comer algo. Le respondí que quizá más tarde, pero que en ese momento me apetecía hacerlo de la forma más normal.

Me miró sin comprender, aparentemente sin captar el significado de mis palabras. Así que parecía que de verdad era virgen. La tomé de la mano y la llevé a través del apartamento hasta la puerta de la consulta. Iba a hacer girar el pomo cuando ella se echó hacia atrás, alarmada.

—¡Papá no nos permite entrar ahí! De todos modos, está cerrado.

Le dije que no se preocupara. Saqué un trozo de celuloide de mi bolsillo. Creo conveniente ir siempre preparado. Y siempre lo estoy para cualquier situación, desde rajar a un negro con una cuchilla de afeitar hasta dar golpes en el culo a una zorra con una porra.

Logré abrir la cerradura con el trozo de celuloide y tiré de Lizbeth para hacerla entrar. Además del despacho principal y del área de recepción, había un cuarto de rayos X y otros dos para los reconocimientos. Llevé a Liz a uno de estos últimos y le dije que se desnudara.

Toda la ropa no, por favor. —Sus ojos me suplicaban—. ¿No podría ser sólo una pa… parte? Ya sa… sabes… dónde está.

—Ajá —dije—, pero puede haber cambiado de sitio. Lo hace muy a menudo, ¿sabes? Podría equivocarme y terminar en el bolsillo equivocado.

—¿Có… cómo?

—No te preocupes, querida. —La besé con suavidad en la frente—. Tan sólo quítate la ropa y yo haré todo lo que pueda por ti.

La dejé en el cuarto de reconocimiento, cerrando la puerta al salir. Entonces busqué en las vitrinas y los cajones del despacho principal hasta que encontré lo que buscaba. Para un ojo entrenado, y Dios sabe que el mío lo está, siempre resulta fácil de encontrar. Basta con dejar que la mirada lo recorra todo hasta que se posa en el lugar de aspecto más inocente. Y ése es el sitio: el cajón de narcóticos.

Forcé la cerradura con una sonda. Probé con la punta de la lengua el contenido de los distintos recipientes para localizar los que deseaba. Para entonces, estaba ya un poco colocado sólo de las pruebas que había hecho, así que rápidamente llené y sellé varios pequeños sobres, los distribuí por mis bolsillos y volví a cerrar el cajón con la sonda.

Fue justo a tiempo, porque ya se oía una temerosa e impaciente tos que provenía de la habitación donde Lizbeth esperaba. Abrí la puerta de golpe y allí estaba, tratando de cubrir su desnudez con las manos. Le aseguré que sus esfuerzos eran del todo innecesarios. Tenía casi tanto pelo en el puto pubis como en la cabeza.

—Si no lo tuvieras tan rizado —le dije mientras la ayudaba a subir a una silla de reconocimiento—, podrías hacerte un peinado a lo paje. ¡Imagínate! Ibas a ser la única chica negra en la ciudad con un coño a lo paje.

—Por favor —sollozó, desolada, al tiempo que intentaba taparse las tetas con las manos (que era como tratar de ocultar unas sandías con dedales)—. Só… sólo háblame con cariño.

—Se está usted poniendo histérica, señora —dije con severidad—. ¡Después de todo, la medicina no puede curarlo todo!

Todas las drogas que había probado me estaban ayudando mucho. Había llegado al cielo y empezaba a flotar.

Le puse los pies en los estribos y abrí éstos de tal forma que casi la parto en dos. Mientras se quejaba, casi gritando de dolor, le abrí bruscamente la vulva y miré con aire profesional su interior.

—Mmmm —murmuré, retirándome un paso y acariciándome pensativo la barbilla—. Vaya, vaya. Tal y como yo pensaba.

—¿Sucede algo? —preguntó entre lágrimas.

—Es posible.

—¿Po… posible?

—Me refiero a un caso único aparecido en el Boletín de la Asociación de Medicina de Norteamérica, y cuyo autor es un médico rural. En realidad era tan puñeteramente rural que su enfermera, a la que se follaba regularmente, ya que no tenía a nadie más que follarse, utilizaba una mazorca de maíz como papel higiénico. Al estar en continuo e íntimo contacto con ella debido a su continua e íntima jodienda, le indicó que sus partes apestaban como un excusado de mofetas, y le preguntó dónde se bañaba. «Señó dotó», le dijo (era una negra como tú, como puedes notar por mi acento), «ca noche me paro en la tina y lavo pa riba hata donde puco y pa bajo tó lo posible». «¡Ajá!», contestó el doctor, «pues esta noche, te sientas en la tina y te friegas todo lo posible».

Lizbeth lloraba desesperadamente. Dudo que oyese nada de lo que le había contado. La miré con atención, aunque ya no a nivel profesional. Le saqué los pies de los estribos, la cogí en brazos y la llevé al cuarto de reconocimiento, donde la coloqué suavemente sobre la mesa, y me arrodillé a su lado.

—Lo siento, cariño —dije, llorando un poco yo también—. Hueles de maravilla, como si todos los perfumes del mundo se hubiesen reunido en ti. Y eres bella, y estabas dispuesta a entregarte a mí, lo que es muy hermoso. Eres una perra orgullosa, aunque eso no es culpa tuya. Eres una pequeña pretenciosa, pero de eso tampoco tienes la culpa. Lo único que verdaderamente está mal soy yo, y, por mucho que lo desee, no puedo poseerte. No sé por qué, no lo sé con exactitud, pero… pero…

Yo sí sabía por qué.

Con toda exactitud.

Pero no podía confesárselo, ni a ella ni a nadie. Lo mejor era no decir nada y simplemente permanecer allí, llorando sobre su vientre desnudo, hasta que ella inventara el único motivo que puede satisfacer a una mujer.

—Lo entiendo, cariño —dijo con voz amable mientras deslizaba sus suaves dedos por mi pelo—. Me amas y no puedes hacerme daño. Para evitarlo estabas dispuesto a hacer que te odiara.

Yo lloraba, moqueando y sorbiendo, y, como no había otra cosa a mano, me limpiaba la nariz en la abundante masa de su vello púbico. Permaneció muy quieta durante un momento, y después —oh, tan suavemente— arqueó la espalda.

Vacilé, esperando para ver qué sucedía después.

Sucedió, y fue exactamente lo que uno piensa que va a suceder en una situación como ésa. Su cuerpo se acomodó, sus muslos se separaron más y hubo una suave y urgente presión sobre mi cabeza.

Ésa era mi señal para hacerme el tonto y actuar inteligentemente. U olvidarme de una de mis aversiones favoritas.

Porque si me dejaba atrapar en ese montón de pelo, hubieran tenido que sacarme con una palanca.

Hubiese tenido barba en la cara y bigote en la lengua.

Me pareció que se quedaba algo desilusionada. Me puse de pie y comencé a ayudarle a vestirse. La animé con unas cuantas palmadas y pellizcos en los sitios apropiados. Y se puso tan amorosa que tuve problemas para sacarla del despacho de su viejo y volver a cerrar la puerta.

Los problemas se acentuaron cuando intenté marcharme.

—¡Pero no puedes irte, Allen! No hasta que Steve regrese. Sé que le has hecho pagar el pato, pero…

—Querrás decir pagar el paté —reí—. Desearía quedarme, Liz, pero…

—Pero te debe veinte dólares. Bueno, por supuesto que te los devolverá mañana, pero… pero… ¡El whisky, Allen! Dijiste que querías un vaso de whisky.

Repuse que no podía tomármelo. Ya estaba borracho de otras cosas. De drogas. Pero, con una reacción muy femenina, se lo tomó como si yo hubiese querido decir de amor.

—Bien… —suspiró con las manos sobre mis hombros, empujándose hacia mi cintura—. Si en verdad tienes que irte…

—Tengo que irme —dije—. Acabo de recordar que mi madre llega temprano a casa hoy.

Me acompañó hasta la puerta, abrazada tan fuertemente a mi brazo que nuestros muslos se presionaban.

—La próxima vez, ¿mmm? —dijo, mientras yo alcanzaba el pomo de la puerta—. Todo irá bien, ahora que sé cuánto me quieres.

—Te quiero demasiado —repuse—. Nunca podría permitirte que hicieras ese sacrificio.

—¡Pero yo quiero! De veras, cariño.

—Me temo que nunca será posible —contesté orgullosamente, pensando: ¡Dios! ¿Se puede ser tan cursi?—. Si fuese alguien a quien no quisiera de verdad, cualquier chica…

—¿Alguien como Josie Blair?

—Bueno…, nadie en particular, pero…

—¡Déjame decirte algo! —Dio un paso atrás, con los ojos encendidos—. Si te pesco cerca de Josie Blair o de alguna otra, yo… yo…

—Tengo que irme —dije. Y me fui.

Tuve que andar unas seis manzanas antes de encontrar un taxi, lo que me despejó un poco, y el viaje hasta casa terminó de espabilarme del todo. Cuando caminaba hacia nuestro edificio, la puerta de la casa vecina se abrió, y la gorda, la señora Sanders —la que tenía a Herbert Hoover de bebé, o a Charles de Gaulle o a Winston Churchill, ya que todos los bebés se parecen a Hoover, a De Gaulle o a Churchill— salió disparada dirigiéndose a mí como un bulldog hacia un hueso.

Por supuesto, pensé que iba a darme una paliza y me preparé para darle una buena patada en el estómago. Entonces, a medida que se aproximaba, vi que tenía los ojos fijos hacia delante, que ni siquiera me veía. Así que me moví un poco hacia un lado, para dejarle mucho sitio, y pasó como un rayo, sin decir palabra, y desapareció por la esquina de uno de los edificios.

Con un sentimiento de oscura premonición, la seguí con la mirada, rogándole a Dios que nada malo le hubiera ocurrido al pequeño Herbert (o Charlie o Winston). Me gustan los bebés, los animales y los viejos. Quiero decir, que están jodidos (sin el placer de poder joder), meándose y cagándose en los momentos y lugares en que esas cosas no se deben hacer y tienen que comer y dormir cuando otros dicen que deben hacerlo, en lugar de a las horas que a ellos les gustaría.

Hay excepciones, por supuesto. Algunos bebés tienen la suficiente suerte de ser devorados por las ratas en lugar de por sus mayores. Algunos viejos son lo bastante afortunados como para beber hasta morir antes de que sus jóvenes los devoren. Y el destino de algunos animales es ser envenenados, o atropellados por un coche, antes de que sus amos los conduzcan a un doloroso final.

Es un mundo de mierda.

Sólo el Gran Padre Negro, el dios de los negros, esos diestros limpiadores de mierda, nos puede llevar por la senda que conduce a una morada bioecológica benigna.

Dejé de mirar a la Sanders para seguir mi camino y casi choqué con un hombrecito con pinta de buscar pelea, que me llamó negro inmundo con toda la potencia de su voz e hizo el gesto de preparar su puño para golpearme.

Desde luego, de inmediato supe de quién se trataba; era el señor Sanders. La naturaleza, en su irrazonable deseo de preservar la especie, había emparejado una mujer de ciento treinta kilos con un pedo seco como aquél.

—¡Cochinos negros! —gritó, temblando como un perro cagando cardos—. ¿Por qué no os quedáis en vuestro sitio? ¡Os dan una mano y os tomáis el brazo!

—Lo siento —dije, sabiendo que algo había ido mal con el pequeño Herbie (o Charlie o Winnie)—. Fue un accidente, señor Sanders.

No mostró sorpresa por el hecho de que yo supiera su nombre. Por supuesto. Esos limitados y pequeños renacuajos son siempre presuntuosos, y tienen el convencimiento de que la reina de Inglaterra los reconocería sólo con verlos.

—¡No lo sientes! —Sacudió el puño ante mi rostro—. Eres de los que haría algo tan terrible como eso a propósito.

—Será mejor que se vaya. Es probable que su esposa lo necesite.

—¡No me digas lo que tengo que hacer! Los negros venís aquí y empezáis, emp… empezáis a decirle a la gen… gente lo que ti… tiene que…

Se atragantó, y los ojos se le llenaron repentinamente de lágrimas. Le di una ligera palmada en la espalda y él puso su mano en la mía durante un momento, y la dejó allí. Después siguió su camino, y yo continué andando hacia el apartamento.