Bueno, como Pat dijo a Mike, caray y caramba, ¿qué hay de malo en llamarle hijo de puta a un negro? Y Mike le dijo a Pat, claro, es que esos negros hijos de puta son demasiado sensibles, ¿o quizá dijo esos hijos de puta negros? Nunca puedo recordarlo, por mucho que utilice esa expresión.
Caray y caramba.
El señor Blair, el sargento detective Blair, bajó poco a poco la mano que había tenido alzada para darme una bofetada. Entonces me soltó de la otra mano, al tiempo que lanzaba una mirada inquieta a Josie.
—Lo siento, hija —se excusó con brusquedad—. Supongo que me excité un poco. Llegabas tarde y me pareció…, creía que él te había hecho algo…
—Y he hecho algo —expliqué—. La he esperado a la salida de clase y he hablado con ella mientras caminábamos por la orilla del río. Obviamente he dicho algo que ella no tenía mucho interés en oír, así que me ha abofeteado. Yo tampoco tenía mucho interés en mis propias palabras, así que ella puede abofetearme de nuevo si lo desea.
Cortó el aire con la mano, un gesto para que acabara con el tema. Su mirada permaneció sobre Josie.
—No era mi intención, cariño. Quiero decir, ¡Dios mío! ¡Debes saber que no era mi intención! Yo no uso palabras como las que he dicho; ni siquiera las pienso. Cómo podría hacerlo cuando mi propia hija es… cuando yo mismo he estado casado con… Bien…, maldito sea el infierno, ¡ya sabes lo que quiero decir!
Él seguía disculpándose —con ella, no conmigo—, cuando me alejé.
Me encontraba a una manzana de distancia por el camino junto al río cuando me gritó con un tono extraño, y Josie también me llamó. Pero no les contesté ni me volví a mirarles.
Tenía prisa.
Necesitaba unos minutos en el apartamento antes de que mi madre llegara.
El pomo de la puerta del cuarto de baño debía ser arreglado de determinada forma. Y no tendría que esperar mucho tiempo para obtener mi diversión. En lugar de ponerle el medicamento en el papeo se lo echaría en el whisky con soda. Uno bien cargado que empezara a hacer su efecto incluso antes de que se quitase el sombrero.
Cada puntada de su ropa se estropearía y tendría que ir a un lavacoches para que le quitaran toda la mierda. Y entonces, ¡por Dios que yo le explicaría las razones! Porque yo sabía puñeteramente bien que ella era la que había robado la pluma de Velie, y que lo había planeado así para que él me diera una paliza.
Eso es lo que yo quería hacer.
Pero no ocurrió de esa forma.
Llegué al complejo de apartamentos donde mi madre y yo vivíamos, y tomé el camino de la entrada. Para llegar a las escaleras que conducían a nuestra puerta, había que girar en ángulo recto, y el camino estaba bordeado por un seto de casi metro y medio.
No sé cómo hay arquitectos tan puñeteramente estúpidos que diseñan edificios con tales trampas incorporadas. Pero cuantas más obras de arquitectos veo, más me inclino a pensar que usan el sombrero para taparse el culo. Tal vez todos son negros que han escapado a su destino normal de limpiar retretes.
En cualquier caso, giré la esquina ciega del seto, con la cabeza baja. Caminaba deprisa, y la siguiente cosa de la que tuve consciencia fue que salí volando por los aires y caí con fuerza sobre los escalones. Un enorme cochecito de niño se había volcado en el camino, con el ex ocupante del cochecito, un bebé de varios meses, también en el suelo y gritando a pleno pulmón.
Debería decir que, para una madre neoyorquina, el cochecito (o carrito, como prefieran) para el bebé es algo tan necesario como la copulación que lo produjo. Es una cuestión de estatus social: a mayor tamaño del cochecito, mayor la importancia de su propietario. Lo cual está bien, supongo. O lo estaría si los propios niños manipularan el vehículo, en lugar de su progenitora. Pues con seguridad, cualquier puñetero niño, no importa cuán imbeciloide fuese, sabría llevarlo mejor y no obstruiría los pasillos de los supermercados, ni lo dejaría al pie de una escalera oscura, donde, con seguridad, algún inocente tropezaría y se rompería el cuello. No lo aparcaría en un lugar como donde habían dejado éste, con el resultado ya mencionado.
Me levanté, medio atontado. Puse en pie el cochecito y coloqué al bebé en su interior. Y entonces…
Una mujer me atacó por la espalda. Una mujer tan gorda, que era casi tan ancha como alta. Me pegó con los puños en la espalda alrededor de una docena de veces antes de que yo pudiera volverme. Todo el tiempo gritando que había intentado asesinar a su Herbert, y que qué le estaba haciendo yo, un negro, a su Herbert, ad infinitum, ad náuseam.
Cuando por fin se quedó sin respiración, le dije que asesinar a Herbert no tenía ningún sentido, puesto que Herbert estaba ya muerto, como incluso una loca sin cerebro como ella debería saber.
—Su nombre es Hoover, ¿verdad? —pregunté—. ¿Y éste es su hijo Herbert? No parece tan lleno de mierda como solía estar, pero las facciones son las mismas.
—¿Hoover? —Parpadeó mirándome con expresión estúpida—. ¿Qué… qué es lo que…?
—¿Ex presidente de Estados Unidos? —dije—. El gran ingeniero.
Su mejor truco era construir esquinas de tal forma que se podía ver la prosperidad al darles la vuelta.
Siguió contemplándome, abriendo la boca y cerrándola sin emitir palabra alguna.
—En cuanto a mis intenciones respecto a él —expliqué—, más bien eran las de comérmelo. Después de todo, ¡a nosotro, lo caníbale, no encanta la canne de lo blanco!
Puse las manos en forma de garras, como si fuera a coger a Hoover (todos los bebés se parecen a Hoover), y, al mismo tiempo, le enseñé los dientes a ella. Dejó escapar un pequeño grito de terror, sin duda pensando que yo iba a hacer lo que decía, ¡por Dios!, y decidí largarme mientras me encontraba en situación favorable. De manera que entré rápido y me metí en nuestro apartamento. Me sentía perdido, muerto por dentro. Y me preguntaba por qué mis diversiones nunca eran divertidas.
Lo que había planeado para mi madre no me interesaba ya. No merecía la pena tomarse aquel trabajo. Vacié el paregórico y tiré el destornillador al cubo de la basura; entonces volví al salón y me senté.
Llamaron a la puerta, de una manera firme y que indicaba que no se trataba de ninguna tontería.
Me levanté, eché un vistazo a través de la mirilla y, entonces, abrí la puerta de par en par.
Era el padre de Josie, el sargento Blair. Sacudió la cabeza y esbozó algo que quiso ser una sonrisa, el gesto de un hombre que no sonríe demasiado.
—¿Cómo estás, hijo? ¿Te importa si entro?
—En absoluto —contesté—, siempre y cuando tenga una orden judicial.
—Sólo quería disculparme. Decirte algo que quizá deberías saber.
Repuse que una disculpa era algo inesperado, cuando menos. Después de todo, un tipo que se había casado con una negra haría cualquier cosa. Entonces, al ver que su expresión se endurecía, le hice un gesto para que entrara.
—Está bien —dijo, dejándose caer pesadamente en el sofá—. Josie me ha dado una explicación exacta sobre ti, y yo diría que te lo han hecho pasar mal. Muy mal. Y quizá no sólo en este instituto. En fin, ¿volverá tu madre pronto? Si es así, he pensado que podríamos tener una pequeña charla.
—Le agradezco el ofrecimiento —repuse, y añadí un «señor»—. Pero dudo que nada ni nadie pueda hacer cambiar la opinión que mi madre tiene de mí.
—Pero ¿volverá pronto a casa? —preguntó de nuevo, y asintió cuando yo lo hice—. Entonces será mejor que la espere. Al menos podré explicarle el asunto del cochecito, pues creo que va a oír muchas cosas sobre ello.
—Mire —contesté—. Puedo haber sido desagradable, pero no tengo nada que…
—Lo he visto. —Movió una mano—. Estaba más o menos a una manzana de distancia cuando ha ocurrido, pero vi lo suficiente para saber que no fue culpa tuya. Malditas mujeres con cochecitos de bebé —gruñó—. Es asombroso que las criaturas sobrevivan lo bastante para que les cambien los pañales.
—¿Pero tiene ella mucho que decir sobre mí? —pregunté.
—Y nada agradable. Como te he dicho, lo vi con mis propios ojos, de manera que puedes estar tranquilo en casa. Pero cuando un crío se lastima, sea o no culpa de alguien, pues… —Sacudió la cabeza, su voz perdiéndose en el silencio.
—No me he dado cuenta de que el bebé estuviese herido —dije—. ¿Ha sido algo grave?
Me contestó que había sido lo bastante grave como para avisar a un médico. Que tendríamos noticias más tarde. Yo estaba digiriendo eso, y sintiéndome un poco mareado, cuando mi madre llegó.