El 4 de mayo de 1789 se desarrolló en Versalles, para la ceremonia del día siguiente, la procesión de los tres órdenes convocados para los Estados Generales. Rose Bertin creó el traje que vistió María Antonieta: «La reina estaba arreglada de maravilla; una diadema de diamantes, con su hermosa pluma de garza, el traje violeta y la pollera blanca bordada en plata. El rey llevaba el Regente[4] en su sombrero». Por última vez, la reina aparecía en toda su magnificencia.
Mientras Fargeon se entusiasmaba con el juramento del Juego de Pelota, del que se había enterado confidencialmente, la hostilidad hacia la reina no dejaba de crecer. Un día, unos borrachos berrearon:
Louis si tu veux voir
Bâtard, cocu, putain
Regarde ton miroir
La reine et le dauphin.[5]
Victoire se escandalizó tanto, que un empleado destapó un frasco de vinagre para reanimarla. A partir de ese momento, sólo vio en los patriotas a «tus amigos los depravados».
Sin embargo, Jean-Louis, republicano de corazón, pero ajeno por naturaleza al espíritu partidista y al odio, no compartía en absoluto los ultrajes de su campo y cuando tenía la ocasión, y la opinión no era riesgosa, afirmaba que la reina era de naturaleza bienhechora y generosa. Fue así como, desde abril de 1788, la pequeña Ernestine Lambriquet, huérfana de una camarera de madame Royale, la hija mayor del rey, se criaba en los apartamentos de la gobernanta de los Hijos de Francia igual que la princesa y le entregaban los mismos artículos. María Antonieta había adoptado o protegido a varios niños pobres. Pero hacía la distinción entre la mujer y la soberana, y afirmaba que cualquier monarquía podía degenerar en tiranía.
—¡Vamos! —objetó Victoire—. ¿Alguna vez el rey fue un tirano?
—Si no lo es, su sucesor puede serlo. Se vio a Cómodo suceder a Marco Aurelio. Es hora de que el pueblo tome las riendas de su destino. ¿Crees que si los representantes del pueblo hubieran podido dar su opinión, habrían dejado a la reina endeudarse enloquecidamente como lo hizo monsieur de Calonne?
Estaba persuadido de que el hombre era naturalmente bueno y que sólo las instituciones lo hacían malo. La toma de la Bastilla le pareció un símbolo bienvenido del final del arbitrio real, pero lamentó que se hubiera manchado con asesinatos. Entró con entusiasmo en la guardia nacional que formaban los burgueses parisienses. Cuando llegó la noche del 4 de agosto todos sus sueños se hicieron realidad. La agitación se extendía por toda Francia y los nobles habían decidido sacrificar sus privilegios. Encabezados por el duque de Noailles, declararon que aceptaban la igualdad de impuestos y la abolición de los derechos feudales. En una especie de locura de la emulación, todos los imitaban: el clero ofreció renunciar al diezmo y los representantes de las ciudades, a los privilegios provinciales o corporativos. Fargeon aleccionó a su esposa:
—¡Esta vez no hablarás de depravados! ¡Es la San Bartolomé de los privilegios! El pueblo le ha dado al rey el título de Restaurador de la libertad y mañana se celebrará un Tedeum en Notre-Dame. Mi padre me había dicho que un día vería la igualdad entre todos los franceses. Se ha instaurado de manera pacífica y la revolución podrá terminar.
—¡Dios te oiga! Todas estas perturbaciones perjudican el comercio. La perfumería se vende mal.
Habían terminado los pufs extravagantes y los gorros del despertar de la reina. Se llevaban gorros a la Bastilla decorados con la escarapela nacional, o a la ciudadana, de gasa blanca y una simplicidad antigua. La tela de Jouy triunfaba sobre las sedas, esta vez no por efecto de un capricho real sino porque el boato ya no se toleraba. Las grandes damas extranjeras creyeron prudente abandonar Francia. La nobleza francesa no tardó en hacer lo mismo. Cediendo a las instancias de la reina, la duquesa de Polignac se fue a Alemania en la noche del 16 al 17 de julio. El 8 de agosto se supo de la ida a Bonn de la princesa Luisa de Condé, camino de Coblenza con la princesa de Mónaco y la marquesa de Autichamp. El 5 de septiembre la condesa de Artois salió para Turín. En noviembre se confiscaron los bienes del clero para servir de garantía al papel moneda. La clientela se dispersó por toda Europa. En su tienda, cada vez menos frecuentada, Fargeon vio cómo se alargaba la lista de impagos debido a la emigración. Se consolaba diciéndose que su interés personal debía desaparecer frente al de Francia. Sobre todo, estaba feliz porque ya no tenía que ocultar sus convicciones republicanas. Por consiguiente, no las ostentaba, dado que consideraba que un comerciante tenía que estar bien con todos.
Otros pregonaban su opinión: las modistas vendían cintas «sangre de tejedor», y Rose Bertin, que volvió a descubrir sus orígenes plebeyos, doblaba escarapelas nacionales que vendía al precio exorbitante de dieciocho francos. Damas patrióticas llevaban aros y anillos con un fragmento de piedra de la Bastilla engastado en oro, llamados joyas de la Constitución. Fargeon no quiso seguir el ejemplo de los joyeros y crear una pomada de la libertad o un agua de colonia del sans-culotte. Para la casa, la situación no era en absoluto desesperada; conservaba su clientela extranjera y no todos sus nobles clientes habían emigrado.
La marquesa de Tourzel, que había quedado viuda con dos hijos de corta edad a los que educó dignamente, se preocupaba mucho por el bienestar del Delfín, aunque éste la llamaba «Madame Severa». Las entregas de la casa Fargeon en agosto de 1789 incluyeron varias docenas de guantes blancos, pares de mitones de piel de perro, botellas de lavanda, litros de espíritu de vino, potes de pomada de azahar y pasta de almendras, polvo de azahar y cestas de aromas en tafetán perfumado con polvo de violeta y de Chipre. Fargeon seguía proveyendo a la reina de abanicos perfumados, sin sospechar que, a menudo, los usaba para ocultar sus lágrimas. Creó para ella un vinagre radical o espíritu de Venus del que decía: «Este licor es, tal vez, el más penetrante que conozco. Basta con quitar el tapón del frasco en el que se encuentra para llenar con su olor todo un apartamento, y si se acerca el frasco abierto a la nariz, penetra en el cerebro con tanta vivacidad que pareciera que el cráneo se abre y se separa en dos. Su perfume es de los más agradables».
Desde la caída de la Bastilla, la reina presentía una partida forzada, porque se sucedían las diputaciones para pedir que el rey fuera a París. Para la eventualidad de una invasión del castillo se hizo que madame Campan preparara sus joyas y quemara algunos papeles. El 5 de octubre, la multitud parisiense invadió Versalles y, al día siguiente, los amotinados obligaron al rey a residir en las Tullerías. «El populacho rodeaba y precedía a la carroza de Su Majestad gritando: “No nos faltará más el pan; tenemos al panadero, a la panadera y al pequeño ayudante”. En medio de esa tropa de caníbales se alzaban las cabezas de los guardias de Corps asesinados». Cuando recibieron al rey en el Ayuntamiento, Bailly le rogó que se sentara en un trono «cuando acababan de romper el de sus antepasados».
El antiguo orden acababa de recibir un golpe fatal: el monarca seguía siendo respetado, pero se había dado una prueba de que podían obligarlo moralmente. Esto no desagradaba a Fargeon. Los primeros meses del año 1790 lo colmaron de esperanza: el 14 de julio iba a asistir, con su sección de guardias nacionales, a la fiesta de la Federación. Volvió entusiasmado del Campo de Marte. En agosto, Luis XVI aceptó de mala gana la Constitución civil del clero. El perfumista quedó encantado: por fin ponían en su lugar a la superstición. La Asamblea de los Representantes de la Nación votaba leyes justas: en especial aprobó la que había propuesto el doctor Ignace Guillotin, médico filántropo: «En todos los casos en que la ley pronuncie la pena de muerte contra un acusado, el suplicio será el mismo cualquiera sea la naturaleza del delito del que haya sido culpable. El criminal será decapitado por efecto de un simple mecanismo». La Asamblea votó ese texto.
—Ves —le dijo a Victoire—, en la nueva Francia hasta los criminales son iguales.
—¡Roguemos que la máquina de ese doctor solo ejecute a criminales!
En marzo de 1791 la Ley Chapelier abolió las corporaciones; se disolvió la comunidad parisiense de guanteros, bolseros-cintureros y perfumistas. Fargeon aplaudió la llegada de la libre empresa, aunque sufrió una opresión en el pecho por el recuerdo del orgullo que sintió cuando fue admitido en la corporación. Ésta estaba endeudada por una razón loable: había ofrecido al rey una importante contribución para construir un navío de primer nivel para la flota de guerra de la que Luis XVI, entre otros méritos poco conocidos, había dotado a Francia. La abolición de sus estatutos daba a los perfumistas la libertad de actuar, pero era un pobre regalo en ese momento de poca venta. Los obreros no la consideraron ninguna ventaja y la huelga siguió siendo castigada con la prisión. En la misma época, muchos obispos y sacerdotes, por orden del Papa, se negaron a jurar la Constitución civil del clero. Fargeon obligó a hacerlo, con la amenaza de despido, al preceptor de sus hijos, que era sacerdote. Victoire lo desaprobó: le dijo que no se podía pregonar la libertad en general y a la vez negarla a la gente sobre la que se tenía autoridad.