LA BENEVOLENCIA DE LA REINA

Unos días después de haber enviado los guantes, recibió de la camarera el pedido de varios pares idénticos, así como otros de color pastel. Madame de Guéménée le comunicó esta buena nueva y le aconsejó que se colocara al paso de la reina cuando iba a la misa, para agradecerle su bondad. Le aseguró que le avisaría de su presencia.

—No dejará de testimoniarle su benevolencia. Para montar a caballo ahora exige sus guantes, de los que habla maravillas.

Salió hacia Versalles el domingo siguiente con el regocijo en el alma. El ceremonial era inalterable: las damas de la reina iban primero al salón que precedía al dormitorio y se amontonaban como podían, porque eran muchas y llevaban trajes con miriñaques. Luego, la princesa de Lambelle entraba en el cuarto donde la reina hacía su aseo. Al cabo de unos minutos un ujier llamaba en voz alta: «¡El servicio!». Entonces, las cuatro damas de palacio «de semana» y otras que habían ido a ser su corte entraban en la habitación. En el salón de juego, por donde debía pasar la reina para ir a misa, se admitía a algunos privilegiados, ya recibidos antes en audiencia particular o que representaban a extranjeros.

La audiencia se prolongaba hasta las 12.40. Entonces se abría la puerta y el ujier anunciaba: «¡El rey!». Luis XVI se reunía con la reina y el cortejo se ponía en marcha para ir a misa. El primer gentilhombre de la Cámara de ese año, el capitán de los guardias de turno y varios otros oficiales de las guardias tomaban la delantera, pero el capitán de los guardias era el que más cerca iba del rey. Luego venían el rey y la reina, que caminaban muy lentamente, para decir una o dos palabras al pasar junto a los numerosos cortesanos que formaban una hilera a lo largo de la gran galería.

Mientras ella se acercaba, Fargeon se olvidó de mirar al rey, invadido como estaba por la idea de que no debía perder el menor detalle del espectáculo que le ofrecía su futura clienta. Unía a un gran aire de dignidad una gracia extrema en el paso y en la actitud. Su tez era deslumbrante y el porte de su cabeza, admirable. Saludaba al pasar a los que quería distinguir y, antes de llegar a su altura, oyó decir palabras amables a las personas que le habían sido recomendadas. Con un nudo en la garganta por la emoción, vio que, por fin, se acercaba a él, lo miró y se sonrió como si acabara de reconocerlo. Siguió su camino, pero ya era un signo firme de su benevolencia.

Madame de Guéménée, a la que Fargeon fue a agradecerle, lo felicitó.

—Le ha parecido de buen tono. En ella, la primera impresión decide todo, nunca vuelve a ver a los que su aspecto le ha desagradado. Desea que, además de guantes, le procure lo que podría enriquecer su baño.

El perfumista llevó él mismo a Versalles las bolsitas que contenían su preparado, e indicó la composición y el uso a las bañadoras.

—Empleé cuatro onzas de almendras dulces peladas, una libra de helenio, una libra de piñones, cuatro puñados de semillas de lino, una onza de raíces de malvavisco y una de bulbos de azucena. Les recomiendo que hiervan agua del río, sobre todo la que ha pasado por la rueda del molino, la suficiente para un baño, y cuando esté caliente, echarla en la cuba. La reina debe sentarse sobre la gran bolsa, y ustedes utilicen otras dos, que contienen salvado, para frotarle el cuerpo. Es una lástima que no le guste el ámbar, el estoraque ni el benjuí, porque ayudan a que el cuerpo quede blanco, limpio y sin mal olor.

—¿Cómo debo llamar a su preparado si la reina lo pregunta?

—Es el baño de la modestia.

Sabía que ese nombre le gustaría a la que siempre proclamaba que detestaba la etiqueta y la pompa.

Las bañadoras-lavadoras lo recibieron con reticencias, porque empezaba a correr el rumor de que gozaba del favor real. El «cuarto de baño» se encontraba en el primer piso, detrás de la cámara de la reina, cerca del salón de la Meridiana. El suelo, recubierto de lajas, estaba inclinado para permitir que se evacuara el agua. La bañadera recibía agua caliente o fría por una cañería de la sala de cubas situada justo encima. A Fargeon le impresionó la simplicidad del lugar. Nada había de la fastuosa decoración que los hermanos Rousseau habían concebido para el baño de Luis XV, convertido en la sala del Tesoro.

La jefa de bañadoras explicó a Fargeon que la emperatriz le había inculcado a su hija la costumbre del baño, porque en Austria se daba mucho valor a la higiene. En las clases altas de la sociedad, al baño le seguía una fricción del cuerpo con un lienzo mojado en agua de salvado, pero si bien ese tratamiento espartano servía para la educación de una princesa, no convenía a una reina. Refinada hasta el punto de haber instalado en sus apartamentos «lugares a la inglesa» en caoba, con un chorrito de agua ingenioso e higiénico, la reina tomaba baños perfumados. Un difamador tomó este pretexto para escribir que «había recibido desnuda en su baño a un venerable eclesiástico». Ella se bañaba con una gran camisa de franela inglesa abotonada hasta el cuello, así como en el extremo de las mangas. Cuando salía del baño, la primera mujer tenía una sábana muy alta que luego le colocaba en los hombros. Las bañadoras la envolvían y la secaban; luego se ponía una larga camisa abierta y toda adornada con puntillas, un salto de cama de tafetán blanco y pantuflas de bombasí también adornadas con puntillas. La doncella del guardarropa calentaba la cama y la reina se acostaba; las bañistas y los mozos quitaban entonces todo lo que había servido para el baño, mientras la reina tomaba un libro o su labor de tapicería. Los «días de baño», almorzaba en el mismo baño porque le ponían una bandeja en la bañadera.

Fargeon, partidario decidido de la naturalidad, consideraba que los baños mantenían la belleza femenina. «Porque la limpieza es, por decirlo así, el alimento de la piel, y contribuye a la salud. Es necesario bañarse y cada uno establece su norma particular para los baños. Unos los toman cada ocho días, otros cada quince, otros cada mes, y muchos cada año, durante ocho o diez días seguidos, en la época más adecuada para hacerlo. Se pueden tomar los baños en su casa o en la casa de los bañistas, donde se encuentran todas las comodidades sin problemas, y las operaciones depilatorias ya no ofrecen ningún peligro. Sin embargo, muchos preferían los llamados domésticos, porque se los puede tomar en la propia casa. Hay tres tipos de baños. En el primero, todo el cuerpo está en el agua hasta el cuello. En el segundo, el semibaño, el cuerpo está sentado y sólo tiene agua hasta un poco encima del ombligo. El tercero es para los pies, donde solo hay agua hasta la pantorrilla».

Fargeon supo rápido cómo se desarrollaba el aseo de la reina. Después de un primer momento en la intimidad, el «tocado de representación» tenía lugar a mediodía. Se sacaba el mueble, el «tocador» propiamente dicho, al centro del cuarto y la reina usaba el mismo lugar para desvestirse a la noche. La primera dama presentaba el peinador de la reina, si estaba sola al comienzo del tocado, y las damas de honor llevaban los otros objetos a su llegada. Al mediodía, dos mujeres en traje de corte relevaban a las que habían servido durante veinticuatro horas. Se admitían las «grandes entradas» durante el aseo; la superintendente, las damas de honor, las camareras y la gobernanta de los Hijos de Francia cuando estaba, adelantaban en círculo a los que presenciaban sentados.

Las damas de palacio empezaban su servicio sólo a la hora de salir para la misa; esperaban en el gran gabinete y entraban cuando el aseo estaba terminado. Las princesas de sangre, los capitanes de las guardias, todos los grandes cargos que tenían acceso, formaban su corte a la hora del tocado. La reina saludaba con la cabeza o con una inclinación del cuerpo, apoyándose en su tocador, para indicar el movimiento de levantarse; esta última manera de saludar estaba reservada sólo a los príncipes de sangre.

Los hermanos del rey habitualmente iban a hacer la corte a Su Majestad mientras la peinaban. Vestirse, desde los primeros años del reinado, tenía lugar en la habitación y seguía las leyes de la etiqueta; la dama de honor pasaba la camisa y vertía agua para el lavado de las manos; la camarera pasaba las enaguas del vestido o del traje de ceremonia, colocaba la toquilla, anudaba la gorguera; pero la altura prodigiosa de los peinados obligaba a pasar la camisa por abajo. Cuando luego la reina quiso tener a su modista, mademoiselle Bertin, las damas se negaron a compartir el honor de servir a la reina, el aseo dejó de hacerse en la habitación, y la reina, luego de saludar al grupo, se retiraba a sus gabinetes para vestirse.

Vestir a la reina era una obra maestra de etiqueta; todo estaba reglamentado. La dama de honor y la camarera, las dos si estaban juntas, ayudadas por la primera doncella y por dos doncellas comunes, hacían el servicio principal; pero había distinciones entre ellas. La camarera ponía las enaguas, presentaba el vestido. La dama de honor vertía el agua para lavar las manos y ponía la camisa. Cuando en la ceremonia se encontraba presente una princesa de la familia real, la dama de honor le cedía esta última función, pero no directamente a la princesa de sangre; en ese caso, la dama de honor entregaba la camisa a la primera camarera que la presentaba a la princesa de sangre. Cada una de las damas observaba escrupulosamente las costumbres como si fueran derechos. Sucedió que, un día de invierno, la reina, desvestida, estaba a punto de ponerse la camisa. Madame Campan la tenía desplegada. Entró la dama de honor, se apuró a quitarse los guantes y tomó la camisa. Golpearon a la puerta, abrieron: era la duquesa de Orleans; se quitó los guantes y se adelantó para tomar la camisa, pero la dama de honor no debía entregársela; se la dio a madame Campan que la pasó a la princesa; volvieron a llamar: era madame, condesa de Provenza; la duquesa le pasó la camisa. La reina mantenía los brazos cruzados sobre el pecho y parecía tener frío. Madame vio su actitud incómoda y se contentó con tirar su pañuelo, guardar los guantes y al ponerle la camisa despeinó a la reina que se puso a reír para disimular su impaciencia, pero después de haber dicho varias veces entre dientes: «¡Es odioso! ¡Qué inoportuno!».

La azafata de la reina tenía a sus órdenes a una primera doncella, para doblar y repasar los objetos de tocador, a dos ayudantes y a un criado de guardarropa. Este último tenía a su cargo transportar al apartamento cestos cubiertos con tafetán verde que contenían todo lo que la reina llevaría durante el día; le daba entonces a la primera doncella un libro donde estaban sujetas las muestras de vestidos, trajes de ceremonia, batas y deshabillés, etcétera. Una porción del adorno indicaba de qué tipo era. La primera doncella presentaba este libro con una almohadilla a la reina cuando se despertaba. Su Majestad colocaba alfileres en todo lo que deseaba para el día: uno en el traje de ceremonia, uno en el vestido de la tarde, y uno en el traje de etiqueta para la hora del juego o la cena en los apartamentos privados. Se llevaba ese libro al guardarropa y muy pronto llegaba en grandes tafetanes lo que Su Majestad había elegido. La camarera del guardarropa, encargada de la lencería, llevaba, por su parte, un cesto tapado que contenía dos o tres camisas, pañuelos y cepillos. El cesto de la mañana se llamaba «lo dispuesto para el día»; a la noche se llevaba otro que contenía la camisola, la cofia de dormir y las medias para la mañana: éste se llamaba «lo dispuesto para la noche». Terminado el aseo, se hacía entrar a los ayudantes y a los criados de guardarropa que devolvían a éste los objetos inútiles donde se doblaban, colgaban, revisaban y limpiaban con un orden y un cuidado tan asombrosos que hasta los vestidos arreglados tenían el brillo de lo nuevo. El guardarropa de los atavíos consistía en tres grandes habitaciones rodeadas de roperos; unos con cajoneras corredizas, otros con perchas; en cada una de esas piezas, grandes mesas servían para extender los vestidos y los trajes, y para doblarlos. Cuando llegó a la Corte de Francia la reina había heredado el gran tocador bermejo de la Delfina María Josefa de Sajonia, conservado con los bienes de la corona por orden de Luis XV. Los orfebres Jacques y Jacques-Nicolas Roëttiers, figuras dominantes entre los orfebres parisienses, habían restaurado aquel tocador para María Antonieta.

La reina tenía, para el invierno, doce trajes de ceremonia, doce vestidos llamados de fantasía para diario y doce vestidos con miriñaque que llevaba para el juego o la cena en los apartamentos privados. La ropa interior del verano servía para el otoño. Todos se reformaban al final de cada estación, a menos que Su Majestad conservara alguno que le gustaba. No se mencionaban los vestidos de muselina, percal, u otros de este tipo: su uso era reciente y no entraban entre los que se incluían en cada estación, porque se los usaba durante muchos años.

Apenas volvió a la tienda, el perfumista se puso a buscar otra composición original. Tenía una base de incienso, espicanardo y mirto incorporados a aceites de arándano, membrillo o nenúfar. Hizo pequeñas bolitas que, aseguraba, servían para «desengrasar y blanquear la piel y le dejaban un olor agradable». Durante meses sólo proporcionó guantes y bolsitas. Como la perfumería combinaba naturalmente con el peinado, Victoire le aconsejó que hiciera una alianza con el principal peluquero de la reina, el célebre Léonard, y que le señalara que en Montpellier había estudiado los polvos y las pomadas que servían para cuidar el cabello, que le podrían ser útiles. En efecto, Léonard colocaba en la cabeza de las damas un adorno ahuecado de crin y gasa sobre el que levantaba toda la cabellera y la untaba con pomada. Luego empolvaba con almidón perfumado y agregaba postizos. Fargeon no tuvo problemas en que una de sus clientas lo presentara al peluquero con el pretexto de que lo admiraba tanto como para desear conocerlo. Tuvo la impresión de ver en su persona a uno de esos marqueses con cintas de los que se había burlado Molière. «Trabajo con el peine y con el espíritu» —le gustaba decir a la vez que se proclamaba pomposamente «académico de peinados y moda»—. El perfumista explicó que no era un competidor de los peluqueros, sino su aliado. Lejos de invadir su territorio los instalaba con más solidez en él, al proveerlos de productos de mejor calidad que los que usaban. El último argumento convenció a Léonard.

El peluquero sacó más ventajas que el perfumista de su colaboración. Era de una extraña avaricia y nunca tenía dinero para pagar sus facturas. «¡Más tarde, más tarde!» —decía cuando se mencionaba el tema—. Apreciaba y elogiaba las pomadas y el polvo de Fargeon, pero se cuidaba muy bien de pagarlos. Al igual que mademoiselle Bertin, estaba ensoberbecido por el favor de la reina. La mayoría de las veces, para que no le reclamaran las cuentas, enviaba a la tienda al «hermoso Julien», su primer ayudante, «personaje medio imponente, medio ridículo, al que también se empezaba a arruinar».