Estaba sentado en los escalones de la entrada, esperando a Josie. Después de unos cuarenta minutos, salió un momento a la puerta para disculparse por el retraso y para decirme que estaba a punto de terminar.
Le dije que no había prisa, que aprovecharía para hacer un par de compras en la tienda que había al otro lado de la calle.
—Son regalos para mi madre. Por la inauguración del piso.
—Eso está muy bien —asintió—. ¿No tardarás mucho haciendo que te los envuelvan para regalo y todo eso? Se me ha hecho tan tarde que tendré que darme prisa para volver a casa y…
—No tardaré más de cinco minutos —dije. Y no los tardé.
Ella terminó de trabajar enseguida. Cruzamos la calle, hacia la orilla del río, porque ella pensaba que era más agradable caminar por allí. Entonces se acordó de los regalos y me preguntó qué le había comprado a mi madre.
—Adivina —repuse—. Seguro que no te lo imaginas.
—Bien… Debes de llevarlos en el bolsillo, así que han de ser pequeños. Ah… ¡Ya lo sé! Un lápiz de labios y polvos compactos.
—No, ni siquiera te acercas.
—A ver… ¿Un encendedor? Un encendedor y un…
—No.
—¿Ceniceros? ¿Una bandejita de dulces? Un cenicero y un…
—No.
—Está bien. Me rindo. Dímelo.
—Bien, uno de los regalos es un destornillador pequeño…
—¿Un destor…? ¡Oh! —exclamó—. Esta bien, las herramientas son muy útiles en un apartamento nuevo.
Le expliqué que éste sería muy útil de inmediato, ya que iba a utilizarlo en cierto pomo de puerta antes de que mi madre llegara a casa.
—En concreto es para el pomo de la puerta del cuarto de baño, y perdona la expresión.
—Estoy segura de que tu madre te lo agradecerá —dijo con gran seriedad—. Un pomo suelto puede resultar embarazoso, cuando menos.
—Oh, aún no está suelto —expliqué—. Voy a aflojarlo. De forma que se salga con facilidad cuando alguien intente girarlo.
—¿Que se salga? Pero… —Hizo una pausa y me miró con el ceño fruncido—. ¿Pero para qué quieres que se salga?
No le contesté. Estaba demasiado absorto mirándola, bebiéndomela como un hombre sediento se bebería el agua. En ella, el color negro sí que era hermoso. O mejor debería decir, el marrón claro. Su tipo de marrón claro. No tenía el culo ni las tetas de Liz Hadley, pero no le hacían falta. Lo que tenía era perfecto para ella, y era hermoso.
Me sacudí, desentendiéndome de mis pensamientos. Dios, ¿qué me importaba a mí si era hermosa o no?
Unos pocos años más y estaría viviendo en un triplex en Park Avenue, con su marido escabulléndose entre operación neurológica y operación neurológica para ir a casa y metérsela por la oreja.
—Y bien —preguntó—. ¿Por qué quieres hacer eso?
—Tiene que ver con el segundo regalo —dije—. Un frasco de… —Me interrumpí, moviendo la cabeza. Por algún motivo, no quería explicarle que el llamado «regalo» era un laxante de efecto rápido que tenía la intención de administrarle a mi madre con la cena.
—No importa —dije—. Hay algo que quiero preguntarte. La pluma que le devolviste al señor Velie, ¿era suya?
—Pero… qué… ¡Por supuesto que sí! ¿De quien iba a ser si no?
Me encogí de hombros. Le dije que había una posibilidad de que fuese de ella. Después de todo, las plumas negras con un aro dorado no eran precisamente raras.
—Pensé que quizás habías oído que yo estaba pasando un mal rato y decidiste quitarme el muerto de encima.
—Pues no. —Frunció el ceño, dudando—. Pero si crees que no era su pluma, eso significa que debes de haberla…
—¿Robado? Qué va. Podría haber otra explicación. Pero dejémoslo. Hay algo más que quiero preguntarte.
—¿Sí?
—¿Has oído a los profesores comentar algo sobre mí? ¿Como qué tal estudiante soy?
—¿Quieres decir si he oído algo malo? —Rió deliciosamente, con un destello de sus blancos dientes y la sonrosada boca formando una encantadora curva—. No he oído nada interesante. Pero sí escuché por casualidad un pequeño…
—¿Y bien?
—¿De veras quieres que te lo diga? —preguntó con guasa, los ojos brillantes—. ¿En serio quieres que te lo diga?
Le contesté que sí, y ella me replicó que primero tenía que pedírselo por favor, a lo que le contesté que ¡por amor de Dios! Olvídalo.
—Ooh, pooor amooor de Dioooos —se burló, alargando la expresión de su cara—. Lo poco que oí resultaba muy halagador. Que eres un estudiante brillante, casi un genio.
—Y una mierda, casi —dije—. Soy un genio según los test de inteligencia.
—¿Y cómo te salió el de la modestia? —ironizó. Entonces añadió con seriedad—: Me alegro por ti, Allen. Me gusta juntarme con gente inteligente.
—Bueno, no tiene demasiado mérito —repuse—. Aprendí la mayor parte de las cosas importantes de la vida sentado en las rodillas de mi madre.
—Veamos —dijo Josie—. Creo que he de contestar que tu madre debe de ser una persona muy lista, a lo que tú responderás que no, pero que llevaba faldas muy cortas, ¿verdad?
Me reí. Nos reímos. Le pregunté qué había aprendido sentada en las rodillas de su madre y su expresión cambió.
—Mi madre está muerta, Allen. Murió cuando yo era pequeña.
—Lo siento. Si te pareces a ella, debió de ser muy hermosa.
—Gracias. Lo fue, a juzgar por sus fotos, pero yo la recuerdo sólo como una inválida. Alguien que se fue extinguiendo lentamente y finalmente murió agónicamente.
Encontré su mano y la tomé en la mía. Anduvimos a lo largo del camino de carbonilla que había junto al río, con las manos entrelazadas. Y yo me abstuve de manifestar la simple verdad: todos nos vamos extinguiendo lentamente, nos vamos muriendo agónicamente. Y yo mismo estaba bien avanzado en ese proceso. Pero en lugar de decirlo permanecí en silencio. Había paz allí, y algo tan poco frecuente como la paz no debía ser turbado.
El río permanecía increíblemente tranquilo a esa hora del día, porque las mareas del océano que le prestaban movimiento en una u otra dirección en otros momentos también estaban tranquilas. Ésa era la verdadera razón, pero podía inventarme otra. La quietud del río era indecisión, una pausa mientras decidía si se daba una vuelta por Manhattan o si terminaba su día y se apresuraba hacia el mar.
A aquella hora no era un río, sino un lago. Plateado y silencioso. Un bello espejo para el cielo y los árboles y el puente levadizo de cuento de hadas sobre Hell Gate. Los días secos y amarillos habían llegado, pero los pájaros aún cantaban y, pronto, en cualquier momento, el cubierto brazo del destino rompería la superficie del agua, alzando la espada Excalibur para que el rey la cogiera. Y a través de la Tierra, todas las demás armas serían depuestas, y el hermano cesaría de matar al hermano, blanco, rojo, amarillo y negro. Y el amor reinaría para siempre.
—… Hermoso, Allen. Eso ha sido realmente hermoso. ¿Podrías escribírmelo?
—¿Qué? —dije—. ¿De qué me hablas?
—De eso que acabas de decir. Pues…
—Olvídalo —repuse—. ¿Velie te hace trabajar por las noches?
—Pero… —Me miró con el ceño fruncido, con curiosidad—. Bueno, a veces tengo que volver después de cenar. Una o dos noches a la semana, de vez en cuando.
—Conocí a un tipo que hacía trabajar a su secretaria toda la noche. En caso de que surgiera algo, ella se encargaba.
—Te dejaré aquí —dijo suavemente—. Vivo en ese edificio al otro lado de la calle.
Era una casa de tres plantas, con ladrillos como un tapiz, mucho mejor que los que había visto por la zona, excepto el complejo de apartamentos donde vivíamos mi madre y yo. No vi viviendas con sótano, a pesar de que los Hadley me habían dicho que Josie y su padre vivían en uno.
—Me dejaré caer por el instituto a visitarte una de estas noches —dije—. A ver cómo Velie y tú os enrolláis.
—No te dejarán entrar en el edificio después de las clases. No se permite la entrada a nadie.
—Excepto a ti y a Velie —dije—. ¿Te lo hace de pie o te hace plantar el culo sobre la mesa?
—¿Cómo? ¡Eres un cerdo! Déjame que te diga algo, señor Allen Smith. ¡Si alguna vez hago algo semejante, será con el hombre con quien me case! Y otra cosa: ¡jamás volveré a hablarte mientras viva y… y… debería darte una bofetada!
—¿Por qué no haces que tu viejo me pegue con la fregona? —repuse—. ¿Está demasiado ocupado limpiando las letrinas?
—¿Qué? ¿De qué estás hablando?
—Papi Blair, el guardián de la mierda —dije—. ¡Dios, guardián! Ten la seguridad de que un negro siempre inventa un bonito nombre para hablar de fregar la mierda.
Me dio una bofetada. Tan fuerte que los oídos me zumbaron y los ojos casi se me cegaron por las lágrimas.
Apagada, débilmente, podía oír cómo me insultaba. ¿Qué me había hecho creer que su padre era un conserje? ¿Quién me había dicho que lo era? ¿Qué pensaba yo… yo…?
Su voz se alzaba y se desvanecía con el zumbido de mis oídos. Entonces, de repente, el ruido desapareció, y mi ceguera lacrimosa con él. Apareció un tono de disculpa desganado en su voz, aunque su expresión era furiosa pero contrita.
—… Supongo que yo tengo la culpa. En parte al menos. Nunca he invitado a nadie al apartamento, ni he hablado sobre mí misma, ni… ni… No creía que le importara a nadie, sólo a mí; y una vez que empiezas a dar explicaciones, tienes que seguir dándolas. Así que, de cualquier manera, eso hubiera sido suficiente con críos como los Hadley. Lo que no saben, lo inventan o lo imaginan. Te iba a decir la verdad en su momento, e incluso te di una pequeña pista esta mañana. Teníamos algo en común, algo, y creía que lo comprenderías. Quiero decir, con tu padre y tu madre, ambos…
De repente se interrumpió, mirando por encima de mí. Los ojos agrandados por el terror, con la boca abierta para gritar.
—¡No! ¡No, no, no! ¡Papá!
Ni siquiera tuve la oportunidad de volverme. Él me hizo girar con una mano mientras echaba la otra hacia atrás para golpearme.
Un tipo grande. En realidad no era tan grande como compacto. Un tipo con todo el aspecto de ser enorme. Llevaba un sombrero gris de ala ancha. El traje era oscuro, sin color, de cualquier color, la chaqueta cortada de forma que pudiera acomodar la pistolera debajo. La pistola que sabías que estaba debajo.
El padre de Josie Blair.
Un policía.
Un policía blanco.
—¡Suéltalo! —escupió—. ¡Vomítalo! ¿Por qué te ha abofeteado? ¿Qué le has hecho a mi hija, negro hijo de puta?