En esos últimos años de felicidad, María Antonieta cada día disfrutaba más del Petit Trianon que el rey le había regalado en 1774. Con Luis XIV el lugar había sido una «casa de porcelana para hacer colaciones». La reina había aceptado el regalo con la expresa condición de ir allí a «reposar de su cansancio de la etiqueta» y vivir en ese asilo campestre «no como reina, sino como una particular, fuera de las exigencias del ceremonial». El arquitecto Richard Mique y el pintor Hubert Robert habían revisado y corregido la naturaleza. Ni siquiera el rey podía ir al Trianón si no era invitado; acudía a cenar, pero nunca dormía en el cuarto que tenía reservado. Todo el servicio pertenecía a la reina. Condenaron su inocente capricho y la calumnia llegó hasta a acusarla de tener un gabinete adornado de piedras preciosas cuando, en realidad, se trataba de un teatro de hojalata y abalorios de vidrio. Los críticos subrayaron que la fantasía real costaba muy cara: sólo el jardín anglochino había requerido trescientas mil libras en la primera etapa de los trabajos. El conserje, Bonnefoy du Plan, mantenía con cariño un cantero de violetas, flores que, con las rosas, eran las favoritas de la reina. En la primavera se sacaron las macetas de la Orangerie con los motivos ornamentales vueltos a diseñar por María Antonieta, esencias raras que habían sido importadas y cuyo precio provocó escándalo: duraznillo, almendro de la India, arce, alerce, árbol de Judea, cedro, cítiso, roble extranjero, hasta un tulipanero de Virginia que decían que había estado con los pieles rojas y cruzado los océanos en un velero de tres palos.
Durante el verano de 1780 la soberana del decorado campestre lanzó la moda de los vestidos blancos de linón sostenido en el talle por una simple cinta, de la modesta capelina de paja y de los cabellos sueltos. Los sostenedores de la tradición se ofuscaron por esos batones de muselina con una cinta en la cintura, llamados «de niña» o «de g aulle», considerados poco decentes. Corrió el rumor de que la reina quería arruinar el comercio lionés de la seda y enriquecer las fábricas de linón de Bruselas. Rose Bertin se había inspirado en su provincia natal para crear el bonete a la picarda, que hizo furor al mismo tiempo que el bonete de lechera y reemplazó al pomposo peinado a los insurgentes, inventado por Léonard para celebrar a la joven América. La real pastora privilegiaba los tonos suaves y pálidos, crema mate, rosa durazno o azul primaveral. Eran los colores de una joven feliz de ser madre y enamorada de lo natural.
Se ha escrito que la familia real y la del maestro perfumista aumentaban al mismo ritmo. El 18 de abril de 1781 nació Auguste-Frédéric Fargeon. El 22 de octubre, la reina por fin dio un Delfín al reino. Luis XVI estaba embriagado de alegría y todas las corporaciones de los oficios de la capital fueron a Versalles a felicitar a Su Majestad: pasteleros, albañiles, cerrajeros, zapateros y hasta enterradores. Fargeon formó parte de la delegación de los perfumistas. En esa ocasión comprobó, al igual que madame Vigée-Lebrun, que después de dos maternidades «María Antonieta seguía siendo grande, admirablemente bien hecha, bastante gruesa sin serlo demasiado. Sus brazos eran soberbios, sus manos pequeñas, perfectas de forma, y sus pies encantadores». Cincuenta damas de La Halle, vestidas de negro, la mayoría con diamantes, fueron presentadas a la reina. Las malas lenguas aseguraban que estaba preocupada por envejecer y que por intermedio de madame Campan había consultado a mademoiselle Guimard, bailarina de la Ópera, sobre los procedimientos que usaba para borrar los efectos de la edad. El perfumista, informado de esos rumores, deslizó en sus entregas agua de belleza o agua favorita sabiendo que la reina no necesitaba más que «un poco de rouge para resaltar la transparencia de su piel, a la que nada oscurecía». Preparó con aguardiente, benjuí, palo brasil y otro tanto de alumbre de roca un licor que, cuando se frotaban con él ligeramente las mejillas, era difícil darse cuenta de si la persona se había puesto rouge o si eran sus colores naturales.
Las mujeres se coronaban con flores artificiales y cubrían sus vestidos y sombreros con guirnaldas. Sólo se veían ninfas adornadas con esas engañosas y costosas imitaciones de la naturaleza. Las polleras de un solo color o a rayas estaban adornadas con flores de arvejillas; las tocas, con lentejuelas lila; los pañuelos, bordados con guirnaldas de jazmín. Las flores reinaban por todas partes. La decoración del salón de la Meridiana, renovado en 1781, era un himno a la belleza femenina y a la maternidad. Las guirnaldas florales se unían a las esculturas de los hermanos Rousseau, y caídas de rosas enmarcaban los paneles donde estaba representado el pavo real, símbolo de Juno. Muy a menudo, el soberano recibía en ese salón a sus proveedores. A partir de ese momento, habría que remitirse a una campiña idealizada donde las damas no corrían el riesgo de ensuciarse sus lindos zapatos con el estiércol. Fargeon llamó a sus perfumes de acuerdo con el espíritu de la época: botón de oro, prados floridos o agua de ramo de primavera. Sin embargo, la creación de esos olores supuestamente naturales era cada vez más compleja y era necesaria una larga preparación para dar a las aguas superfinas todo su poder de ilusión. Las mujeres, cuya ambición proclamada era parecerse a las flores del campo, habían renunciado a pintarse el rostro como muñecas, pero su simplicidad era el colmo del artificio. Se daban a los colores los nombres más rebuscados y más extraños, caca de delfín para los verdes amarillentos, barro de París o mierda de oca para el marrón irisado, fuego de Ópera para un rojo incandescente que recordaba el incendio de la sala de la Ópera en el Palais Royal el 15 de junio de 1781 y hasta, en una rara metáfora, entrañas de petimetre.
Una mañana, la reina, a la que Fargeon veía por lo general brevemente en su tocador, lo mandó llamar al Trianón. Descubrió maravillado los senderos serpenteantes y los canteros floridos de ese pequeño paraíso. Un ayudante de cámara con aspecto de pastor le dijo que lo esperaban y lo condujo hasta la reina, que paseaba sola por un camino y llevaba, como de costumbre, un vestido de linón sujeto a la cintura por una ancha cinta de seda.
Al inclinarse, sintió un perfume a iris y reconoció, con gran placer, eme era una de sus creaciones.
Ella alzó los ojos, le sonrió con benevolencia y le hizo un gesto de que se acercara.
—Estoy encantada de verlo, señor Fargeon. Tenga la bondad de acompañarme un momento en mi paseo, se lo ruego.
María Antonieta era la mujer de Francia que mejor caminaba; con la cabeza muy alta y una majestuosidad que hacía reconocer a la soberana en medio de toda su Corte, pero sin que esa majestuosidad perjudicara en algo todo lo que su aspecto tenía de dulce y benevolente. Era difícil darle una idea de tantas gracias y tanta nobleza reunidas a quien no hubiera visto a la reina. En su Trianón, su paso era diferente, más liviano, casi acariciador, pero no inspiraba olvido del respeto. A su lado, Fargeon se sentía transportado. La reina le agradecía, como si no fuera su soberana sino alguien que estaba en deuda.
—Señor Fargeon —le dijo finalmente—, espero que ponga mi Trianón en un frasco. Quiero tanto a este lugar que deseo llevarlo a todas partes conmigo.
Agregó que las flores que la rodeaban en su retiro tenían para ella un efecto tranquilizador y que le gustaban las rosas apasionadamente. Observó también que el nardo ejercía un poder extraño en ella. Fargeon se sorprendió, porque era un aroma penetrante y casi nefasto. Mientras ella hablaba, él escrutaba a hurtadillas su tez para recordar sus particularidades. Su piel era tan transparente que nada la ensombrecía. «Faltaban los colores para pintar esa frescura, esos tonos tan finos que sólo pertenecían a ese rostro encantador».
La reina se sentó en un banco de piedra frente al Belvedere y se quedó a su lado. Ella le habló de la decoración de ese pabellón, que había querido que estuviera todo consagrado a las flores y a los perfumes. Antes de despedirlo le encargó que preparara un agua de olor destinada a un hombre muy elegante, pero que nada tenía de petimetre y era «tan viril como se podía serlo». Cuando esa tarde Fargeon se lo contó a Victoire, ésta le dijo que no se trataba del rey, a quien no podía calificarse de elegante. Suponía que el agua de olor estaba destinada al bello coronel del regimiento sueco del que se hablaba mucho, tanto en Versalles como en París.
El perfume pedido por María Antonieta planteaba un problema arduo, porque debía evocar el Trianón y la doble naturaleza de la reina-pastora. La entrevista a solas había sido breve, pero Fargeon había comprendido muy bien que la soberana no se parecía en nada a la caricatura que hacían de ella: era dulce y buena, majestuosa sin la menor altanería, impulsiva y, sin duda, imprudente pero no, como pensaba su hermano, una «cabeza hueca». Decía la verdad cuando aseguraba que buscaba hacer felices a otros y que le gustaba que nunca se fueran descontentos. Su simplicidad no era fingida: además, se conocían sus costumbres sobrias, según decían sus ayudantes de comedor. Desayunaba café o chocolate, sólo comía carne blanca y tomaba agua del manantial de Ville-d'Avray, la única que le parecía digestiva. Cenaba caldo, un ala de ave y se refrescaba con un vaso de agua en el que mojaba galletitas.
Fargeon creó el perfume del Trianón como un fragmento de música pensando que a quien lo llevaría le gustaba cantar, tocaba el clavecín y el arpa, protegía a Gluck y apreciaba su Orfeo, del que admiraba lo novedoso. En su imaginación, aspiró sus armonías. La nota principal debía surgir de una rosa absoluta, seductora y protectora a la vez, que reuniera a su alrededor las esencias más preciosas y más nobles. Partió de la idea de los pétalos de los azahares blancos, espesos, ricos en aroma y frescura, olor de felicidad, céfiro naciente como un beso de niño. Puso en el preparado un poco de espíritu de azahar, cuyo frescor, en contacto con la piel, tomaba una intensidad perturbadora y cuya emanación desarrollaba una fastuosa embriaguez. Lo acompañó con notas tranquilizantes de espíritu de lavanda, y agregó aceite esencial de cidra y bergamota, que obtuvo por prensado. La reina los conocía bien y se sentiría reconfortada. Terminó las notas de cabeza con gálbano, sustancia grasa, dúctil como la cera, que gustaba de utilizar en lágrimas y que daría una tonalidad verde, como un pequeño latigazo entre la cabeza y el corazón del perfume. Era lo que sentía con claridad cada vez que rompía un tallo bien verde del que escapaba esa nota poderosa. Recordaría que la reina había roto los códigos de la etiqueta con su espíritu libre e independiente de la rutina.
El iris muy pronto se impuso en el corazón del perfume. Esa flor, que debía su nombre a la mensajera de Zeus, daba un «polvo milagroso». Su porte altivo y majestuoso recordaba a la reina, alrededor de la cual, a partir de entonces, el iris creó un halo oloroso. Su perfume secreto exhalaba una calidez radiante, única, muy potente y controlada, dispensadora de una gracia absoluta. Jean-Louis Fargeon ya la utilizaba para perfumar los guantes y el polvo para cabellos de la soberana. Usaba los rizomas que daban una esencia valiosa, verdadero tesoro, así como el polvo que poseía una nota particular. Había comprobado que, a partir del iris, se podía dar a las composiciones el olor de la violeta. Ésta, gran rival de la rosa en el favor de la reina, se reveló de pronto en el aceite esencial. Era una flor especial, que pasaba por tímida, pero cuyo perfume potente y característico no se consideraba de verdad y contrastaba con la imagen modesta y púdica de la flor que gustaba de la sombra. La violeta era la imagen de la joven Delfina, fresca y espontánea que, una vez reina, debió aprender a ocultar sus sentimientos reales y a dar prueba de un gran poder de disimulo. Podía imaginarse la seducción amorosa prohibida a una soberana y sus imposibles amores con el conde de Fersen. También se decía que los efluvios de violeta despertaban el recuerdo de amores muertos. Por eso Fargeon quiso que estuviera presente en su preparado no sólo a través del iris, sino también con sus propias hojas, cuyo olor recogía para los aceites esenciales. Agregó una pizca del salvaje, hechicero y exigente junquillo, esa flor en apariencia frágil que iluminaba el Trianón y del que emanaba un perfume absoluto de tonalidades contrastantes, acuerdo intimista y opulento justo para dar vértigo.
Fue entonces cuando hizo intervenir a las tres flores blancas, las reinas de la noche: el jazmín, la azucena y el nardo. Había que darles los medios discretos para su triunfo, sublimarlas sin traicionarlas, refinarlas y presentarlas en todos sus matices. Le gustaba el jazmín por su follaje de curvas elegantes y sus pétalos delicados de un blanco porcelana. La fragilidad de la flor contrastaba con la asombrosa fuerza de su perfume, que en la piel declaraba su frescura y suntuosidad. Flor de Grasse por excelencia, el jazmín tenía una amplitud inmensa, pero como la reina de Francia, sabía hacerse amar con fasto sin jamás entregarse. Fargeon pensó en recurrir a la azucena y al agua de olor que se obtenía de ella, que tenía la perturbadora sensualidad de un perfume radiante. La fuerza sedosa de sus pétalos blancos revelaba un delicado frescor, casi acuoso, sostenido por una nota verde y sutil de hojas apenas abiertas. Como emblema real que era, tenía un espíritu resplandeciente, pero el perfumista se dio cuenta de que ese aroma celestial sería fatal para la composición que preparaba. Sería el representante de la monarquía, no de la verdadera personalidad de la reina, y era preferible no abusar. Pero se dejó tentar por el nardo de largo tallo que se eleva majestuosamente hacia el cielo. Grasse proveía en abundancia una especie excelente cuyos pétalos blancos, gruesos y aterciopelados dejaban escapar un perfume embrujador, suave y al mismo tiempo sensual. Fargeon había podido comprobar que el nardo tenía el poder de disminuir la ansiedad y estimular el deseo. Puso justo una pizca, porque a la reina le gustaba la flor natural, pero desconfiaba del poder obsesivo de un aroma a mitad de camino entre la miel y la ponzoña. ¿El nardo tendría para María Antonieta un resabio de lo que más execraba: la corrupción deletérea de las almas? Pensó que la flor más olorosa de todo el reino vegetal también podía volverse criminal.
Tenía que asegurar el fondo y redondear el acorde de su preparado. La vainilla le aportó una nota cálida y golosa, ligera y aterciopelada que recordaba la infancia de la archiduquesa y su gusto por las masas vienesas, toque goloso de dulzura y gentileza. El cedro y el sándalo aportaron el toque boscoso del Trianón. El ámbar y el almizcle dieron a lo largo del recorrido una calidez sensual y animal, mientras que una punta de benjuí aportó calor y tenacidad al conjunto.
El preparado destinado al elegante y viril desconocido planteaba un problema mucho menos arduo: recurriría a la bergamota, el jazmín y el musgo de roble con un fondo de nota de cuero, perfume noble y refinado. La emanación de quien lo llevaría sería especial, como el sello de un amor secreto.
Fargeon llevó él mismo al Petit Trianon su preciosa entrega y le pidió a Bonnefoy du Plan que se la diera a la reina en su propia mano. Unos días más tarde supo que la reina estaba totalmente satisfecha con su perfume. Él había hecho realidad su sueño.