Pasaron las semanas y los meses, y la salud del prisionero se alteró. Lo atormentaban crisis de gota y sufría secuelas de una operación de fístula. Parecían haberlo olvidado, como si el Tribunal Revolucionario tuviera que arreglar demasiadas cuentas políticas como para preocuparse de un perfumista. Estaba informado de lo que pasaba en el exterior por la llegada de nuevos detenidos. Éstos, a menudo, solo estaban de paso y, después de una breve estadía, tomaban el camino del cadalso, de otra prisión o, muy raramente, de la libertad. Escuchaba las conversaciones de los carceleros, que tenían el puesto de guardia muy cerca de su celda. Para su gran sorpresa criticaban a Robespierre, al que acusaban de fundar una nueva religión: «No le cortamos la cabeza a un Capeto —dijo un día uno de ellos— para celebrar las bodas del Ser supremo y de la diosa razón». El Incorruptible no dejaba de fustigar a «los apóstoles impuros del ateísmo y de la inmoralidad». Para Fargeon era un motivo de reflexión: ¿Voltaire había fulminado en vano a la iglesia, a la que llamaba «la infame»?
La guadañadora se había vuelto loca y golpeaba por todas partes. En la convención, Barrère hacía la apología del Terror: «Sólo los muertos —decía— no hablan». En ventoso detuvieron a Hébert y a los suyos, y se necesitó menos de un mes para juzgar y matar a esos fanáticos de la extrema izquierda. Unos días más tarde, Condorcet se suicidó en su prisión. Fargeon, cuando lo supo, se sintió consternado, porque lo admiraba y había leído su notable Informe y proyecto de decreto sobre la organización general de la Instrucción pública. Compartía el ideal que resumía en tres palabras: razón, tolerancia y humanidad. El 10 de germinal, 30 de marzo del antiguo orden, una noticia causó sensación en la cárcel: acababan de detener a Danton. En principio, parecía increíble, porque el tribuno se había identificado con la Revolución. No por eso dejaron de guillotinarlo en compañía de Camille Desmoulins y de Fabre d'Eglantine; en un último arrebato de orgullo, le pidió al verdugo que mostrara su cabeza al pueblo porque «ella valía la pena».
Floreal, que en épocas más felices había sido el lindo mes de mayo, aportó un espantoso ramo de cabezas. El 19, entregaron al verdugo un grupo de veintiocho ex recaudadores de impuestos. El tribunal incluyó entre ellos a Antoine Laurent de Lavoisier, que había ejercido ese cargo financiero al administrar la compañía de tabacos. Fargeon había leído los trabajos del gran químico y se había inspirado en ellos. Lavoisier era todo lo contrario de un enemigo de la libertad y encarnaba el progreso de las ciencias. En su laboratorio del Arsenal, lugar de encuentro de todos los químicos, había descubierto el papel del oxígeno en la combustión y definido la composición del aire y del agua. Había puesto su saber al servicio de la libertad, formado a los alumnos del salitre para armar a la nación durante la guerra y se había convertido, de alguna manera, en «la Revolución misma contra el espíritu de la Edad Media». Habían asesinado a ese sabio patriota sólo por un empleo que había ocupado. Los cargos eran, además, cada vez más delirantes: un aguador llamado Valentín fue condenado a muerte el 28 de pradial por el Tribunal Revolucionario de París como «cómplice de un complot en la prisión de Bicêtre para apuñalar a los miembros del Comité de Salvación Pública de la Convención, arrancarles el corazón, asarlo, comerlo y hacer morir a los más patriotas en un tonel cubierto de clavos».
¿Qué iban a inventar para hundir a un hombre cuyo único crimen era haber perfumado a María Antonieta y a la Du Barry? De noche, Fargeon se despertaba sobresaltado, presa del espanto a la cuchilla, pero con la claridad del día, lo invadían bocanadas de esperanza. El Terror se cobraba demasiadas víctimas como para durar mucho más tiempo. Del 16 de germinal al 22 de pradial, o sea en cuatrocientos treinta días, el Tribunal revolucionario pronunció 1251 condenas a muerte. Luego guillotinaron en menos de dos meses a otros 1376 desafortunados. Los mismos carceleros se cansaban de aquel frenesí asesino. El pueblo miraba con malos ojos el espectáculo de la guillotina y hubo que trasladarla de la plaza de la Revolución a la barrera del Trono, lugar menos frecuentado, para sustraerla de las miradas. Al ganar tiempo, tal vez Fargeon escaparía de la siniestra máquina. Pensó en Victoire, que bregaba en su favor y le había escrito a Robespierre que su marido tenía una «moral republicana muy reconocida, una aversión constante a los aristócratas, una gran solicitud por frecuentar a los patriotas» y que todos sus actos estaban «marcados por el civismo y la humanidad». Él sabía cómo debía sufrir ella por representar la comedia de la patriota para salvarlo, y se sentía reconfortado por la fuerza de su amor.
De pronto, todavía casi imperceptible, sintió el olor agrio del repollo podrido: en el otro extremo del corredor acababa de salir de las cocinas el carro de la sopa. Tamborileó en la pared para anunciar la buena nueva a los ocupantes de la celda vecina. Se esperaba la distribución con incertidumbre, porque a menudo el guardián estaba demasiado borracho para empujar la pesada marmita. En ese momento, la mejor nariz de Francia servía para detectar su cercanía antes que los otros. En ocasiones, Fargeon se maldecía por haber dedicado tantos esfuerzos a afinar su olfato. Desde hacía meses era el sentido que más lo hacía sufrir. Si la nariz daba de verdad acceso al alma, la Revolución debía de tener un alma baja, porque olía a sudor, mal vino, orina y sangre. Se acordó del olor de Versalles. Algunos rincones del palacio apestaban, pero en la larga peregrinación por escaleras y pasillos que le exigían sus entregas, lo reconfortaba a cada instante la estela exquisita de una mujer con quien acababa de cruzarse. Jugaba a analizarla al pasar y se regocijaba cuando reconocía una de sus producciones. Todo eso estaba muy lejos y el recuerdo de los días felices sólo lo hacía sufrir.
En el momento en que se repetía esta triste verdad, oyó el ruido de la pesada llave que entraba en la cerradura de su celda. Por lo común, depositaban las escudillas en el ancho reborde de la ventanilla que el guardia encargado destornillaba desde el exterior. La puerta se abrió totalmente y apareció un guardián.
—¡Al tribunal!
Fargeon apretó cuidadosamente su alegato, que tenía en el bolsillo. Lo esperaban cuatro guardias municipales a las órdenes de dos comisarios empenachados que dijeron sus nombres: Boulanger y Thomas. El tribunal estaba muy cerca y se iba a pie a través de un pequeño patio. Respiró con delicia el aire tibio de julio y quiso detenerse un instante, pero uno de los guardias lo empujó con tanta fuerza que casi se cayó.
—¡Apúrate, ciudadano! ¡No eres el único al que van a juzgar hoy!
Entró en la sala que, por una cruel ironía, se había rebautizado «de la libertad» después de haberla hecho la antecámara del cadalso.
Los jueces estaban alineados en un estrado detrás de una larga mesa. Lo empujaron hacia el banco que tenían delante. Estaba solo, no había coacusados. Al menos se libraba de la acusación de complot. Detrás de él, una docena de hombres y mujeres esperaban su turno. Sintió su angustia. Por temor a poner mal a sus jueces no se animó a darse vuelta para examinar a los asistentes, que parecían poco numerosos. Se preguntó si Victoire habría podido ir y si había tenido el valor de hacerlo. Debía de estar allí, porque él se sentía extrañamente sereno. Su mujer le transmitía su fuerza. El presidente le pidió que se identificara y dijera su edad.
—Jean-Louis Fargeon, domicilio calle de Roule número 11, miembro de la sección de guardias franceses. Tengo cuarenta y seis años y dos hijos varones, uno de quince y el otro de trece años de edad. Estoy casado y mi esposa está viva. Soy perfumista.
—Ciudadano Fargeon, te han arrestado el 7 de nivoso por orden del comité de seguridad general por un caso de billetes falsos que se les encontraron a unos norteamericanos que habían desembarcado en Boulogne-sur-Mer. Después, un testigo declaró contra ti, por lo tanto debes responder. Hemos enviado a los comisarios a hacer una investigación de civismo respecto de ti.
Vio con sorpresa que se adelantaba el ciudadano Dujardin, un tendero que vivía en una calle cercana a la suya y que presentó contra él la más inicua de las denuncias. Al oír sus palabras se estremeció de cólera. Reunió fuerzas para no olvidar nada de su alegato. Por último, el presidente del tribunal planteó su primera pregunta que ya sonaba como una acusación:
—Ciudadano, has dicho que eras perfumista de la corte y de la nobleza. También lo eras del último tirano de Francia y de la loba austríaca. En consecuencia, serviste antes a la causa de la aristocracia que a la del pueblo.
—Sucedí al señor Vigier, perfumista de la corte de Versalles y conservé su tienda, pero la parte más importante de mi comercio la hago con los comerciantes de Francia y, sobre todo, del extranjero. Como siempre empleé muchos obreros, he sido útil al pueblo y no a la aristocracia.
—Después de dos años, ¿es exacto que tuviste una bancarrota de trescientas cuatro mil libras? —continuó el director de los jurados de la acusación.
—Mi quiebra fue sólo de doscientos dos mil libras, después de cuatro años de estar establecido, y fue una pérdida considerable. Pedí un plazo a mis acreedores y me lo otorgaron; y después cumplí todos mis compromisos con un trabajo encarnizado. Amplié mi actividad al extranjero para no depender de los déspotas. Comercié mucho con Norteamérica, cuna de la libertad.
—Pero se alega —gritó un jurado—, que distribuiste moneda falsa.
—La acusación es tan ridícula que no se sostuvo ni por un instante contra los norteamericanos sospechosos de ser los portadores. Uno de ellos era Thomas Jefferson, ministro plenipotenciario ilustre por los servicios que prestó a la democracia, que nadie podría sospechar que perjudicara a nuestra República. Fueron reconocidos patriotas y puestos en libertad rápidamente. Después, por reclamo de las sociedades populares, también se devolvió la libertad al ciudadano Chardin-Handecourt y, más recientemente, al ciudadano Lamy, acusados de los mismos cargos que yo. Nunca vi los billetes en cuestión, ni el pago de seis mil libras destinado a mí. Sin duda, fue malversado por los que hicieron correr el rumor infamante de falsificación. Ciudadanos, saben como yo que los enemigos de la libertad tienen la costumbre de calumniar a los verdaderos patriotas.
Hasta allí nada se podía reprochar a sus respuestas. El acusador público se levantó.
—Ciudadano, al comprar un carruaje has tratado de imitar las costumbres de los ex aristócratas a los que servías. No eres patriota.
—Al haber establecido mi industria en Suresnes para el mejoramiento de mi comercio y de la ciencia, adquirí un coche, porque me veía obligado a hacer frecuentes viajes. Es fácil comprobar que nada tenía de lujoso.
Con un tono rencoroso, el acusador volvió a la carga.
—Ciudadano, compraste una tierra en Montigny, cerca de Gisors, que te costó de seis a siete mil libras. La ciudadana que es tu esposa te habría aportado en el matrimonio tres mil libras, y tú, siete mil libras. Esa es una fortuna de privilegiados, mientras el pueblo pasaba hambre. Luego, no dejaste de enriquecerte y de comprar varias propiedades. Además, ¿no tienes en tu familia en Montpellier a algunos ex nobles?
Fargeon sintió en su nuca el viento de la cuchilla. Esa acusación lo llevaba derecho al cadalso. Se preocupó por no transformar su defensa en arenga, pero debía golpear fuerte.
—Todas las adquisiciones que hice en este distrito son compras de bienes nacionales por una suma de trescientas mil ciento veintidós libras, de las que todavía debo más de cien mil. Las dotes no fueron tan importantes como señala; esta denuncia sólo respira malignidad y deseos de perjudicar. Es una gran desdicha que un ciudadano que siempre dio pruebas del más puro patriotismo sea hoy objeto de tales calumnias. En cuanto al ciudadano Dujardin que me acusa, todos nuestros vecinos confirmarán que tiene la mente extraviada y que es víctima de quimeras. Es verdad, tengo un primo noble, Lambert Fargeon, señor de La Lauze. Pero ¿no es posible que la misma sangre corra por las venas sin que por eso se compartan las mismas ideas políticas? Siempre soñé con la soberanía del pueblo y me someto sin murmurar a su censura. ¡Viva la República una e indivisible! ¿Acaso no es lo que he proclamado con fuerza en mi declaración sobre el honor escrita cuando me arrestaron? Nada tengo que agregar, sino para proclamar mi inocencia y reiterar mi confianza en el nuevo orden y en su justicia. Soy un honesto republicano que clama su inocencia y su patriotismo.
—Te llamas patriota, ciudadano. Pero ¿qué pruebas de esto has dado a la República?
—Cuando el estandarte sangriento de la dictadura se alzó, el 17 de septiembre de 1790, ofrecí dos mil cuatrocientas libras para la Revolución y tengo el recibo. A partir de ese momento no dejé de servir a mi patria con todo mi poder. A comienzos de 1792 envié cuatrocientas libras a mi sección para armar y equipar a un voluntario y tomé el compromiso de dar trescientas libras por año mientras durara la guerra. Cumplí con placer este compromiso. Di trescientas libras para la guerra contra los bandidos de la Vendée. También doné para las viudas y equipé a dos voluntarios. A uno de ellos, llamado Vassal, le prometí que si se comportaba con valor y volvía, le conservaría su puesto y sus sueldos. Volvió y cumplí con mi promesa. Desde hace dos años, en Chaumont, departamento de Oise, donde vivo, he dado tantas veces como fue necesario para el reclutamiento de voluntarios. Me requisaron un caballo y doné otro. Con este fin, envié dos caballos para que eligieran el mejor.
—Sin embargo, parece —continuó el acusador público— que has empleado a un ministro de la superstición. ¿Es esto digno del patriota de espíritu ilustrado que pretendes ser?
—En efecto, tuve un preceptor sacerdote para mis hijos. Le hice saber que si no prestaba juramento, nuestros sentimientos opuestos no me permitirían confiarle a mis hijos, y lo prestó. Luego los confié al ciudadano Le Carpentier, patriota declarado, cuyos principios, caros a mi corazón, sólo fueron alterados por la pena que sentí cuando no pudo seguirme al campo donde me retiré. Me sentí consolado carteándome con él y viéndolo en cada uno de mis viajes a París. Anhelando siempre la libertad y el progreso, prediqué a mis obreros el amor a la República. Fui el primero en Chaumont en instaurar el calendario republicano haciendo trabajar a mis carreteros los domingos y permitiéndoles descansar las décadas.[6] Les aumenté quince libras por año para disminuir sus reticencias. Aumenté a mis obreros cinco libras ese día para tratar de decidirlos. Pero también le compré a un tal Davy, ex cura, bienes por seis mil libras y aunque en el contrato decía que había recibido esa suma al contado, la había recibido en un pagaré. No le pagué e hice mi declaración a la comuna de Chaumont.
El comisario del jurado de acusación consultó las notas presentadas por el ujier.
—Veo que has comprado por unas ochenta mil libras bienes nacionales, de los que has sacado provecho. Dices que siempre pagaste esas sumas que, sin embargo, prueban que no has dejado de enriquecerte. Eso no es muy de patriota. ¿Has tenido generosidades más grandes con el ejército de la República?
—Sí, pagué las sumas establecidas en diferentes épocas, sobre todo cuando los enemigos estaban cerca de Saint-Quentin, más o menos veinte mil libras el 7 de septiembre de 1793. Como ya lo afirmé, pasaron un gran número de voluntarios. Recibí a muchos y siempre pagué sus forrajes y los alimenté. También contribuí con la compra de tres caballos bien provistos y equipados que la sociedad popular de los sans-culottes de Chaumont, de la que soy mimbro, compró para ofrecer a la República. Los ciudadanos Ficher, Penal y Bellemin, oficiales del ejército revolucionario, pueden atestiguar mi civismo. Incluso desde la cárcel intenté servir a la República. Con la ayuda de mi esposa, patriota como yo, pude hacer saber al ciudadano Desflandres, administrador del distrito de Suresnes, que mis viejos locales en la actualidad, alquilados al ciudadano Lemoigne-Surigny, se prestaban de manera admirable para la recolección del salitre indispensable en la guerra contra los tiranos. ¡Vean, ciudadanos, cómo el dinero que gané con mi oficio de los ex nobles, me sirvió para ayudar a la República! No, jamás pensé, ni por un instante, en mandar mi oro al extranjero como tantos sinvergüenzas, y esa sola idea me estremecía de horror.
Tuvo la impresión de que su alegato había convencido. No tenía necesidad de consultar su texto escrito, ya que las palabras que usaba para proclamar su inocencia surgían con facilidad de sus labios.
El abogado nombrado de oficio, del que ignoraba hasta su nombre, continuó en el mismo tono. Se había encontrado con Victoire para organizar su defensa y ella le había entregado las pruebas del civismo de su marido que había podido reunir.
—Ciudadanos —lanzó el defensor—, sus comisarios han trabajado desde hace meses con miras a aportar todo lo que el amor a la verdad, la justicia y la imparcialidad pueden sugerir a republicanos que enseñan el amor a la patria y que no conocen otra virtud que la que conduce la inocencia al triunfo y el crimen al cadalso. Y si, como nos gusta creer, el ciudadano Fargeon se ha comportado como actuó en la comuna de Chaumont desde hace tres años, es indudable que muy pronto será devuelto a su familia y a la patria que parece haber amado sinceramente. En las investigaciones que hicimos y que sometemos a su examen, comprobarán, ciudadanos, que, en la mayoría de los hechos, se ve que surgieron con pureza del humanitarismo, esa virtud de las almas sensibles; y si por alguna razón no quieren considerarlas a favor del civismo de Fargeon, al menos el recuerdo de ustedes reposará con ternura en actos en los que el indigente o el damnificado bendijeron más de una vez la mano caritativa que se tendió hacia ellos. Si, por el contrario, consideran que deben recordarlos en el acto que se les pide que juzguen, saldarán con Fargeon la deuda sagrada del reconocimiento de nuestros pobres y desdichados ciudadanos, que un día podrán decirle: «Ves, ciudadano Fargeon, que las buenas acciones siempre son recompensadas».
El acusado, con los ojos llenos de lágrimas, estaba más muerto que vivo. El presidente hizo un gesto y uno de los guardias le tocó el hombro para invitarlo a salir de la sala. Los jurados de la acusación y los del juicio se retiraron para deliberar. Su suerte se jugaba durante esos minutos que le parecieron una eternidad. Por fin, un guardia lo hizo volver para escuchar el veredicto.
—Ciudadano Fargeon —dijo el presidente— escucha la declaración del jurado: de las investigaciones que hemos hecho y las acciones que hemos escuchado, nada indica tu culpabilidad y han quedado ampliamente demostrados tu civismo y tu inocencia. El Tribunal Revolucionario no desea prolongar tu detención y, como consecuencia de este interrogatorio, proclama tu liberación de inmediato. Se levanta la sesión. Liberen al prisionero y desalojen la sala.
Fargeon ignoraba que en ese 9 de termidor del año II en que le devolvían la libertad la Convención acababa de votar el arresto de Robespierre.
En el patio, Victoire esperaba a su esposo; se arrojó a sus brazos llorando de alegría. En el coche de alquiler que los llevó hacia Chaumont le informó de la caída del Incorruptible. Dos días antes habían decapitado a un Autié, pero no sabía si se trataba del peluquero Léonard o de su hermano. Lo habían llevado en la misma carreta que al poeta André Chénier. Habían guillotinado a la condesa de Ossun, detenida en su domicilio de la calle Varennes con la acusación de haber «participado en todas las conspiraciones urdidas en esa corte tan pérfida como corrompida». Se decía que la azafata de la reina había muerto con el valor y la serenidad de una mártir.
Cuando los esposos llegaron a la pequeña ciudad, ya había caído la noche. La noticia del arresto y la condena de Robespierre se les había adelantado. Se bailaba en las calles a la luz de las antorchas para festejar el final del Terror.
Fargeon sentía renacer la esperanza en él. Después de tantas sangrientas disputas, Francia tal vez conocería por fin los beneficios de la República de los derechos del hombre.