EL PERFUME DE LA DESDICHA

A comienzos de junio de 1791, el perfumista recibió un mensaje que le produjo gran emoción: «El señor Fargeon tendrá a bien ir de inmediato a las Tullerías. Se presentará en la puertecita que da al pasaje de los Feuillants. El guardia suizo Parent lo introducirá. En la puerta situada al pie del Pabellón de Flora, del lado del jardín, un lacayo esperará al señor Fargeon y lo conducirá al lugar donde será recibido. No se demore».

Se apresuró a obedecer y, a través de apartamentos casi desiertos, lo llevaron al gabinete de la reina. Ella lo acogió con su acostumbrada benevolencia y le preguntó qué pensaba de los acontecimientos en su condición de burgués de París. No era el lugar ni el momento de proclamar sus convicciones republicanas y no tenía ningún deseo de seguir el ejemplo de Léonard y mademoiselle Bertin, que se jactaban de ilustrar a su real clienta transmitiéndole los rumores públicos. Se contentó con decirle que sus negocios lo alejaban de la política y asegurar su adhesión a la persona de los soberanos, lo que, en su ánimo, no era ser fiel a la monarquía. La reina sonrió con melancolía: no se engañaba. El perfume del Trianón, que había creado con tanto cuidado, flotaba alrededor de ella. Estupefacto, comprobó que había cambiado: en la misteriosa alquimia del agua de olor con la piel, el embriagante aroma del nardo aplastaba a los otros componentes. Sin embargo, había usado con parsimonia la peligrosa flor. Lo que reconocía su nariz infalible no era lo que hubiera querido. ¿Cómo era posible que la reina no percibida esa alteración? En el aroma exquisito se había deslizado algo áspero y brutal, como el anuncio de la desdicha.

Reconoció en el aire otra de sus creaciones: la fragancia viril que le había pedido para regalársela a un «hombre muy elegante». Por cierto, éste había estado en la habitación unas horas antes. ¿Quién era? No deseaba profundizar en ese misterio. Agradeció a la soberana haber mantenido su confianza en él a pesar de la dureza del momento. Antes de irse le dijo que había entregado a madame Campan su último pedido, al igual que el de madame Tourzel. No agregó que eran dos listas extrañamente largas y que había tenido dificultades para reunir todo, porque las materias primas llegaban de manera irregular debido a los disturbios.

No podía adivinar la razón de esas grandes compras: la familia real preparaba el desatino que terminaría lamentablemente en Varennes. Axel de Fersen, para salvar a la mujer que amaba, desplegaba una actividad desbordante y no dudaba en correr los mayores riesgos. A partir de febrero había preparado un plan de fuga. Montmédy prefirió Metz porque estaba más cerca de Luxemburgo. Evitaría pasar por Reims, ciudad de la coronación, donde el rey temía ser reconocido. Se reservó una amplia berlina pintada de verde botella, con la ballesta y las ruedas amarillo limón, tapizada de terciopelo de Utrecht blanco. «Desde el mes de marzo —escribió Madame Campan— la reina se ocupó de los preparativos de su partida. Pasé esos meses a su lado y cumplí gran parte de las órdenes secretas que daba al respecto. Con pena, la veía ocupada en detalles que me parecían inútiles y hasta peligrosos, y le señalé que la reina de Francia encontraría camisas y vestidos en todas partes».

Lo mismo pasaba con los perfumes, pero María Antonieta, con su incurable ligereza, se había empecinado en llevarlos en su soberbio neceser de viaje, totalmente provisto para la ocasión. Sin duda pensaba, como Montesquieu, que «cuando se ha sido mujer en París, ya no se puede serlo en otra parte». Se logró hacer llegar a Bruselas un baúl entero, pero el neceser planteaba un problema más delicado. Era «enorme y contenía desde un calentador hasta una escudilla de plata». Cuando la reina replicó que quería enviar un presente a su hermana, madame Campan intentó disuadirla, ya que temía que «hubiera gente lo bastante perspicaz como para adivinar que ese presente sólo era un pretexto con el propósito de enviar ese mueble antes de su partida». Se tomó el cuidado de «no dejar huella de los perfumes que podían no ser adecuados para esa princesa», pero la precaución no engañó a una mujer del guardarropa que, el 21 de marzo, denunció al alcalde de París las reales intenciones de su señora. Agregó que «Su Majestad apreciaba demasiado ese mueble como para privarse de él y que a menudo haba dicho que sería muy útil en caso de viaje».

Para llenar los frascos de cristal, las cajas de polvo y los potes de ungüentos de su querido neceser, María Antonieta pidió una infinidad de artículos a sus diferentes proveedores. Fargeon entregó, además del perfume del Trianón, su famoso polvo a la Fargeon, potes de pomada, algunas botellas de agua de lavanda, agua celestial y agua soberana que a la reina le gustaba para friccionar sus sienes. Como temía el agotamiento del viaje, agregó a su pedido agua de flores de azahar y espíritu de lavanda, que se consideraban tranquilizantes, diferentes vinagres tónicos y antiespasmódicos, así como sales revigorizantes y hasta bolsitas de baño de modestia. No olvidó la esencia de bergamota ni las pomadas al heliotropo y al limón, además de diferentes aguas cosméticas. Con su delicadeza habitual, se cuidó muy bien de confesarle a Fargeon que le gustaban mucho los e spíritus penetrantes y la crema de rosa de caracoles de su joven competidor Jean-François Houbigant.

Una extraordinaria acumulación de torpezas precedió y acompañó la «huida a Varennes», pero la coquetería de María Antonieta también desempeñó un papel nefasto. La reina no concebía prescindir de su peluquero. Participaron del secreto a Léonard y se tuvo la imprudencia de confiar a ese gascón charlatán y jactancioso una misión de confianza: llevar un cofre con los diamantes de la reina y avisar a los relevos de caballos cuando se acercaban los fugitivos. Por último, el 20 de junio, la amplia y poco discreta berlina partió con la pareja real, alias el señor Durand y la señora Rochet, sus dos hijos, madame Elisabeth y madame de Tourzel. La partida de la familia real era un secreto a voces y tal vez fue tolerada por los dueños de Francia porque esperaban sacar una ventaja política. El «señor Durand» fue reconocido varias veces antes de que el jefe de posta Jean-Baptiste Drouet diera el golpe fatal. El peluquero de confianza encontró el medio —¿traición o tontería?— de decirles a los dragones que protegían a Su Majestad que había una contraorden, por lo que abandonaron sus puestos. Cuando los oficiales llegaron de París con la orden de la Asamblea de «detener a todos los individuos de la familia real», Luis XVI murmuró: «Ya no hay rey de Francia». La reina, en un inútil gesto de provocación, tiró el decreto al suelo. El regreso fue espantoso: en medio del calor y el polvo, la berlina se convirtió en una prisión rodante escoltada por la fuerza armada entre los gritos de un populacho enfurecido. A su llegada, la reina, cuyos cabellos «se habían vuelto blancos por la desdicha», dictó un billete para madame Campan: «Le escribo desde mi baño donde acabo de meterme para aliviar por lo meros mis fuerzas físicas. Nada puedo decir sobre el estado de mi alma; existimos, eso es todo». Debía ese pequeño consuelo al arte de su perfumista preferido.

Fargeon estaba encolerizado: se sentía traicionado por la huida de la familia real. Luis XVI se había negado al juego limpio de ser un monarca constitucional a la cabeza de una república de hecho. Se detenía a los sospechosos de haberlos ayudado. La azafata de la reina, madame d'Ossun, arrestada enseguida, dio a los que la interrogaban una hermosa v altiva respuesta: «No conocía el secreto. Y si lo hubiera conocido no estaría aquí; habría precedido a la reina. Si algo me molesta es que la reina no me haya avisado». El perfumista sentía los más vivos temores: la berlina desbordaba de productos provenientes de su tienda. ¿Lo creerían cómplice de una acción en la que, como buen patriota, solo veía un estúpido e imperdonable crimen contra la nación? Pensó que la guerra extranjera era una posibilidad para Francia: iba a poder convertir a Europa a la libertad, la igualdad y la fraternidad. Los primeros combates fueron desastrosos y la opinión pública se volvió contra el soberano. Como no le gustaban los movimientos de multitudes, Fargeon se quedó en su casa el 20 de junio de 1791, cuando una multitud furiosa irrumpió en las Tullerías. Se vio entonces moverse por encima de las cabezas una guillotina con la inscripción: «Para el tirano» y una horca de la que colgaba la efigie de una mujer con las palabras: «Para Antonieta». El rey se dejó poner el gorro rojo, con lo que perdió su prestigio para siempre. En la calle de Roule los nobles clientes estaban horrorizados. El carnicero Legendre se había dirigido a Su Majestad llamándolo «señor», y había continuado: «Usted es un pérfido, siempre nos engañó y nos volverá a engañar». Se citaba un rasgo de coraje de María Antonieta: al pasar delante de ella, a la que una simple mesa separaba de la multitud enfurecida, una pescadera la insultó. La reina le preguntó si le había hecho algún mal personal y la mujer respondió: «Ninguno, pero usted echa a perder a la nación». «Se equivoca —contestó la reina—, me casé con el rey de Francia y soy la madre del Delfín. Soy francesa y no volveré a ver a mi país. Sólo puedo ser feliz o desdichada en Francia; era feliz cuando me amaban». La pescadera se deshizo en llanto: «Ah, señora, perdóneme. No la conocía y veo que es buena». Victoire lloró enternecida con este relato. En el pueblo, no había sólo chusma. Ignoraba que lo peor estaba por llegar.

El 26 de julio el manifiesto de Coblenza, que amenazaba a Francia con la invasión, encendió la pólvora. La consigna fue «desarmar la Corte», aliada del enemigo. El pequeño ejército de los federados, o sea unos quinientos marselleses y trescientos bretones, estaba en París, al pie del cañón para alimentar la insurrección. Las secciones parisienses participaron: cuarenta y siete de cuarenta y ocho votaron la inhabilitación del rey. Fargeon, que se cuidó muy bien de confesárselo a su esposa, había seguido el movimiento, pero no estuvo entre los que se lanzaron al asalto de las Tullerías, esa «guarida de nobles y sacerdotes». El 10 de agosto, «profundo volcán de furor», los asaltantes masacraron a la guardia suiza a la que el rey, para cuidar la sangre de su pueblo, había ordenado no disparar. Algunas damas de la reina por un momento estuvieron amenazadas, pero las soltaron, con un despreciativo: «¡Frívolas! ¡La nación las perdona!». La monarquía había muerto. El rey y su familia debieron «ponerse bajo la protección de la Asamblea», es decir, a merced de sus enemigos. El 13 de agosto los cautivos fueron trasladados al Temple.