En París, la reina, como la fortuna, favorecía a los audaces. La última extravagancia de Rose Bertin había terminado por convertirla en la más grande de las modistas. Nacida treinta años antes en Picardía, en una familia de campesinos, se había abierto camino desde que entró a los doce en el Trait Galant, de Mademoiselle Pagelle, comerciante de modas, como mandadera encargada de entregar los vestidos, en su estuche de cotín, a las clientas de calidad. La princesa de Conti, divertida por su parloteo, fue quien provocó su prodigioso ascenso. Su última creación era «un penacho de plumas que las jóvenes elegantes llevaban en la parte posterior de la cabeza». Había tomado el nombre de una memoria que el señor de Beaumarchais acababa de publicar contra el señor Marin con el título Quès aco, Marin? (¿Qué es esto, Marin?). Este panfleto había tenido tanto éxito entre el público bromista de París que un día, cuando paseaba por el Palais-Royal, el infortunado Marin se vio obligado a huir ante una multitud que no dejaba de zumbarle en los oídos: «Quès aco, Marin?». María Antonieta se hizo explicar el sentido de esa locución provenzal y le gustaba repetirla con frecuencia en la intimidad.
A Bertin se le ocurrió construir un nuevo andamiaje compuesto de tres penachos, colocados detrás del recogido. En ese entonces los cabellos se llevaban levantados sobre la frente con la ayuda de enormes alfileres; tenían las puntas rizadas y, por detrás, formaban varias hileras de bucles enormes. Este peinado, que completaba el Quès aco?, se llamó erizo. Todo es efímero en materia de moda, pero lo es mucho más cuando se trata de peinados. Muy pronto apareció el puf de los sentimientos, en el que podía leerse la inscripción siguiente: «El puf de los sentimientos es un peinado que ha reemplazado a Quès aco?, infinitamente superior a él por la multitud de cosas que entran en su composición y por el genio que exige para cambiarlos con arte. Se lo llama puf debido a la confusión de objetos que puede contener y a los sentimientos porque éstos deben relacionarse con lo que más gusta. Todas las mujeres quieren tener un puf y se enloquecen por él». El puf reunía los objetos más variados: frutas, flores, verduras, pájaros embalsamados, muñecas y adornos de todo tipo. De esta manera, permitía afirmar los gustos y los sentimientos.
El principal peluquero de la reina, el célebre Léonard, sobresalía en el arte de colocar los pufs de gasa que introducía entre los mechones de pelo. Un día, en una proeza, hizo entrar hasta catorce varas de tela en un solo peinado. Las grandes damas rivalizaban en extravagancia. La duquesa de Lauzun apareció en casa de la marquesa Du Deffant con un puf que ofrecía a la vista todo un paisaje: un mar agitado con patos que nadaban en la orilla, un cazador al acecho y en la punta del peinado, un molino en el que un abate cortejaba a la molinera, y, finalmente, debajo de la oreja, se veía al molinero, marido ignorante de su suerte, que tiraba de la rienda a un asno empacado.
Fargeon trasvasaba sus perfumes en los frascos de porcelana de sus clientes nobles. Colocados sobre un entrelazamiento de flores y rocalla, esos objetos artísticos estaban adornados con miniaturas de temas mitológicos, galantes o campestres: Cupido y Baco, Vertumno y Pomona, Arlequín y Gilles, un pastor que cortejaba a una pastora, animales familiares o pájaros exóticos acompañados por galanterías en letras doradas: «Soy fiel», «El amor pasa, la amistad queda», «La libertad me hace fiel». Un amor enmascarado tamborileaba como un sargento reclutador arriba de «Recluto los corazones». A Fargeon le agradaba descifrar los jeroglíficos que tenían algunos frascos: en una gloria dorada se leía «Puse mi gloria en amar»; una mujer muy arreglada buscaba una pulga debajo de la liga encima de un «Envidio su suerte»; un monje lascivo llevaba a su convento un haz de trigo a la espalda de donde salía la parte de abajo del cuerpo de una belleza desnuda.
Madame de Pompadour había vuelto a introducir la tradición antigua de la glíptica, y las cajas y los frascos estaban adornados, en su mayoría, también con camafeos. Los neceseres estaban forrados de galuchat. Desde 1750, el cristal de plomo descubierto en Inglaterra permitía fabricar en cantidad frascos con monturas de oro y de plata. Por todas partes reinaban los perfumes más refinados y sólo se encontraban marquesas ambarinas, petimetres que olían a Chipre, magistrados almizclados como garduñas. Los moralistas denunciaban este exceso de aromas, pero esto no perturbaba a esa sociedad en trampantojo, que usaba y abusaba de ellos al igual que del maquillaje, el ungüento y el polvo.
«¡PÓNGASE rouge con FURIA!»
En materia de moda todo debía ser «al modo de la reina», hasta los gestos y la manera de expresarse. En términos actuales, la reina de Francia era la estrella a la que espiaba y admiraba el mundo elegante de todas las capitales, de Madrid a San Petersburgo. Los que no tenían el privilegio de verla sabían cómo se había arreglado por los resúmenes del Journal des dames. El estatus de soberana de la moda, atribuido a su hija, irritaba a la emperatriz María Teresa. Se enojó al ver uno de sus retratos: «¡No, no es el retrato de una reina de Francia, hay una equivocación, es el de una actriz!». Por su parte, el emperador le reprochaba a su hermana haber introducido demasiado modas nuevas y «la atormentaba sobre el uso del rouge al que sus ojos no podían acostumbrarse». Un día que, para ir a un espectáculo, se puso más que de costumbre, le aconsejó que agregara aun más y, señalando a una dama que estaba en la habitación y que en verdad tenía demasiado: «“Un poco más debajo de los ojos”, dijo el emperador a la reina. “Póngase rouge con furia, como esta dama”. La reina le rogó a su hermano que terminara con sus bromas y, sobre todo, que se las dirigiera a ella sola».
A la reina le gustaban con locura las flores: rosa, junquillo, lila, violeta o lirio. Fargeon creó un agua, un polvo y una pomada al modo de la reina. Pero fuera de esa pasión, todo se movía y se modificaba sin cesar. Un día del verano de 1775, María Antonieta se había presentado ante su real esposo con un vestido que le hizo exclamar que ella tenía «el color de las pulgas». Enseguida, París y las provincias adoptaron ese tono y los tintoreros variaron sus colores: vieja y joven pulga, vientre, lomo o patas de pulga. A un recién llegado a la Corte le aconsejaron: «Tenga un traje pulga, una chaqueta pulga y preséntese con confianza». En la tienda se repetía la ocurrencia del ministro Maurepas. Un día, la reina, vestida de verde, se encontró con el estadista que prefería verla ocuparse de telas y no de los asuntos del reino: «Mire —le dijo ella— a qué simplicidad me he reducido: véame entregada a un solo color, hasta en los zapatos que son de satén verde liso». Y Maurepas le contestó, inclinándose: «Más me asombro de ver el universo a sus pies». Luego vinieron los tonos «salmón intimidado», «gamuza». Como monsieur vio que cierta tela de color tenía el tono ceniciento del pelo de la reina, enviaron una mecha de este a Gobelinos y a Lyon para que imitaran el tono. Sedas, terciopelos y hasta géneros de lana entrefina y sábanas solo tenían valor si lo usaban.
El reproche de ruinosa trivialidad, que tanto mal haría a María Antonieta, empezaba a resquebrajar el trono. Se decía que «gastaba como una mujer a la moda, como una favorita, no como una soberana». En 1776, el rey pagó sin vacilar de su caja personal las cuatrocientas veintisiete mil libras de deudas que ella había contraído. Corría el rumor de que por imitar a la reina, las damas francesas se arruinaban. Al respecto, la condesa de Adhémar pronunció un alegato que, a decir verdad, acusaba a su señora creyendo defenderla: «El cálido amaneramiento que ponía en todo lo que se refería a su arreglo fue un medio hábil del que se sirvió para alejar de su persona a los intrigantes. Se la veía ocupada sólo en decidir el número, el color y el tamaño de las plumas, que a partir de ese momento se convirtieron en la clave maestra de todos los peinados de la Corte. Las plumas que la reina puso de moda hicieron verdadero furor; se adornaban con ellas los bonetes y los sombreros con una especie de extravagancia. Como las carrozas no eran lo suficientemente altas, hubo que ir en ellas de rodillas, o hacer bajar los asientos, y con los miriñaques era imposible». Se hicieron caricaturas y panfletos contra las plumas y las damas reales fueron las primeras en condenar esta fantasía.
Fargeon quería servir a la belleza de María Antonieta de manera menos escandalosa y más natural. Tenía prisa por repetir con ella el trabajo de seducción que tan bien le había resultado con la condesa Du Barry antes de que se malograra, pero a menudo se preguntaba si la reina estaría molesta por el breve favor que había recibido de la «criatura». Victoire le aseguró que no debía temer tal cosa.
—Eras un desconocido cuando te distinguió. Todos saben que madame Du Barry era muy exigente en materia de proveedores. El hecho de que te haya alentado es una recomendación más que una desventaja. De todas maneras, tenemos el privilegio de proveer a la princesa de Guéménée y, por medio de ella, establecerás tu crédito en la Corte.
—No puedo pedirle ese favor. Sabes que es muy burlona. Sentiría demasiada vergüenza de ser rechazado.
—Demuéstrale que no eres como los otros.
Madame de Guéménée había recibido de su tía, madame de Marsan, la sucesión del cargo de gobernantas de los Hijos de Francia. Formaba parte de la sociedad íntima de la reina y daba brillantes fiestas en París y en su propiedad de Montreuil. Mientras que el rey se acostaba cada noche a las once en punto, la reina, cuando no iba a la casa de madame de Lamballe, pasaba la velada con madame de Guéménée, porque estaba segura de encontrar allí a la condesa de Polignac. Yolande de Polignac la había hechizado desde el primer encuentro. ¿Se debía a que «su andar tenía la marca de un abandono seductor» y «que ponía en sus movimientos una gracia descuidada que la hacía notar en medio de las más hermosas»? La manera en que lanzaba burlas encantaba a la reina que iba a verla sin ceremonia, comía con ella cuando tenía ganas o, cuando no, iba a ver a madame de Lamballe. Ésta trataba de reemplazar lo mejor posible a su rival. En su casa se hacían partidas de lansquenete, se cantaba, se bromeaba, se tocaba el clave y, sobre todo, se conversaba. También se jugaba mucho y la casa, como observó José II en su viaje a Francia, a veces «parecía un verdadero garito». En una de esas veladas la reina jugó al faraón hasta las cuatro de la mañana y al día siguiente, hasta las tres. Luis XVI lo consentía: «Sin embargo, el rey, que nunca sale de su apartamento a la noche y que no le gusta que jueguen tanto, en esta ocasión no se permitió decirlo porque lleva hasta la deferencia su consentimiento a todo lo que pueda divertir a la reina».
Un día que le hacía una entrega a la princesa de Guéménée, Fargeon guardó silencio, lo que asombró a la dama.
—Y bien, ¿qué pasa, amigo mío? ¿Sufre una pérdida de voz como los cantantes de moda?
Él le confesó que soñaba con ser proveedor de Su Majestad.
—¿Es sólo eso? Hágame traer uno de sus productos y recomendaré su uso a la reina. Tiene la bondad de confiar en mi opinión.
Cuando volvió a su casa anunció la gran noticia a Victoire.
—¿No te dije que la salvación vendría de ese lado? De soltera era Rohan y pertenece a lo más grande de la Corte. Goza de la plena confianza de la reina.
Buscó en qué campo podía sorprenderla y se decidió por los guantes. Como todo hombre cultivado, conocía la significación del guante. Ese objeto, que las damas fingen olvidar cuando quieren que vuelvan a llamarlas, lleva la marca de la persona, el perfume y la huella. Oculta la mano que se da o se quita. A la reina le gustaba llevar guantes de color claro para acompañar sus vestidos. Le encargaba al señor Prévost por lo menos dieciocho pares por mes, todos blancos o grises claro. Ahora bien, los guantes perfumados eran una especialidad de Montpellier. A diferencia de sus competidores, Fargeon no se limitaba a perfumarlos: conocía los secretos de la fabricación, la elección y el tratamiento de las pieles, la mejor manera de teñirlas en todos los tonos. Por lo tanto, era capaz de diferenciarse de la competencia en ese campo y crear guantes al modo de la reina, que la soberana podría llevar a caballo. Le gustaba cabalgar, se ponía de buena gana un traje de caza y su caballo llevaba los magníficos arreos de los guardias nobles húngaros. Su madre, la emperatriz, le escribía en vano que «montar a caballo estropea la tez». En realidad, temía que ese ejercicio le impidiera dar un heredero al reino. La reina lo sabía y se irritaba, en lo más hondo de su alma sabía que el verdadero obstáculo no residía en los peligros de la equitación, sino en la indiferencia del rey, que nada hacía para que se produjera aquel acontecimiento feliz.
Fargeon eligió una piel de cabritilla y la tiñó de color gamuza, que consideró que combinaba con el traje de amazona. Los guantes blancos estaban de moda y las personas de calidad no llevaban otros, pero la reina creaba la moda y, por lo tanto, no tenía que seguirla. Para perfumar los guantes eligió flores simples: violetas, jacintos, claveles rojo carmesí, junquillos almizcleros llamados al modo de la reina. Debían recogerse en tiempo seco, una hora después de la salida o antes de la puesta del sol. Era importante no ajarlos, no «dejar nada verde en la violeta y cortar la mitad de las cañas de la tuberosa». De esta manera se garantizaba un olor natural y puro. Los guantes luego se pusieron «entre flores», dispuestos en cajas entre dos capas de flores frescas durante ocho días para que se impregnaran perfectamente de su aroma. El perfumista los untó con un preparado que tenía la virtud de conservar la suavidad y la frescura de las manos y de protegerlas del duro contacto con las riendas. Untó los guantes de piel con una mezcla de cera virgen blanca, aceite de almendra dulce y agua de rosas, luego los extendió sobre un lecho de rosas mosqueta frescas, para que se impregnaran por última vez de su olor. Después de ese tratamiento debían tener las mismas propiedades bienhechoras que los guantes llamados cosméticos, que se consideraba que embellecían las manos durante la noche.