Todo lo que hacía la reina era despreciado y su refugio campestre del Trianón se consideraba la guarida del vicio. Pasaba cada vez más tiempo allí y cada año tenía nuevas ideas para embellecerlo; un templo del amor cuya columnata encerraba una estatua de Cupido de Bouchardon se alzaba en medio de una isla con manzanos del paraíso, rosales bola de nieve y lilas; se había cavado una gruta en la roca a la sombra de pinos, tuyas y alerces. Mique también creó una casa de muñecas, una aldea con nueve casas con techo de paja. La reina podía jugar a ser granjera, mirar cómo ordeñaban las vacas y batir la manteca en una lechería de mármol.
La opinión era cada vez más hostil hacia la «austríaca» y, a su paso, eran escasas las aclamaciones. Libelos y canciones la vilipendiaban. Ella se obstinaba en atribuirlo a la idiosincrasia de los franceses: «Su carácter es muy inconsecuente, pero no es malo; las plumas y las lenguas dicen muchas cosas que no están en los corazones», escribió a su madre, la emperatriz. Era demasiado buena para concebir la maldad y demasiado generosa para imaginar la ingratitud. Como las encantadoras pastoras y los pastorcitos, sus súbditos eran para ella criaturas ideales. Por el contrario, su caridad no era ficticia: en su aldea del Trianón instaló a doce familias pobres y las mantuvo. La frialdad que le mostraban no era nueva: los parisienses habían mirado mal la ceremonia de purificación después del parto que había seguido al nacimiento de su hija, el 8 de febrero de 1779. ¿Qué había sucedido con los miles de «enamorados» que había presentado el duque de Brissac a la Delfina el 7 de junio de 1773? Los jefes de la conjura organizada contra ella vivían en los castillos de la familia real. Mesdames, las tías, acogían de buena gana, en sus salones de Bellevue, todos los chismes ácidos. En el Palais-Royal, feudo de la familia Orleans, se soñaba con un orden político alumbrado por la Ilustración e inspirado por Jean-Jacques Rousseau. Los oficiales que volvían de la guerra de la Independencia norteamericana elogiaban un país donde la libertad y la igualdad abolían clases y privilegios. Según el parecer de muchos, la reina manejaba los hilos de los asuntos públicos para servir a Austria, su verdadera patria. Para esto, hacía nombrar ministros incompetentes y daba pareceres perjudiciales para el país al que llevaba a la bancarrota con sus derroches. En ella se criticaba a «la despreocupada despilfarradora, la castellana eternamente frívola del Trianón, que sacrifica de manera absurda el amor y el bienestar de veinte millones de hombres a una orgullosa banda de veinte damas y gentilhombres».
El partido de la virtud la acusaba de adulterio con el pretexto de que mostraba una inclinación por Axel de Fersen. Ella había conocido a este bello oficial a su llegada a París en 1775. Él tenía todo lo que le faltaba al rey de Francia: prestancia, belleza y pasión. Apenas lo vio quedó seducida. Trató de disimular su secreto, pero la traicionaba el rubor súbito cuando el oficial entraba en el salón donde ella se encontraba. El embajador de Suecia escribió a su rey ya en abril de 1779: «El joven conde de Fersen es tan bien visto por la reina que ha inspirado desconfianza a varias personas. Confieso que no puedo dejar de creer que ella se ve atraída por él y he visto indicios muy firmes como para dudar». El joven, para no comprometer más a la soberana y para escapar de la maledicencia, fue a luchar a Norteamérica con Rochambeau, después volvió a París, siempre enamorado. Solo había revelado el secreto a su hermana y confidente: «No puedo ser de la única persona de la que quisiera ser, la única que me ama de verdad». De 1785 a 1787 dividió su tiempo entre Versalles y Maubeuge, donde estaba acantonado el regimiento que le había dado el rey, tratado por las malas lenguas de cornudo complaciente. Se decía que hacía visitas secretas a María Antonieta. En una ocasión ella dijo que era su «único amigo sincero». ¿Acaso no había recibido de ella una carta sellada con la divisa Tutto a te me guida («Todo me conduce a ti»)? Diversiones inocentes que daban que hablar. María Antonieta actuaba en su pequeño teatro del Trianón. Ser Colette en el Adivino de la aldea de Jean-Jacques Rousseau, ¿era digno de una reina de Francia?
Fargeon presentía que el momento de la igualdad y la fraternidad se acercaba. Más partidario que nunca de las ideas nuevas, se escribía con su hermano Joseph-Jacques-Matheu, miembro de la logia masónica de Grasse, La Nueva Amistad. Ambos condenaban un poder corrompido y una sociedad arcaica y elogiaban la democracia a la antigua.
A pesar de las buenas intenciones de la condesa de Ossun, en 1785 los gastos del guardarropa alcanzaron la suma sin precedente de doscientos cincuenta y ocho mi libras. En manos de la ilustre modista la austeridad costaba fortunas. Las telas simples y ligeras hacían furor: este gusto se había originado en Burdeos, introducido por las criollas de Santo Domingo que sólo llevaban lienzo, lino o calicó. La reina, siguiendo el parecer de Bertin, se apasionó por la muselina blanca y el tafetán plisado. Madame Vigée-Lebrun la representó así y los visitantes maldicientes del Salón «no dejaron de decir que la reina se había hecho pintar en camisa». Los sederos de Lyon decían a gritos que querían su ruina. Después, el desastroso asunto del collar salpicó a María Antonieta con un escándalo que madame Campan resumió a la perfección en algunas palabras: «Una intriga clandestina, preparada por estafadores a la sombra de una sociedad corrompida».
El proceso comenzó el 15 de agosto de 1785 en presencia de toda la Corte. La reina exigía que se juzgara al cardenal de Rohan y se estableciera la verdad, pero el prelado galante pasó por una víctima y los panfletistas lo pasaron en grande. La aventurera, Jeanne de La Motte, fue condenada a cadena perpetua, y fue encerrada después de haberla azotado y marcado a fuego. Mademoiselle d'Oliva, que había representado el papel de la reina deseosa de que le obsequiaran un collar de gran precio del joyero Boehmer, quedó fuera de la causa. La absolución del cardenal provocó aplausos insultantes para la soberana que, al oír la sentencia, estalló en sollozos.
En la calle la insultaban. Una cuarteta dialogada tenía gran éxito:
María Antonieta:
Vous, la grisette, il vous sied bien
De jouer mon róle de reine!
Mademoiselle d'Oliva:
Et pourquoi non, ma souveraine?
Vous jouez si souvent le mien![3]
El perfumista se asombraba de que criticaran a la reina con tanta malevolencia. Un día que estaba solo en la tienda con el «bello Julien», le preguntó por qué, según él, se calumniaba tanto a la soberana.
—Hay una razón muy simple: el rey no tiene amante. Esa es una desgracia sin remedio, porque es muy probable, dado como es, que nunca la tenga.
Sonriendo ante el asombro del perfumista, el joven fatuo explicó que, según una partitura cantada desde hacía siglos pero nunca escrita, el papel principal de la favorita real era atraer sobre su persona el odio y los celos de las damas de la Corte.
—Madame Du Barry representaba ese papel a la perfección, y no hablemos de las amantes de Luis XIV.
—Sin duda bromea, joven.
—No puedo ser más serio, señor Fargeon. La reina está doblemente protegida por una rival. Se beneficia con la simpatía por parte de todas las mujeres hacia las esposas cuyo marido es infiel. Por desgracia, en la actualidad, los papeles se han invertido y es la reina, no el rey, quien tiene favoritos. Esto atrae sobre ella los celos de todas las que quisieran serlo y no lo son. Todo esto terminará mal.
El 27 de marzo de 1785, María Antonieta tuvo su segando hijo, Louis-Charles, duque de Normandía. Ese hermoso niño, del que su madre decía que era «fuerte como un hijo de campesinos», no le devolvió el afecto de los franceses. La imprudente tampoco dejaba de dar armas a sus enemigos. Monsieur de Calonne era un ministro demasiado cortesano para no abrir sus cofres a sus fantasías y Rose Bertin se negaba con obstinación a cualquier control. Pedía un precio considerable, «sin ningún detalle, por cada traje o conjunto de baño» que espantaba a los supervisores de Versalles.
Pero la modista tuvo los mismos sinsabores que Fargeon en otra época: atrapada por la locura de las grandezas, en su casa mantenía un tren de vida ruinoso, con un personal muy numeroso. En enero de 1787 se supo que se había declarado en quiebra y la baronesa de Oberkirch, que nunca le había perdonado su suficiencia, ironizó: «La Bertin, tan orgullosa, tan altiva, hasta tan insolente… está en bancarrota. Es verdad que no es una bancarrota plebeya sino de gran dama. ¡Dos millones, ya es algo para una comerciante en trapos!». Otros aseguraban que esa bancarrota era simulada sólo para cobrar los impagos de la Corte y, en principio, los dos millones que le debía «cierta persona». De hecho, en los años siguientes, Rose Bertin demostró estar tan poco arruinada como para hacer importantes inversiones inmobiliarias en París.
Fargeon admiraba su talento, pero la consideraba una inepta para el comercio y, como todos sus colegas, le reprochaba que acaparara una parte demasiado considerable de los gastos de la reina. Su ruina no lo sorprendió ni lo entristeció. Sus negocios eran muy prósperos, estaba bien en la Corte y tenía un comercio considerable con el extranjero, sobre todo con Inglaterra y América. Una amenaza planeaba sobre uno de sus productos, porque madame Vigée-Lebrun usaba su influencia para que la reina abandonara el uso del polvo. «En 1786, al peinar a la reina —escribió—, le supliqué que no se pusiera polvo y que dividiera sus cabellos sobre la frente. “Seré la última en seguir esa moda”, dijo la reina riendo, “no quiero que digan que lo pensé para ocultar mi gran frente”».
La reina, siempre bella, había perdido para siempre su aire despreocupado. Madame Vigée-Lebrun la pintó, en 1787, rodeada de sus hijos con la mirada velada por la tristeza. La salud del Delfín le provocaba una inquietud justificada, porque al año siguiente, «su aspecto se estropeó». Tenía un hombro más alto que el otro y parecía evidente que el futuro rey de Francia sería jorobado. Sufría una fiebre perniciosa y, aunque lo llevaron a Meudon, conocido por su buen aire, adelgazaba y se temía un desenlace fatal. La reina había perdido a la pequeña princesa Marie-Sophie a la edad de once meses y, muy quebrantada por esa desgracia, escribió a madame Elisabeth: «Lloramos la muerte de mi pobre pequeño ángel. Necesito todo su corazón para consolar el mío». Madre tierna y atenta, ya no se preocupaba por dictar las leyes de la moda y por ser la soberana de los trapos.