Absorbido por sus trabajos, Fargeon prestaba poca atención a las advertencias de su esposa, que se inquietaba al ver que sus clientes pagaban cada vez de manera más irregular sus facturas. Victoire estaba molesta, en particular con el duque de Orleans.
—Es un pozo sin fondo y nunca paga.
El desorden y la despreocupación parecían invadir toda la Corte y aunque no le faltaban ricos clientes, la casa Fargeon iba hacia la quiebra porque no cubría sus créditos. Un día no se pudieron pagar las compras de materias primas ni los salarios. La bancarrota quedó registrada el 12 de enero de 1779. Se elevaba a trescientos cuatro mil libras. La Casa de la reina le debía a la perfumería una fuerte suma. Sin embargo, el renombre del establecimiento era excelente y no se podía permitir que desapareciera. En esas circunstancias difíciles, Fargeon dio pruebas de una notable sangre fría. Había que pagar a los acreedores, entre ellos su suegro y su cuñado, así como a numerosos proveedores, la mayoría de Grasse, como los Tombarelli o los Escoffier, y cobrar los impagos. En su mayoría, los deudores por negligencia pagaron, porque no deseaban privarse de los servicios de la casa Fargeon. La Casa de la reina y su entorno, los condes de Artois y de Provenza, las mesdames, madame Elisabeth y los Hijos de Francia pagaron sus facturas.
Fargeon, que había aprendido de esa desventura, se esforzó por diversificar su clientela y sus actividades. Envió sus productos a toda Francia y, gracias a sus tiendas de Nantes y de Burdeos, desarrolló su negocio con Inglaterra, las «islas francesas de América» y los jóvenes Estados Unidos. Dieciocho meses después de esa seria alarma, en julio de 1780, Fargeon recibió la visita de Léonard. El maestro peluquero parecía muy agitado. Le explicó, con la promesa de secreto y con su estilo enfático, que a pesar de los masajes, la situación se volvía inquietante.
—La reina corre el riesgo de perder su cabellera. Al comprobar esta catástrofe tuvo un ataque de fiebre y temblores. Si se produce este espantoso acontecimiento, todo mi crédito en la Corte quedará arruinado de golpe. Es un desastre para mí, seguro, pero también para todo el arte de la peluquería, en la que nadie podrá tener mi lugar. ¿No dispone de un tratamiento más eficaz que el que yo uso? Créame que contará con mi gratitud infinita.
Fargeon disponía de otras armas contra ese flagelo: recomendó una nueva pomada fortificante perfumada al iris, así como una pomada con aceites esenciales de jazmín, nardo, cidra y junquillo. Esta última flor era la más difícil de elaborar y aumentaba el precio del producto, pero la reina la apreciaba especialmente y daba un perfume admirable.
Feliz coincidencia o efecto del polvo y de la pomada, la caída de los cabellos reales se detuvo. Léonard, tranquilizado, confió su proyecto de que Su Majestad adoptara un peinado de niño inventado por él. Por el contrario, la retratista de la reina, madame Vigée-Lebrun, asegura que fue ella la primera en sugerir a la soberana que apareciera «con sus cabellos». Espantada, en un principio, por ver su cabello tan corto, la ilustre clienta cedió al argumento según el cual ese corte devolvería a las raíces el vigor perdido. El peinado de niño pronto fue la última moda. Rose Bertin comprendió que no debía quedar al margen de esa evolución. Era necesario que hablaran de ella, tanto más por cuanto quería presentar a una de sus parientas para el puesto de gobernanta de las nodrizas de madame Royale. Fue entonces cuando recibió una distinción insigne: Luis XVI, en la euforia de su reciente paternidad, decidió dotar a cien jóvenes y asistir a su matrimonio en Notre-Dame. El cortejo real, compuesto de veintiocho carrozas, dejó Versalles para ir a Notre-Dame. A la altura de Au Grand Mogol, María Antonieta levantó la cabeza y vio a Rose en el balcón rodeada por sus obreras. Exclamó: «¡Ahí está mademoiselle Bertin!», y le hizo un pequeño saludo con la mano a la modista embriagada de felicidad. El favor de mademoiselle Bertin fue tan deslumbrante que madame Du Barry por un momento pensó en pedirle que intercediera por ella. En 1783, mademoiselle Bertin vendía a treinta y seis libras el ramo de rosas, ranúnculos y claveles, y a veinticuatro libras la rama de grandes lilas blancas. No ponía límite a sus cuentas y facturó un «traje de Año Nuevo» al extravagante precio de seis mil libras.