Fargeon se había abonado al mayor número posible de diarios y gacetas porque quería estar perfectamente informado del desarrollo de los acontecimientos. Lo que leía le hacía pensar que Victoire tenía el don de la profecía. Los artículos eran otros tantos llamados al crimen. En secreto se indignaba: habituado al rigor de la química, sufría por las imprecisiones de la política. Presentaban como un tigre sediento de sangre y un nuevo Nerón a un monarca bonachón hasta la molicie, que había dejado matar a sus partidarios por no dar la orden de disparar contra los enemigos, un soberano humano que había abolido la tortura y el horrible suplicio de la rueda.
Cuando descubrieron «el armario de hierro», escondrijo secreto en las Tullerías para ocultar la correspondencia comprometedora con el enemigo exterior, Fargeon se dio cuenta de que el rey estaba perdido. La Convención se había erigido en tribunal. El 11 de diciembre el alcalde de París, Chambon, acompañado por Chaumette, procurador de la comuna, le leyó al soberano un decreto que decía: «Luis Capeto será llevado al estrado de la Asamblea Nacional».
—Capeto no es mi apellido; es el de uno de mis antepasados —contestó el rey.
Al leer el resumen del proceso, el perfumista no pudo dejar de admirar la dignidad con la que actuaba el soberano. Nada tenía que objetar a la frase final del alegato leído por su defensor, Monsieur de Sèze: «Franceses, la revolución que los regenera ha desarrollado en ustedes grandes virtudes, pero cuídense de que no haya debilitado en sus almas el sentimiento humanitario». El humanitarismo había desaparecido de la República. A partir de entonces, ¿quién recogería a los huérfanos y dotaría a las jóvenes pobres como lo había hecho María Antonieta? Pero trataba de salvar las apariencias delante de su esposa. Ella le había preguntado si no tenía piedad de la reina.
—La compadezco de todo corazón, pero estoy de acuerdo con el representante Merlin, que la noche del 20 de junio le dijo: «Señora, lloro por la desdicha de una hermosa mujer, sensible y madre de familia, pero no se confunda, no hay una sola de mis lágrimas para el rey o la reina».
—¡Qué hermoso razonamiento! ¡Como si se pudiera insultar a la reina sin ultrajar a la mujer, o quitarle sus hijos a la madre sin herir a la reina!
El 21 de enero de 1792 a las 10.22 de la mañana, los redobles de tambor y el sonido del cañón le indicaron a María Antonieta que Luis XVI acababa de ser decapitado. Lloró, después se arrodilló delante de su hijo, Luis XVII, rey de Francia. La familia real todavía constituía un valor de cambio no desdeñable con las potencias extranjeras. Se autorizó a la «viuda Capeto» a encargar «ropas de duelo, calzado lustrado, enaguas de “histaly” y hasta un abanico de tafetán negro». A los treinta y siete años era una mujer vieja, de salud delicada, sujeta a frecuentes convulsiones.
La tienda estaba casi desierta y Fargeon reclamaba sus créditos. Las memorias relativas a los dos últimos años del reinado de Luis XVI se hallaban en manos del ciudadano Henry, liquidador de la lista civil. Fue a verlo y el contador firmó la autorización de pago sin decir una palabra, con gesto profundamente asqueado. El perfumista se estremeció ante la idea de que acababa de convertirse en sospechoso, pero obtuvo el pago de los suministros entregados a los Hijos de Francia el 16 de agosto del año anterior. Se le oprimió el corazón al leer en el recibo «suministros pagados por la República para la Capeto, viuda del último tirano de los franceses».
Cuando volvió a su casa subió a su gabinete de trabajo y consultó los registros donde Victoire había anotado con su habitual cuidado los encargos reales. El primero estaba fechado en 1775 y se extendía durante diecisiete años. Encendió un gran fuego y pasó varias horas quemando esos documentos que se habían vuelto comprometedores. Sin duda, todos los proveedores de Versalles habían hecho lo mismo. Rose Bertin, que compensaba con su valor sus extravagancias y malos consejos de las épocas felices, había vuelto del exilio. Considerada una emigrada, había encontrado confiscados sus bienes. Pudo ver por última vez a la soberana cuando le llevó algunos encargos.
El 3 de julio fue la estación más dolorosa del vía crucis de María Antonieta. Ese día separaron al joven Delfín de su madre. Fargeon leyó con tristeza que en el grupo de brutos que invadió la habitación para cometer ese rapto odioso figuraba uno de sus colegas, junto con un tallador de piedras, un pintor, un abogado y un «lector secretario». Si la hubiera podido ver, le habría sido difícil reconocer a la reina. Su rostro, cuyo delicado colorido había estudiado en otros momentos, se había convertido en el de una vieja. El 2 de agosto, cuando la llevaron a la Conciergerie, que sabía que era la antecámara de la muerte, suspiró: «Ya nada puede hacerme mal». La trataron con el máximo rigor. Su cama era de madera, con paja y un colchón, y tenía una manta de lana agujereada y sucia. Una joven criada de nombre Rosalie alivió lo mejor que pudo los últimos días de la reina de Francia. Hacía un calor sofocante y le faltaba ropa interior. Terminaron por darle algunas camisas, dos pares de medias de seda negra y zapatos. Rosalie le consiguió una mota de cisne, polvos y un frasco de agua perfumada para los dientes. Su último lujo fue tomar agua de Ville d'Avray, la única que soportaba en Versalles.
Se levantaba a las siete de la mañana, se ponía la bata y las pantuflas y «dividía sus cabellos sobre la frente después de ponerles un poco de polvos perfumados». Ya era demasiado, por lo que le confiscaron sus vinagreras, los polvos y la mota de cisne. Su suerte apiadaba a cualquiera que conservara un poco de humanidad. Los gendarmes que conocían su gusto por las flores le llevaban claveles y nardos. Le habían quitado el reloj que le había regalado el rey, luego los tres anillos con dos solitarios de diamantes que adornaban sus manos, los cuales giraba sin cesar para matar el aburrimiento y conjurar la angustia. Ya sólo tenía vestidos remendados, uno blanco y otro negro, y un pequeño espejo que Rosalie compró en los muelles por veinticinco centavos de papel moneda. El borde rojo y su decoración china pintada en los costados le encantaron. La mujer que había poseído el más bello neceser de viaje del universo acomodaba sus ropas en una caja de cartón.
El 17 de septiembre de 1793 se votó la terrible ley de los sospechosos. Un mes más tarde, la reina subió al cadalso. Fargeon leyó su condena en el Moniteur: «Al oír pronunciar su sentencia no mostró ninguna marca de alteración, y salió de la sala de audiencias sin decir una palabra, sin dirigir ningún discurso a los jueces ni al público». Ya no pensaba en distinguir, como había hecho, entre la reina y la mujer, en condenar a una y compadecer a la otra. Leyó con rechazo en el Père Duchesne la oración fúnebre vomitada por Hébert: «¡He visto caer en la canasta la cabeza de madame Veto! Quisiera expresarles la satisfacción de los sans-culottes cuando la archiduquesa cruzó París en el coche con treinta y seis puertas. Su cabeza maldita por fin está separada de su cuello de zorra. En el aire resonaron los gritos de “¡Viva la República!”».
Mientras Victoire lloraba, el perfumista volvía a ver la imagen de la joven Delfina, resplandeciente de frescura, de gracia y de majestad. La felicidad brillaba en sus ojos y en su sonrisa. Después, había podido medir la sutileza de su gusto, la elegancia de sus modales y la generosidad de su corazón. ¿Qué importaban su coquetería y su ligereza? Las había pagado con el martirio que soportó hasta el final con admirable dignidad mostrándose cortés hasta con el verdugo.
Recordaba su última visita a las Tullerías. Se impresionó por la manera en que el perfume del Trianón se había alterado y, al respirarlo, sintió el presentimiento de la tragedia. ¿Era posible que el ser humano, en ciertas circunstancias, estuviera en olor de desdicha, así como se dice que está en olor de santidad? Recordaba las palabras de María Antonieta: «El nardo ejerce en mí un poder extraño». ¿Por qué le gustaba tanto una flor que se le parecía tan poco y que, cuando se marchitaba, tomaba el olor de la carne en descomposición? El olfato era el más sutil de los sentidos. ¿Percibía lo que la mente no concebía todavía? Pensó en Rousseau: «El olfato es el sentido de la imaginación». ¿La reina había tenido la premonición de su destino?
Después de la muerte de María Antonieta, Fargeon permaneció mucho tiempo postrado en su retiro. No echaba de menos el orden antiguo, pero la Revolución se había manchado con demasiados crímenes para que pudiera esperar en adelante algo bueno. Estaba horrorizado por la manera en que los hombres la habían transformado en odio. El Terror arrasaba y, cada día, se enteraba de clientes y clientas que habían subido al cadalso después de una parodia de proceso. A pesar de sus convicciones, quedó tan trastocado por el final de madame Du Barry, el 9 de noviembre, como por el de la republicana madame Roland la víspera. Después de la muerte de Luis XV, la favorita volvió, tras dieciocho meses de penitencia forzosa en la abadía de Pont-aux-Dames, a la vida a la que estaba acostumbrada, y había tenido nuevos amores. Le hacían pagar muy caro su pasada felicidad. «Ciudadanos jurados —exclamó el acusador público— se han pronunciado sobre las intrigas de la esposa del último tirano de los franceses; hoy tienen que pronunciarse sobre las conspiraciones de la cortesana de su predecesor. Tienen delante a esta Lais, célebre por lo disoluto de sus costumbres, la publicidad y el brillo de sus desenfrenos, a quien sólo el libertinaje hizo compartir el destino del déspota que sacrificó los tesoros y la sangre de sus pueblos a sus vergonzosos placeres. Tienen que decidir si esta Mesalina, nacida en el pueblo, enriquecida con los despojos del pueblo que pagaba el oprobio de sus costumbres, a quien la muerte del tirano bajó del rango donde el crimen la había colocado…». Seguía el relato de la ejecución de la «mujer Du Barry». El autor contaba con deleite innoble que había lanzado gritos desgarradores y se debatió entre el verdugo y sus dos ayudantes que apenas pudieron sostenerla. Había implorado en el momento en que la ataban a la plancha: «¡Gracia, gracia, un momento más, señor verdugo!». Solo la cuchilla había podido hacerla callar. Indignado, Fargeon hizo una bola con la hoja impresa y la arrojó al fuego que ardía en la chimenea. Victoire disimulaba su angustia con trabajos de aguja. Al ver que estrujaba el papel levantó los ojos:
—¿Qué han hecho ahora?
—Guillotinaron a madame Du Barry.
—Es triste, pero si se animaron a guillotinar a su reina…
Él se calló, no podía explicarle lo que sentía y ella no lo habría comprendido. La muerte de María Antonieta, tan atroz como inmerecida, era la de una soberana y de un régimen aborrecidos. La Du Barry, en cambio, había salido del pueblo y su único error había sido haber amado a un rey. Volvía a verla en su diván, el día en que lo había recibido tan graciosamente. Era la imagen de la dulzura de vivir. Ella había reconocido su talento y se acordaba del estado de exaltación en que estaba al volver a París. La Revolución acababa de matar con ella su sueño de juventud: llevar a la mujer, mediante su arte, al estado de belleza perfecta que había encarnado la favorita. De pronto, se sentía extrañamente cansado. Ya no era el amigo del porvenir y de las ideas nuevas. Era también un hombre del Antiguo Régimen. El refinamiento se consideraba un crimen. Robespierre hacía gala de elegancia y se había hecho pintar una rosa en la mano, pero el Incorruptible no usaba agua perfumada. Aunque se fabricaban algunas que llevaban nombres nuevos y aterradores: elíxires a la Guillotina o Sent-bon [huele bien] à la Sent-son, por referencia al nombre del verdugo. Una pechera o un pañuelo impregnados de esencia de lirio o de agua de la reina podían costar la vida. Ya no había lugar en el nuevo comercio parisiense para un «perfumista de los Capeto».
Empezó a buscar un comprador para su negocio y, para ver a los candidatos, debió ir a París, donde no ponía un pie desde hacía meses. La ciudad, que había sido la más bella y la más refinada del mundo, estaba irreconocible. Pasó delante de una librería que se llamaba Nuestra Señora de la Guillotina. Todo era feo, sucio y vulgar en el espectáculo que ofrecía el pueblo soberano. Las fiestas que se sucedían, la fiesta de la Virtud, la fiesta de los Jóvenes o las fiestas de los Viejos, nada tenían que ver con las del Antiguo Régimen. Se cruzó con guardias nacionales vestidos de la manera más ridícula: algunos llevaban un gorro de piel y otros, una crin que caía sobre la cabeza. Un adolescente tenía un traje mitad romano, mitad escocés, con las piernas desnudas y una túnica adornada con nidos de golondrina a manera de charreteras. Arrastraba una pesada espada a la antigua, colgada de un cinturón de imitación de piel. Fargeon no pudo dejar de preguntarle por qué iba vestido de esa manera tan especial.
—Ah, ciudadano, es un traje muy incómodo que nos imponen allí —suspiró el joven—. Sobre todo la espada.
Era un alumno de la École de Mars donde formaban, cerca de la puerta Maillot, a los futuros oficiales de la República.
El espectáculo de las mujeres no era más agradable. La moda les imponía ropa sin gracia, bata a la patriota y toilettes a la Constitución. El ciudadano escultor Especieux deseaba que los franceses adoptaran como traje nacional «el casco y la clámide como en Atenas». El ciudadano pintor Wicar, alumno de David, aconsejaba a las damas que abandonaran «los chales ridículamente abultados que ocultaban sus encantos más agradables». Fargeon había leído ese extraño consejo, pero no logró ver una sola dama que fuera por la calle con el torso desnudo. Sin duda, las parisienses no eran todavía demasiado patriotas. Las paredes de las casas estaban cubiertas de inscripciones republicanas. En las calles había banquetes patrióticos y fraternales. «En esas mesas lacedemonias —escribía el Journal de Paris— no se necesitan manteles, ni servilletas ni nada que tenga que ver con el lujo. En ese estado de simplicidad de edad dorada, ¡cuántos corazones están dispuestos a la fraternidad y a la dulce igualdad! Los padres y madres enternecidos, en medio de sus hijos, gozan con delicia de los primeros frutos de la Revolución». Cuando, de regreso en Chaumont, leyó esas líneas, Fargeon se restregó los ojos. En las calles de la capital no había visto la dulce fraternidad, sino a borrachos berreando insensateces y apestando a sudor. Era una serie de escenas más o menos asqueantes, más o menos grotescas. Era la ebriedad en su forma más indecente. Más allá, en medio de todos los síntomas de la alegría, expresiones de caníbales; en otros lados, proyectos de asesinatos y de incendios.
El perfumista estaba más convencido que nunca de que nada tenía que hacer en ese pandemonio. El Terror crecía como un torrente y arrasaba todo a su paso. La lista de emigrados se alargaba cada día; se diseminaban por todos los rincones de Europa la condesa Béon de Béarn, dama de honor de madame Adélaïde, la marquesa y la duquesa de Choiseul, mademoiselle Dillon, el conde y la condesa de Duras, la condesa de Laage, el conde Auguste de Lamarck, el duque y la duquesa de Luxemburgo, la marquesa de Mabceuf, la vizcondesa de Polastron, el conde de Artois, la marquesa de Tonnerre, la condesa de Vergennes. Fargeon los había provisto a todos de perfumes y muchos de ellos no habían tenido ni el tiempo ni la posibilidad de pagar sus deudas. A veces, un exiliado escrupuloso hacía llegar algunas piezas de oro acompañadas de unas palabras donde pedía elegantemente disculpas por el atraso en saldar su deuda. Fargeon gozaba de una renta de doce mil trescientas siete libras, lo que era bastante para llevar una vida acomodada y seguir pagando el préstamo forzoso de su sección, que había tenido la imprudencia de abandonar.