8

El sargento Blair se levantó para irse, dejando sin tocar la copa que mi madre le había servido.

—Así que le diría que todo está bien —le explicó él—. Sólo un mal final de un mal día para Allen, y su responsabilidad en ello no fue mayor que en el resto de las otras cosas.

—Bueno, desde luego me alegra oír eso —dijo mi madre—. Yo sé que Allen tiene buenas intenciones, pero parece que adondequiera que vamos…

—Ajá —la interrumpió Blair—. Tengo que irme. Si hubiese algún problema con esa mujer, la señora Sanders, la madre del bebé, llámenme a la comisaría.

Mi madre le contestó que muchísimas gracias, y lo acompañó hasta la salida.

—Ah, sargento, me temo que esta mañana he sido un poco brusca con su hija —añadió ella mientras abría la puerta—. Espero que no me haya malinterpretado.

—No lo hizo —repuso Blair—. Josie es la personita más comprensiva del mundo.

Se marchó.

Mi madre pasó ante mí para ir a su dormitorio y cambiarse de ropa.

Puse unos filetes en la parrilla y empecé a hacer la ensalada, mientras me bebía la copa que el sargento no había tocado.

Coloqué los platos y los cubiertos sobre la mesa, retiré los filetes del fuego y llamé a mi madre. Se sentó a la mesa, lanzándome una mirada helada mientras me acababa la copa.

—Te he pedido que no bebas, ¿no es cierto, Allen?

—Sí —contesté.

—¿Y mis deseos no significan nada para ti?

—Casi tanto como los míos para ti.

—Nuestra segunda noche en este apartamento —dijo con amargura—. Sólo la segunda noche que pasamos aquí y ya ha tenido que venir la policía a verte.

—Con nada más que alabanzas para mi conducta —respondí—. Pero si hubiese venido a verte a ti

Me preguntó qué quería decir con eso. ¿Por qué tenía que ir la policía a verla a ella?

Sonreí y le hice un guiño.

—¡Allen! ¡Contéstame!

—Bueeeno, podría haber dos razones —repuse—. Una eres tú, lo que eres.

—¿Y qué es lo que soy?

—Después podría haber una segunda razón. Robo menor. Lo de robarle la pluma al señor Velie esta mañana y tratar de endiñármelo a mí.

Dejó escapar un grito sofocado, los labios entreabiertos por la sorpresa.

—¡Cómo! ¡Pero eso es mentira! ¡Yo no he hecho nada de eso!

Me encogí de hombros.

—De acuerdo. Como quieras.

—¡Eso es una locura, y tú lo sabes! ¿Por qué motivo iba yo a robar una pluma?

—Por algo compulsivo —contesté—. Eres cleptómana.

Me estudió con los ojos entrecerrados, sus grandes senos bajando y subiendo.

—Apuesto a que esa asquerosa de Josie Blair te dijo eso, ¿no es cierto? ¡La creerías a ella antes que a tu propia madre!

—Quítate esa idea de la cabeza —repuse—. Aunque incluso mi propia madre creería a cualquiera antes que a mí. Pero volviendo a Josie Blair, ella no te acusó del robo. Sólo juró que yo no era el culpable, y lo mantuvo ante Velie. De manera que todos tus planes para hacer que él me diera una paliza se quedaron en nada.

—No voy a escuchar nada más sobre eso —dijo, tensa—. ¡No voy a escuchar ni una palabra más!

—Y no creas que no voy a hacer pagar a ese hijo de perra por la forma en que me trató —dije—. Antes de que termine con él, lo tendré trepando por las paredes con las uñas de los pies.

Empujó su plato de un manotazo y saltó. Se puso en pie, amenazadora, ante mí, jadeando con frustración e ira. Entonces volvió a sentarse lentamente.

Tranquilamente, dijo que había dos cosas que era mejor que yo recordara de una vez por todas. La primera, que ella no había conspirado en absoluto para causarme problemas con Velie.

—Eso es producto de tu imaginación enferma, Allen. Ni más, ni menos. Siempre has sufrido de manía persecutoria, y me has atribuido a mí el papel de perseguidora…

—Que es lo que eres —afirmé—. Si no, no intentarías hacer un neurocirujano de mí.

—¿Qué? —preguntó—. ¿De qué demonios estás hablando ahora?

Le dije que lo olvidara y que hiciera el favor de continuar.

—Tenías algo más que decirme, según creo. Algo acerca de que si no me comportaba bien e iba por el camino recto, ibas a internarme en un centro psiquiátrico.

Se mordió el labio, y sus ojos culpables evitaron mi mirada. Entonces movió la cabeza con un gesto afirmativo.

—Está bien, Allen —dijo—. No quisiera hacerlo por nada del mundo, pero…

—Y no lo harás —la interrumpí—. En primer lugar, no tienes razón alguna para hacerlo. No hay nada en el mundo que puedas achacarme. No sólo eso, sino que no hay una comisión de psiquiatras en el país que no pueda ser convencida de que tengo diez veces más inteligencia en una pústula de mi trasero que tú en toda tu médula oblongata, tu cerebro, tu cerebelo y tus lóbulos prefrontales.

—Eres un mocoso insolente y pretencioso. —Sus ojos brillaron de rabia—. ¡Hablarle de esa manera a tu propia madre!

—Ésa —asentí—, ésa, por encima de todo, es la razón primordial por la que no llevarás a cabo esa amenaza de meterme en un centro. Porque eres mi madre. Una mujer blanca con un hijo negro. Fue tu equivocación, y no tienes forma de negar la responsabilidad. Puedes castigarme por ello, y raramente dejas pasar la oportunidad de hacerlo, pero sólo en tu subconsciente. Eres incapaz de admitir abiertamente que me odias, y tampoco puedes hacer lo que querrías conmigo.

Me miró, con la cara desencajada, las lágrimas llenándole los ojos.

—Oh, Allen. —Ahogó un sollozo—. ¡Hago tales esfuerzos! ¿Cómo puedes creer que te odio?

—¿Cómo puedo no creerlo? —repliqué—. Mira.

Un enorme espejo dominaba la mesa del comedor. Giró la cabeza lentamente y se miró. Yo hice lo mismo. Nuestros reflejos nos contemplaron: mi cara negra, con su pelo de algodón y lana; sus bellas facciones debajo de su adorable marco de sedoso cabello castaño.

—Pero, Allen —susurró, sorbiéndose las lágrimas—, eres la viva imagen de tu padre. Si yo le amaba…, si lo acepté por lo que era…

—La píldora no existía en esos tiempos. —Me encogí de hombros—. Puede que fueras demasiado joven para darte cuenta de que estabas embarazada, o para saber qué debías hacer al respecto si te habías dado cuenta.

—Oh, Allen… ¡Allen, cariño…!

—Puede que tuvieras miedo de pedir ayuda a alguien —proseguí—. Puede que te violara. Después de todo, es un hecho bien conocido que a los negros les encanta violar a las blancas.

Su mano se balanceó de repente para darme un bofetón punzante.

Se puso en pie de un salto y voló hacia el cuarto de baño; después de un par de minutos oí el sonido del agua llenando la bañera.

Me levanté en silencio y fui a su habitación.

Su bolso estaba sobre la cama. Dentro había un par de plumas, ambas de tipo muy vulgar, con pequeños aros dorados. Podían haber sido idénticas a la de Velie. Quizás eran iguales. No había forma de saberlo y, en realidad, qué coño importaba.

La última vez que había registrado el bolso de mi madre, no me fijé en las plumas. Por lo que yo sabía, podía haberlas tenido siempre. Lo dudé, pero podía haberlas tenido.

No es necesario decir que, como el de cualquier mujer, el bolso de mi madre contenía un sinnúmero de cosas, entre las cuales había un considerable fajo de billetes. Los conté, algo que ella casi nunca hacía (¿quizá no sabía contar?), y descubrí que había en total más de setecientos dólares. Me apropié de cien, añadiéndolos a los varios cientos que ya tenía en mi poder. El dinero es tan útil, ¿verdad? Entonces salí de la habitación, volví al salón y empecé a quitar la mesa.

Terminé de fregar.

Mi madre salió del cuarto de baño, con la bata apretada alrededor del cuerpo.

Sin dirigir ni una mirada en mi dirección entró en su dormitorio y cerró la puerta. Transcurrió un largo rato y la oí meterse en la cama.

Titubeé, discutiendo conmigo mismo. Me preguntaba si, por esa vez, lograría escapar al castigo que sabía que se avecinaba; aunque sabía por anticipado que no podría eludirlo, ni entonces ni nunca. La única manera de evitarlo era la muerte.

Pues el castigo, la horrible promesa implícita en él, era algo que yo odiaba y ansiaba a la vez. Quizás, al comportarme como lo hacía, estaba pidiéndolo.

Pidiendo una tortura…

Fui a mi habitación y me desvestí.

Desnudo, me senté en el borde de la cama y esperé, mientras fumaba un cigarrillo tras otro. Ya que eso formaba parte del castigo, la tortura. La espera. La expectación. Preguntándome si iba a recibir lo que tanto temía y, a la vez, tanto deseaba.

Transcurrió casi una hora. Entonces, a través de la pared de su dormitorio, llegaron tres golpes suaves.

De mala gana, con gran inquietud, me levanté y apagué la luz de mi habitación. Con paso lento fui al salón y apagué la luz. Después, vacilante y torpe en la oscuridad, hallé el camino hacia su habitación.

Y giré el pomo.

Y entré.

Su habitación estaba totalmente a oscuras, pero la cama emitió un leve crujido, que se repitió y me guió hacia ella. Sus brazos se alargaron en la oscuridad, me rodearon y me atrajeron hacia su carne desnuda. Y entonces, metiendo y sacando la lengua por entre mis labios durante un largo rato, ella me besó.

Gemí, mi propia lengua endureciéndose, mientras trataba de empujarla hacia delante. De inmediato, sus labios se convirtieron en una estrecha línea sellada. Dejé que mis manos se deslizaran sigilosamente hacia sus nalgas, las cuales se endurecieron en pocos segundos, la musculatura tensa, y, arqueándose, las separó de mí, de forma que mis brazos se levantaron hacia la zona de sus hombros.

Tenía las piernas cruzadas. Con firmeza. Y cuando las piernas de una mujer adoptan esa postura, se acabó. Es lo que hay, nada más.

Así que allí estábamos. Un hombre desnudo y una mujer desnuda, abrazándose fuertemente en la oscuridad. Aunque podríamos haber estado separados por mil kilómetros de distancia. Pues no tenía el menor significado.

No lo tenía, al menos para mí.

Después de un largo rato —minutos para ella, siglos para mí—, sentí que su cuerpo se aflojaba y oí un suave y extático suspiro. Entonces supe que ella había alcanzado lo que a mí se me había negado.

—Está bien —dijo fríamente—. Nos hemos besado y hemos hecho las paces. Ya no estás enfadado con mamá, ¿verdad?

—Madre —gruñí—. Mary, por el amor de Dios…

—No debes llamar a tu madre por su nombre de pila. —Su voz era remilgada—. No está bien.

Repuse que de acuerdo, maldición, ella había ganado.

—Pero ¡por Dios santo!, Ma…, madre. Si sólo tú…

—Maldecir tampoco está bien. Tengo muchas ganas de complacerte —dijo, seductora—, me preocupa hacerte sentir, ooh…, tan bien, pero mientras digas esas cosas y te portes mal conmigo y seas tan odioso…

Le dije que no lo volvería a hacer. Que de verdad no lo haría. Que haría cualquier cosa que ella me pidiera, si sólo…

—¿Qué es exactamente lo que quieres? —me interrumpió con frialdad—. Espero, por supuesto, que no sea lo que pareces estar sugiriendo.

Dije que quería lo que llevaba prometiéndome durante tantos años. No con palabras, sino con actos. Y era mejor que lo obtuviese, joder. Porque si seguía comportándose como lo había hecho, demostrando así su desprecio y su odio hacia mí, haciendo la peor cosa que una mujer podía hacerle a un hombre…

—Tengo sueño —dijo—. Ten la bondad de volver a tu dormitorio.

—¡Y una mierda! —contesté—. Primero me montas este numerito, y después me dices que me vaya a la cama y…

—Y te irás a la cama. Porque quizá, mañana por la noche, si de verdad, pero de verdad, eres un buen chico durante el día, y no haces nada que disguste a mamá… Bien, quizás ella te dará algo muy agradable.

Volví a mi cama.

Ésa fue la última vuelta de tuerca. El último chasquido del látigo del verdugo.

Esperanza frente a la inevitable negativa. Siempre esperar a la noche siguiente, o a la siguiente, o a la siguiente. Y sabiendo siempre que esas noches no traerían más que decepción.

Por la mañana me acompañó un trozo del camino hacia el instituto. De vez en cuando ladeaba la cabeza para sonreírme o me agarraba por el codo para apretar uno de sus senos contra mí.

—Te veré por la noche, ¿sí? —dijo mientras se daba la vuelta para dirigirse hacia la ciudad—. Sé un buen chico hoy por mamá y quizás esta noche mamá sea muy buena por ti.

Sacudí la cabeza separándome de ella.

—¡Dios, cómo debes de odiarme! —le contesté.

—¡Pero, cariño! —Hizo un puchero—. ¡Por supuesto que no te odio!

—¡Vete al infierno! —le dije—. ¡Sólo vete al infierno!

Me alejé hacia el instituto con largas zancadas sin siquiera mirar hacia atrás una sola vez. Pero su risa me siguió. Divertida, burlona, odiosa.