El templo llamado Irrelevancia está rodeado por una alta torre de marfil habitada por tontos, payasos, hechiceros, médiums pederastas, masturbadores mentales y memos ingenuos, que se arrodillan cada mañana ante los sacerdotes del gran dios Vox Pópuli, y gritan sus alabanzas mientras se tiran pedos y resoplan hasta que el más fétido de los humos parece un perfume y el aroma de la mierda puede ser confundido con el de la miel salvaje.
La única forma de aproximarse al templo es por una escalinata, con escalones tan angostos y con tamaños tan irregulares, que sólo aquellos que se adaptan a una determinada serie de caprichosas proporciones pueden ascender por ella. Además, sus paredes laterales están llenas de células fotoeléctricas, que exploran para dejar fuera a aquellos que no tienen un color o una estructura facial predeterminada, y hacen que sean lanzados al fondo por una gigantesca estatua de Hércules que empuña una pala poderosa, y que está siempre en movimiento, ejecutando activamente una simulación de la limpieza de los establos de Augias. A pesar de ello, una vez se ha ascendido por la escalinata y se ha alcanzado la aproximación a la Irrelevancia misma, la entrada aún puede serle negada. Pues, encima de cada una de las puertas por las que todos deben entrar o abandonar para siempre la esperanza, se sienta una de las tres Parcas, Clo, Láquesis y Atropos, meando con destreza esporádicos ríos de ácido puro. Colocada debajo de ellas está la diosa Hidra, con las serpientes saliendo de su cabeza para clavarle los colmillos a los posibles adoradores del templo. De este modo, como era en un principio, cuando uno empezaba el camino de ascenso por la escalinata, el éxito no dependía de la inteligencia, sino de la conformidad; no de la ambición y la determinación, sino de la agilidad para moverse con rapidez y de la habilidad para escurrirse. Quizás uno se pregunte por qué esto es así, como muchos otros lo han hecho. Y la respuesta es que siempre ha sido así, y siempre lo será.
… No fue un buen día para mí. En esta podrida combinación de cosas de la que estoy hecho, sin haberlo pedido ni por favor ni con malas maneras, parecería que al menos debería haber un buen día, lo mismo que en la más profunda de las oscuridades hay al menos un rayo de luz. Pero no lo había. Aunque todos los días de mi vida son una mierda, algunos son relativamente mejores que otros. Hay días salpicados con puntos de claridad. Pero ese día en concreto no era uno de ellos.
Y la razón, como siempre, era mi madre, y el castigo que me había infligido la noche anterior, y las muchas noches anteriores a ésa. Pues ahora, mirando hacia atrás (como siempre), creció en mí la sospecha de que lo que parecía ser la suprema maldad era, en realidad, la suma inocencia.
En la absoluta oscuridad del apartamento no había visto nada, menos de lo que veía a plena luz del día, cuando ella estaba completamente vestida. De manera similar, había sentido poco de ella en el aspecto físico, nada más que si me hubiera besado y abrazado a plena luz del día, etc. Sólo, como ella misma dijo, me había otorgado su perdón, nos habíamos besado y hecho las paces y, aunque había sucedido en su cama, el hecho refutaba, más que probaba, su inocencia, no su culpa, ¿o no?
Quiero decir, ¿quién sino la mujer más estúpida del mundo, un título para el que mi madre estaba altamente cualificada, se llevaría a un hijo crecido a la cama con ella, para «besarlo y hacer las paces»?
¿Y qué hijo, a no ser que fuera completamente pervertido y retorcido, atribuiría el acto, por malo que fuera, a algo más que la ignorancia?
Y ella era ignorante. Su conversación brillaba con el ingenio de lo que leía; su porte era de elegancia. Pero al rascar esas capas de barniz (como sólo yo me he tomado el trabajo de hacer), se encontraba un aburrimiento imbécil que aturdía la imaginación.
De manera que…
De manera que a ella no le pasaba nada. Su conducta, si se tomaban en consideración sus coordenadas mentales, resultaba de lo más normal.
Yo era el lunático, yo era el pervertido. Yo era el que estaba llevando a una buena aunque ignorante mujer hacia mi propio nivel miserable.
—… la escuela de pensamiento pragmático. Te estoy hablando, Allen.
Era el señor Egger, el profesor de Filosofía General, una de las asignaturas que se impartían dos veces a la semana. Volví a la vida cuando me miró con cara de interrogación.
—El pragmatismo —dije—. Bueno, me temo que hay más definiciones en el mundo de las que yo podría escribir en media hora, señor Egger.
—Yo también me lo temo —contestó, seco, queriendo decir que yo no sabía lo que decía y que me estaba riendo de su esfuerzo—. Sin embargo, ya que tu mente parece estar en otro lado…
—El pragmatismo —continué—, y hablo en general, tiende a ver las cosas de la forma más estrecha de mente posible. En otras palabras, nada tiene valor a no ser que lo podamos vestir, comer o beber, o sacar algún placer de ello.
—Hummm —dijo, y repitió de nuevo—: Hummm.
Preguntó si yo podía desarrollar un poco más el tema. Contesté que, en efecto, podía y que lo haría. Y lo hice.
—El pragmatismo es una forma práctica de ver las cosas, en oposición, digamos, al punto de vista aristotélico. Ejemplo: el pragmático vería las sillas de esta habitación como simples objetos donde sentarse, en lugar de como algo que satisface una necesidad interior.
—¿Cuál sería esa necesidad? —preguntó el señor Egger.
—Eso diferirá, supongo, con el individuo y la condición de la silla que está ocupando. No obstante, si consideramos que la condición desvencijada de las sillas de esta habitación nos fuerza a la mayoría de nosotros a colocarnos en posición fetal, y asumimos que Freud estaba en lo cierto al expresar su concepto de que todos deseamos volver al útero materno, la necesidad interna satisfecha…
—La necesidad interna que yo voy a satisfacer —dijo Egger con severidad— es enviarte al despacho del señor Velie.
—Señor —repuse—, no comprendo.
—Lo importante es que el señor Velie sí comprenderá. —Egger señaló con firmeza la puerta—. Ahora sal de clase.
—Permítame disculparme, señor. Lamento haber mencionado a Freud y lo digo de veras.
Egger dudó.
—Bien. Bien, en ese caso…
—Estoy convencido de que Freud estaba equivocado —dije—. Creo que el deseo subconsciente de todos no es volver al útero materno, sino al pene. Después de todo, la fuente de nuestro origen es el pene, más bien la semilla que mana de él. El útero es un mero receptáculo para…
—¡Fuera de aquí! —gritó Egger—. ¡Fuera, fuera, fuera!
Salí sin más palabras, ya que parecía estar a punto de tirarme algo. Me fui al lavabo y aproveché para fumarme un cigarrillo, y me quedé allí un momento para preguntarle al negro que pasaba la fregona si le gustaba su trabajo.
—Me parece que es una mierda muy grande —dije.
—Polvo —repuso—. Polvo ere y en polvo te convertirá. Él lo dijo en el Buen Libro.
—¿Y no e verdá? —pregunté.
Volví arriba y me dirigí hacia el despacho del director. Josie me preguntó qué hacía allí, ahogando un montón de risitas cuando se lo dije.
—¡Desde luego, Allen Smith! ¿Qué voy a hacer contigo?
—Bien, si puedo sugerirte algo…
—¡No puedes! —exclamó, y bajó la voz—. ¿Viste a papá anoche?
Le contesté que sí y añadí con entusiasmo que estaba puñeteramente contento de haberlo hecho. Respondió que su padre también pareció bastante complacido conmigo.
—Cree que tu madre es un poco dura contigo —continuó—. Por cierto, tengo la información archivada en algún sitio, pero ¿qué es lo que hace? Quiero decir, ¿en qué trabaja?
—Vendiendo su culo —contesté.
—Vendiendo… ¡Allen Smith!
—Tú me lo has preguntado y yo te he respondido. ¿Qué otra cosa podría hacer con una figura como la suya?
—¡Cállate! Ahora recuerdo en qué trabaja. Es contable auxiliar ejecutivo en una compañía nacional.
—Si tú lo dices. Yo sigo diciendo que ella…
—Le diré al señor Velie que estás aquí —me cortó.
Cruzó hasta la puerta cerrada del despacho de Velie y entró unos segundos. Salió de nuevo y me hizo señas.
—Pórtate bien, ¿me oyes? —susurró fieramente cuando pasé por delante de ella.
Le guiñé el ojo, entré en el despacho y cerré la puerta tras de mí.
Velie me miró, mitad sonriente, mitad ceñudo, y me habló con preocupación, pero de hombre a hombre.
—Allen… —Me hizo un gesto para que me sentara—. Parece que te has desviado un poco del camino antes de venir aquí, lo que no tiene importancia, por supuesto. Pero yo he recibido una nota del señor Egger. No tengo muy claro lo que le dijiste para ofenderle tanto, pero…
—Se lo explicaré con mucho gusto —dije, y comencé. Su ceño se fruncía más y más a medida que yo hablaba.
Cuando terminé, me miró durante un largo rato, después suspiró y me preguntó si consideraba necesario decirle a Egger lo que le había dicho.
—Pues sí, así lo creo —respondí—. Me hizo una pregunta, y le contesté de la única forma que sabía.
—Ésa no era la respuesta del libro, Allen. Estoy seguro de que te das cuenta de eso.
—La desarrollé un poco —dije—. Pero no había nada falso en mi respuesta, o que no pudiera ser documentado por otros muchos libros.
Velie asintió a regañadientes y dijo que aquello era indudablemente cierto. Por otro lado…
—Verás, Allen, no hay otro alumno en la clase, estoy seguro, que haya leído, ni con mucho, tanto como tú, y también tengo la seguridad de que ninguno es tan sofisticado. Es decir, tenemos libros de texto que se adecúan al común denominador de inteligencia y sofisticación del estudiante medio.
—Quiere decir un estudiante de bajo nivel en lugar de medio, ¿no? Como hacían Marx y Engels, por establecer un paralelismo. El más bajo o el más pobre es siempre el promedio establecido.
—Quizá —dijo—. Eso es posible, Allen. Pero hay ciertos estándares que seguir, estándares establecidos por el Estado, y debemos seguirlos. ¡Si no, tenemos problemas!
—Eso me recuerda a una frase de Henry Ford, señor, en los días del «modelo T» —repuse—. Dijo que un cliente podía obtener el coche del color que quisiera… siempre y cuando el color fuera negro.
—Henry Ford fue uno de los hombres con más éxito de este país, Allen.
—¿Cómo podía equivocarse? —pregunté.
Velie bajó la mirada hacia su mesa y después la levantó hacia mí.
Volvió a bajarla. Tamborileaba con los dedos, como si buscara una respuesta que no podría encontrar de otra manera ni en ningún otro sitio.
—Allen —dijo finalmente—. Estoy seguro de que eres un gran chico. Me lo probaste ayer con tu franco perdón hacia mí, cuando cometí aquella completa equivocación contigo. Sin embargo… —Suspiró hondo—. Sin embargo…
Abrió un cajón de la mesa, sacó un taco de hojas de papel y empezó a escribir, mientras hablaba sin mirarme.
—Voy a enviarte a la sala de estudio durante el resto del día. Además, voy a expulsarte durante tres días.
Arrancó la hoja de papel y me la tendió. Le di las gracias al tiempo que me ponía de pie.
—Si pudiese hacerme un pequeño favor, señor…
—¡Por supuesto! Con gusto. Le diré a tu madre que no considero que el asunto sea culpa tuya…, esto…, es decir, no por completo.
—Gracias —contesté—. Pero no iba a pedirle eso. Sólo quería sugerirle que tuviera cuidado con Hércules al entrar mañana en el Templo.
—¿Hércules? —Parpadeó—. ¿Templo?
—Las salas santificadas con la torre de marfil. ¿O debería decir las vacías salas donde la ignorancia es el poder? Hércules está en la entrada; tiene su gran pala llena con lo que proviene de los establos, y aquellos que puedan tener relevancia en los bolsillos reciben en el rostro una palada de lo que usted ya sabe.
Velie se humedeció los labios. Hizo un gesto como para detenerme. Entonces balanceó su brazo en un gesto más amplio: me tenía que marchar, por el amor de Dios, salir de allí. ¿Quién diablos necesita un negro listo?
El destino del negro son las letrinas.
—Si no le importa, señor —dije—, hay algo más que quisiera pedirle…
—Adelante. Adelante, Allen —repuso.
—¿Está seguro de que le parecerá bien?
—Sí, sí.
—Lo que quería pedirle es si puedo decirle que se vaya usted a tomar por culo.
Me miró sin alterarse, un lento rubor extendiéndose por su cara. Pero después de un largo rato asintió.
—Lo dejaré pasar por esta vez —dijo.
—Váyase a tomar por culo, señor.