Nadie se animaba a declararse proveedor de la Corte. Fargeon deseaba continuar sirviendo a la reina que, en la prisión, tenía mucha necesidad de sus productos. Llegó a saber que no abandonaba las vinagreras que contenían las aguas revigorizantes que la ayudaban a soportar la prueba, y que también usaba en abundancia aguardiente de lavanda para calmar la angustia, así como pomadas al azahar y la pasta para las manos. Una costurera pudo llegar hasta ella y, aunque Rose ya no estaba en París, la casa Bertin continuó sus entregas hasta septiembre. Fargeon deslizó entre las aguas de olor un frasco del perfume del Trianón en recuerdo de pasadas felicidades. Cuando fue para que le pagaran, un sans-culotte se le rió en la cara.
—¿Te burlas, ciudadano? ¿Crees que vamos a perfumar la jeta del cerdo gordo a cuenta de la nación?
Rose Bertin había huido hacia Coblenza, donde la esperaban sus antiguas clientas. Se contaba que había cedido a las exhortaciones de la reina, que temía por su fiel modista. Su partida fue el tañido fúnebre para la elegancia y una gaceta escribió: «Mademoiselle Bertin deja la capital, en París sólo quedará gente mal vestida». Los mejor informados sabían que, en una de sus última entregas en las Tullerías, la reina le había dicho: «Soñé con usted anoche, mi querida Rose; me pareció que me traía una cantidad de cintas de todos los colores y que yo elegía varias, pero, apenas se encontraban en mis manos, se volvían negras».
La atmósfera se hacía cada vez más pesada. Los sans-culottes requisaban cada casa y llenaban las prisiones de sospechosos. El rico perfumista se mostraba lo menos posible, porque, por más patriota que fuese, su apariencia y su manera de expresarse hacían que los hombres del pueblo lo miraran con ojos torvos. El 17 de agosto se inauguró la máquina del doctor Guillotin para ejecutar a Laporte, «intendente de la lista civil del ex rey» y a D'Anglemont, «agente monárquico». Se decidió que, desde ese momento, la «guillotina» estaría instalada de manera permanente. A comienzos de septiembre, con el pretexto de liquidar a los enemigos del interior, bandas de degolladores invadieron las prisiones donde se amontonaban los sospechosos. Marselleses y federados mataron salvajemente, durante dos horas, a varios obispos y a ciento veinte sacerdotes en la prisión de Carmes, luego degollaron, en la prisión de l'Abbaye, a los guardias suizos que habían sobrevivido al 10 de agosto. Nadie se salvó, ni los niños detenidos en Bicêtre ni las mujeres de la Salpêtrière. Sacaron a la princesa de Lamballe de la prisión de la Force y la mataron. Refugiada en Turín, había vuelto a Francia en cuanto se había enterado de que la reina, su amiga, estaba en peligro. Llevaron su cabeza clavada en la punta de una pica para que María Antonieta pudiera verla desde su ventana. «¡Pueblo —clamaba Billaud— inmolas a tus enemigos, cumples con tu deber!». Algunos nobles aparentaban no cambiar en nada sus costumbres y, por puro desafío, iban a la calle de Roule todos los días. Otros habían desaparecido, emigrado o se habían ocultado en sus castillos de provincia.
En la sesión de apertura del 21 de septiembre, la Convención decretó la abolición de la monarquía en Francia. «Los reyes —exclamó el abate Grégoire— son al orden moral lo que los monstruos al orden físico». Se aclamó a los oradores a los gritos de «¡Viva la Nación! ¡Viva la libertad!». Todos los actos públicos debían ser fechados desde el primer año de la República y el sello del Estado tenía estas palabras: «República de Francia». Al igual que cuando la abolición de los privilegios, Fargeon se acordó de su padre. Sin duda, le habría gustado ver que la realeza daba paso a la república, pero ¿el lector de los filósofos se había imaginado así los nuevos tiempos? Por su parte, Victoire vivía acongojada. Su sólido sentido común le había hecho comprender, desde hacía mucho, que en el nuevo orden no había lugar para los ex proveedores de la reina de Francia. Se lo advirtió a su esposo.
—Puedes proclamarte patriota todo lo que quieras, esos depravados no te lo agradecerán. Vienen de la hez del pueblo y sólo saben que somos ricos y que hemos servido a la corte. Haríamos bien en buscarnos un refugio discreto.
—¿Ocultarnos? ¡Deliras, querida! Que yo sepa no somos nobles.
—No, pero eso no bastará para salvarnos de su furia. Ya verás que matarán hasta al rey. Por eso lo han encarcelado.
—En absoluto, es sólo para impedir que hable con los enemigos del exterior. Un día lo expulsarán y se reunirá con sus queridos emigrados. Ya no se lo necesita ahora que el pueblo es soberano.
—Matarán al rey, te lo digo, y nosotros corremos el peligro de sufrir la misma suerte. ¡Esa gente pasea las cabezas en picas!
—¿Alguna vez una revolución se desarrolló sin excesos? Esto pasará. El hombre es naturalmente bueno, como escribió Jean-Jacques Rousseau. Todo nacimiento es doloroso; deberías saberlo porque eres madre. Asistimos al nacimiento de un mundo mejor.
—¡Matarán al rey!
No contestó porque sentía que su fe en la Revolución vacilaba. La sociedad de iguales ilustrados y benévolos soñada por su padre había dado paso a los fanáticos bebedores de sangre del «partido agitador». A partir de ese día no volvió a poner los pies en la sección a la que había adherido con entusiasmo. Y su caso no era único. «En una sección que tiene tres o cuatro mil ciudadanos, sólo veinticinco formaron la asamblea», comprueba un informe de diciembre de 1792. Ese mismo Marat escribía en su periódico: «El aburrimiento y el rechazo han dejado las asambleas desiertas».
Fargeon ignoraba todo sobre la vida que llevaban los prisioneros en el Temple y no sospechaba el maltrato al que los carceleros con gorro rojo sometían a la familia real, que lo soportaba cristianamente. ¿Cómo hubiera sabido que un ex capuchino, el concejal Mathieu, había ido a decirle a Luis XVI: «La patria está en peligro. Sabemos que nosotros, nuestras mujeres y nuestros hijos moriremos, pero el pueblo será vengado y usted morirá antes que nosotros»?