Todos los proveedores trataban con la azafata de la reina, cuyos pedidos eran considerables. Sólo en el año 1778, su cuenta se elevó a más de doscientas mil libras. A menudo había que recurrir a fondos provenientes del departamento de la Casa del rey para cubrir el déficit de la Casa de la reina. Fargeon conocía a la perfección los gustos de su augusta clienta. Aunque amaba el lujo con locura, apreciaba sobre todo las aguas simples, como la de azahar, llamada del rey, que el difunto Vigier había dedicado a Luis XV. Se obtenían por destilación de una única materia prima olorosa, de origen vegetal o animal, y se consideraba que tenían virtudes calmantes. La reina gozaba de los beneficios de la esencia de lavanda, muy de moda desde hacía más de veinte años, y de la esencia de limón. Hacía poner algunas gotas en el agua del baño y en cazoletas para purificar sus apartamentos. Elegía vinagres aromatizados con azahar o lavanda. Las damas de la reina siempre tenían al alcance de la mano pequeñas cajas, llamadas «vinagreras», para presentárselas a su señora en caso de una emoción fuerte o un malestar. Las preferían a las sales revigorizantes que se obtenían de tártaro vitriolado, embebido de espíritu de Venus rectificado.
Para María Antonieta, Fargeon preparaba sobre todo aguas espirituosas de rosa, violeta, jazmín, junquillo o nardo, obtenidas por destilación con espíritu de vino, después de una infusión más o menos prolongada. Las intensificaba con almizcle, ámbar u opopónaco. Como la reina había adquirido el gusto de los perfumes concentrados, creó espíritus ardientes, que ella se divertía en rebautizar espíritus penetrantes, y que eran fruto de varias destilaciones sucesivas. Su precio era muy alto debido a que exigían mayor consumo de materia prima y de tiempo de trabajo. De esto se ocupaba la azafata de la reina, y a menudo le hacía encargos para perfumar el aire, así como pastillas para quemar y popurrí de milflores.
La reina guardaba sus perfumes preferidos en un admirable mueble tocador. Cuando viajaba, los llevaban en un suntuoso neceser en el que había hecho colocar frascos de vidrio con facetas coloreadas y tapones de plata. Le gustaban las bolsitas de aromas, entonces muy de moda. Para fabricarlas, Fargeon tapaba una pieza de tafetán de Holanda con otra tela de satén o de seda y, según los gustos, las rellenaba de popurrís, polvos o algodones perfumados con plantas aromáticas. A María Antonieta le agradaba regalarlas a sus íntimos y se preocupaba de que concordaran con su personalidad. Cuidaba mucho su cutis. El agua cosmética de paloma limpiaba la piel, el agua de los encantos, hecha con las lágrimas que chorrean de la vid en mayo, la tonificaba. El agua de ángel blanqueaba y purificaba la tez. María Antonieta, cuyo cutis era admirable, no necesitaba el agua de Ninon de Lenclos, que se creía que conservaba la juventud. Cubría sus manos con pasta real que mantenía la suavidad y preservaba de grietas. Adoraba la pomada a la rosa, a la vainilla, al franchipán, al nardo, al clavel, al jazmín, a la milflores. Para el baño usaba jabones a las hierbas, al ámbar, a la bergamota o al popurrí y, para mantener el brillo de sus dientes, encargaba polvos y opiatas. El maestro perfumista creó un polvo y una pomada a la reina, sólo para ella. Se proveía de rouge con mademoiselle Martin, pero Fargeon se permitió hacerle llegar, sin que se la hubiera encargado, una pomada roja excelente para los labios. No supo si la había usado.
El año 1778 fue beneficioso tanto para la reina, como para su perfumista. Versalles y la calle de Roule estuvieron marcados por un feliz acontecimiento. Desde su matrimonio, los maldicientes hacían correr el rumor de que María Antonieta nunca sería madre y que lo sufría en secreto. Mademoiselle Bertin le sugirió que hiciera una novena a la Virgen de Monflières, en Picardía. Una mañana, la reina entró en el gabinete del rey y le dijo unas palabras que hicieron que la mirara con un asombro incrédulo, como si hubiera perdido la razón.
—Sire, vengo a pedirle justicia con uno de sus súbditos que me ha insultado con violencia.
—¿Qué me dice, señora? No puede ser.
—Sire, puedo asegurarle que he sido golpeada.
—¡Vamos! ¿Es una broma?
—En absoluto, Sire. Se trata un ser tan audaz como para darme fuertes patadas en el vientre.
El rey, que por fin había comprendido, lanzó un grito de triunfo.
Victoire informó a su marido de su futura paternidad de manera menos ingeniosa, pero la alegría del perfumista fue igual a la del monarca. Llamaron a su primer hijo, heredero de la tienda y de sus secretos, Antoine-Louis. Su padre aprovechó el embarazo de su esposa para estudiar y crear varios preparados útiles para ese estado y proponerlos a la reina. El verano era abrasador. María Antonieta sufría el calor y no podía dormir sin hacer un paseo al aire libre por los jardines, donde los músicos tocaban partes de su repertorio. Para aliviar a Su Majestad, Fargeon preconizó, además del agua de la reina de Hungría, el agua de melisa, en la que se asociaban limón, canela, angélica, clavo y cilantro. Aconsejó abandonar los espíritus penetrantes por un agua de ángel, cuya fórmula creó: iris, palo de rosa, sándalo citrino, flor de benjuí, flor de cálamo aromático y estoraque. Excluyó el almizcle de sus preparados y solo mezclaba algunas gotas de quintaesencia de ámbar, para que resaltaran mejor los otros olores. Sabía que el embarazo exacerbaba el olfato de las mujeres. Por último, preparó un agua fresca y un agua refrescante para proteger la piel de los efectos del calor.
Apenas dio a luz, el 18 de diciembre de 1778, a María Teresa de Francia, la reina encargó a Rose Bertin un traje de brocado de quinientas libras para ofrecérselo a la Virgen de Monflières en acción de gracias. Los ayudantes de los comerciantes y los regidores de París llevaron con gran pompa a Sus Majestades los presentes que la ciudad tenía la costumbre de ofrecer por «la abertura del vientre de la reina». Madame de Guéménée, convertida en gobernanta madame Royale, hizo de Fargeon un «proveedor de los Hijos de Francia». En esa circunstancia ofreció una gran cesta de tafetán perfumada, una alfombra de tocador de terciopelo verde forrada con tafetán del mismo color y bordeado por un galón de oro, así como dos candelabros de tocador.
María Antonieta estaba muy decidida a que sus hijos gozaran de una educación menos convencional y menos rígida que la de los viejos tiempos. Se lo explicó a su madre: «De la manera en que se educa ahora se los molesta mucho menos; no se los faja y, desde que pueden estar al aire, se los acostumbra, poco a poco, y terminan por estar allí casi siempre. Creo que es la manera sana y mejor de criarlos. La mía vivirá abajo, con una pequeña reja que la separa del resto de la terraza, lo que le enseñará antes a caminar por el entarimado». Fargeon insistió con madame de Guéménée sobre la importancia de inculcar, desde la tierna edad, hábitos de limpieza saludables y estos consejos, transmitidos a la reina, aumentaron su crédito.
Poco tiempo después del nacimiento de la princesa, Léonard envió al «hermoso Julien» a pedirle ayuda a Fargeon. La reina había llamado a su peluquero al noveno día del parto, porque había comprobado que perdía pelo. El barbero, cada mañana, debía visitar y cuidar la real cabellera y usaba la pomada a la Fargeon, pero quería saber si no existían productos adecuados para prevenir la caída del cabello. El perfumista le dio al emisario aceites antiguos a la violeta, al junquillo y al jazmín, para masajear el cuero cabelludo. Agregó su polvo para conservar los cabellos y hacerlos crecer, y precisó que fortificaba las raíces y además tenía la ventaja de «alentar la imaginación y fortificar la memoria».