REINA DE FRANCIA… Y DE LA MODA

La condesa Du Barry había prometido al joven perfumista alabarlo frente al rey para sentar su prestigio en la Corte, pero Luis XV nunca llegó a escuchar ese elogio. Menos de un mes después de que Jean-Louis Fargeon aprobó la maestría, una tarde abril de 1774, al volver de la caza el rey empezó a sentir escalofríos. Los médicos diagnosticaron viruela, mal del que después de nueve días uno se cura o se muere. Jean-Louis conocía sus daños por haber inventado remedios contra las marcas de esa enfermedad. El 9 de mayo, el rey recibió la extremaunción. Sus granos, al secarse, según un testigo, le habían hecho «una cabeza de moro, de negro, cobriza e hinchada». El olor era insoportable. Murió al día siguiente.

En la calle de Roule se comentaba con ardor lo que pasaba en Versalles. Un petimetre aseguró que conocía, por una camarera, la última entrevista del moribundo con su favorita.

—Señora, ahora que sé cuál es mi estado —había dicho Luis XV—, no hay que empezar otra vez con el escándalo. Me debo a Dios y a mi pueblo. Debe retirarse.

La hermosa pecadora, llorando, le besó la mano antes de irse a su casa de Rueil.

Fargeon estaba desolado por haber fracasado tan cerca de la meta.

—No hay mal que por bien no venga —le dijo la viuda Vigier—. Pierde a la favorita, pero a la nueva reina le gustan los perfumes con pasión y es muy coqueta. No tiene límite para sus gastos y se dice que su esposo cumple todos sus deseos. En adelante debe esperar de ella su prosperidad.

Luis XVI tenía veinte años y María Antonieta, diecinueve. «¡Dios mío, protégenos, reinamos demasiado jóvenes!», se decía que había exclamado el nuevo monarca. En adelante sólo la reina marcaría el tono de la moda. Sin embargo, circulaba un malvado cuplé:

Petite reine de vingt ans
Vous qui traitex si mal les gens,
Vous repasserez la barrière!
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La difamación empezaba a perseguirla. Fargeon pudo leer en Nouvelles Ephémérides de Baudeau, en la fecha del advenimiento de los jóvenes soberanos: «Le hacen una guerra sin cuartel a la reina y no le ahorran ningún horror. Estos rumores, que buscan su perdición, los ponen en circulación la cábala jesuítica del canciller Maupeou y las viejas beatas». Mal informada, la emperatriz escribía a su hija: «No sabría expresarte mi alegría personal por lo que se oye: todo el universo está extasiado. Y hay motivo: ¡un rey de veinte años y una reina de diecinueve! Todas sus acciones están colmadas de humanidad, generosidad, prudencia y un gran juicio». La «pequeña reina» tomaba las calumnias con humor. En diciembre de 1775, escribió a su madre: «Estamos en una epidemia de canciones satíricas. Nada me han ahorrado; con libertad me han supuesto dos gustos, el de las mujeres y el de los amantes». Hasta le atribuían amores con su amiga madame de Lamballe y, para llegar al colmo, con su modista, mademoiselle Bertin. Esas calumnias eran muy ridículas para que se preocupara. Pero, sin duda, se equivocaba al no tenerlas en cuenta. ¿Quién se habría animado con fríos y sólidos razonamientos a prohibir las diversiones de una reina vivaz, joven y linda? Sólo una madre o un marido habrían tenido derecho, y el rey no ponía ningún obstáculo a la voluntad de María Antonieta… y era esclavo de todos sus deseos.

Los comerciantes que seguían a la Corte no se quedaban atrás. Un joyero tuvo la idea de poner el retrato del rey y de la reina en cajas simples, forradas con galuchat, nombre que se le daba a la piel de tiburón. A esta fantasía le dieron el nombre de consuelo en la pena. Rose Bertin concibió un taburete apropiado para las circunstancias. Era una composición asombrosa: a la izquierda se alzaba un gran ciprés adornado con caléndulas negras, al pie del cual un crespón representaba un revoltijo de raíces; en el lado derecho, un grueso haz de trigo apoyado en un cuerno de la abundancia, de donde salían uvas, melones, higos y otros frutos en gran cantidad, perfectamente imitados, todo mezclado con plumas blancas. Había que comprender que mientras el dolor de la pérdida del rey hundía sus raíces más profundas en el corazón de la gente, el nuevo reino prometía abundantes riquezas. A ese taburete alegórico lo reemplazó muy pronto el puf de la inoculación. Luis XVI fue inoculado contra la viruela el 18 de junio de 1774 y el éxito de lo que todavía no se llamaba vacuna inspiró a la modista. Concibió, bajo un sol naciente, un olivo cargado de frutos alrededor del cual se enroscaba una serpiente que sostenía una maza rodeada de guirnaldas. Estaba claro que la serpiente de Esculapio derribaba al monstruo de la viruela a la luz de un nuevo rey y en la paz que simbolizaba el olivo.

El matrimonio de Jean-Louis Fargeon se celebró en San Eustaquio, parroquia de la esposa, como era la costumbre. El contrato lo firmaron ante el maestre Paulmier, el 26 de julio de 1774. El régimen matrimonial era la comunidad de bienes, muebles e inmuebles, según el uso de París. Los jóvenes esposos estaban rodeados de testigos. Los de la desposada eran comerciantes, un abogado del parlamento, un ex cónsul y un controlador de rentas. Los de Jean-Louis eran Louis-Sébastien Mercier, profesor de artes en la universidad y futuro autor de un célebre Cuadro de París; Étienne Chaulair, pintor del rey y Pierre Guiraud, doctor en Medicina de la Universidad de Montpellier.

El matrimonio se instaló en el piso de arriba de la tienda de la calle de Roule, en el que había sido el departamento de los Vigier. Victoire representaba su nuevo papel a la perfección; sabía mostrarse amable sin complacencia y respetuosa sin adulación. Los esposos se dedicaban al futuro de su negocio que se anunciaba favorable, si bien la competencia era dura. Por un lado, venía de los lugares «privilegiados», donde artesanos y obreros que, sin haber alcanzado la maestría, tenían licencia para ejercer la profesión de perfumista en lugares determinados que eran objeto de una severa vigilancia por parte de los agentes de policía. Los colegas de pleno derecho del barrio de Saint-Honoré eran los rivales más inquietantes. Por pedido de Colbert, Le Nôtre había abierto en el bosque de Boulogne una vista hacia la colina de l'Étoile. Grandes señores y recaudadores de impuestos construían en el nuevo barrio soberbias residencias, cuyos jardines prolongaban los de los Campos Elíseos. Para estar cerca de su clientela, los perfumistas se instalaban en los alrededores. En 1775, un tal Jean-François Houbigant, que se beneficiaba con el patronazgo de la duquesa de Charost, abrió una tienda en el número 19 del barrio de Saint-Honoré con el nombre de El cesto de flores. Acaba de lanzar al mercado el agua de Houbigant, de propiedades refrescantes y calmantes, compuesta exclusivamente de flores. Su manera de promocionar el producto mostraba que sería un competidor temible: «Es para la belleza del rostro lo que el rocío de la mañana es a las flores; refresca y tonifica la piel, le otorga un aterciopelado de lo más delicado y preserva el tinte de todas las afecciones cutáneas. Empleada en el baño, el cuerpo retoma su fuerza, la energía vital reencuentra en ella su estímulo». Houbigant también vendía polvo para las pelucas, extractos de milflores, guantes y abanicos, pastillas para quemar y, en homenaje a su protectora, una pomada a la duquesa. Se decía que había hecho llevar a la reina dos perfumes bautizados María Antonieta y María Teresa, pero a la soberana le había parecido demasiada adulación y no quiso aceptarlos.

Fargeon no perdía de vista el objetivo que se había marcado: embellecer el brillo de la belleza con cosméticos artísticamente preparados y reparar los daños de la edad o de la naturaleza en el sexo femenino, cuyo más dulce gozo es el de complacer. Era, al mismo tiempo, un marido feliz de ver que su esposa no le iba a la zaga a sus nobles clientes y un comerciante que deseaba familiarizar a Victoire con los productos que estaba destinada a vender, por lo que le pidió, poco después del matrimonio, que se prestara a una sesión de maquillaje al estilo de la Corte. La joven aceptó de buena gana y, una mañana, el perfumista procedió a una cuidadosa limpieza de su piel con leche de belleza y, luego, con loción astringente; después, con un pincel, empezó a cubrir con virtuosismo el rostro de su esposa con una masilla blanca muy fina, mientras explicaba las operaciones que realizaba.

—Hay que cuidar que la luz sea desigual, porque, si es uniforme, sólo extenderemos un enyesado. El blanco de la frente debe ser más brillante que en otras partes. Conviene que brille muy ligeramente cerca de las sienes, donde puede ser un poco azulado. Alrededor de la boca se necesita un blanco de albatros.

La aplicación del blanco llevó tanto tiempo que Victoire perdió la paciencia. Observó que una mujer debía de tener muy pocas ocupaciones serias para dedicarse cada mañana a eso. Fargeon explicó que la piel debía estar completamente laqueada para borrar las marcas del sol y, por desgracia, muy a menudo, de la varicela. Una vez distribuido el blanco examinó con cuidado su batería de pequeños potes de rouge.

—El matiz del rojo siempre debe elegirse según la circunstancia y el carácter de la clienta. El carmín para el aire libre, adecuado para un paseo por el bosque, sería espantoso a la luz de las velas. El semirrojo solo se emplea para acostarse. Descarto el rojo de Corte porque no es conveniente para una mujer honesta. «No hay medio más adecuado para halagar los ojos que lucir un bermejo subido, porque no se halaga a un órgano desgarrándolo». Voy a usar para ti el rojo menos violento que existe.

Cuando terminó, bordeó los ojos de Victoire con un ligero trazo negro, luego dio brillo, con una pomada, a sus labios, cejas y pestañas, después de cepillarlas con un peine minúsculo.

Cuando le entregó un espejo, Victoire hizo un movimiento de rechazo ante la imagen de linda marquesa que éste le devolvía.

—¡No soy yo!

—Eres tú después de la sesión de maquillaje. Te garantizo que en la Corte estarían celosas, porque tu belleza sigue siendo natural. Falta el peinado, pero no es de mi competencia, fuera, por supuesto, del polvo a la Fargeon que proveemos a los peluqueros.

Explicó que una elegante se hacía peinar y empolvar cada día por su doncella o por un peluquero-peinador que, provisto de una gran mota de seda, cubría con polvos pelucas y cabellos. Para protegerse de esas nubes blancas, las mujeres sostenían delante del rostro un gran embudo, el cucurucho de polvo. Los polvos más apreciados eran los de violeta, que tenían una base de iris.

—Devuélveme mi verdadero rostro —imploró Victoire.

Mientras destruía su obra con gran cantidad de agua de arroz, le dijo que las coquetas debían evitar mantener durante demasiado tiempo su maquillaje, porque éste, a menudo, tenía partes minerales corrosivas que, a la larga, tenían funestos efectos. Se lo podían quitar con agua de avena perlada, de lentejas, de lirios, de leche o de almendra dulce o amarga. Todo era cuestión de piel y lo mismo sucedía con las pomadas. Algunas exigían aceite de almendras dulces, bálsamo blanco o manteca de mayo; otras, cacao, blanco de ballena o aceite de cuatro semillas frías. Por último, dijo que sentía horror del azul con el que las damas de la Corte subrayaban algunas venas para resaltar mejor la aristocrática blancura de su piel. Nada había más opuesto a lo natural.

Victoire asintió y declaró que estaba lo suficientemente instruida acerca de los misterios del maquillaje. Se interesaría más por el negocio. Así, alentó la voluntad de su marido de abrir sucursales en la provincia y en el extranjero. Las primeras se instalaron en Nantes y en Burdeos, que ofrecían la ventaja de ser un trampolín para las Antillas. Fargeon se hizo pagar en materias primas exóticas como vainilla, de la que obtuvo un maravilloso aceite esencial.

Inglaterra hacía furor y Voltaire había ponderado en sus Cartas inglesas la belleza de sus jardines y la sensatez de sus instituciones liberales e ilustradas. El lujo de la gentry era célebre y debía de ser posible conseguir entre ella una clientela selecta. El maestro perfumista decidió visitarla. Después de desembarcar en Douves, cruzó Kent y llegó a Londres admirando la belleza de las campiñas de un verde más fresco que el del continente. Tal vez compartía las impresiones del conde Tilly que, en general, encontraba a las mujeres de allí bastante bellas y a algunas más feas que en cualquier otra parte, y a los hombres vestidos con bastante riqueza, aunque en su mayoría un traje bordado y una espada parecieran molestarlos más que engalanarlos. La vida de los ingleses ricos hacía pensar en la campiña y ellos siempre aspiraban a las comodidades del confort. También se preocupaban mucho más por la higiene y la limpieza que los súbditos de los Reyes Cristianísimos. Se lavaban la cara y las manos cada día y todo el cuerpo dos o tres veces por semana. Todos tenían bañadera, porque consideraban que el baño era un complemento de los ejercicios del cuerpo.

Inglaterra tenía una larga tradición en materia de perfumes. La corte de Isabel I se enloquecía con las especias, los bálsamos y las esencias animales que traían de Oriente y de Arabia las naves venecianas. Desde 1730, un joven español de Menorca, Juan Famenias Floris, vendía su famosa La vender a todo el Londres elegante. A ésta agregaba esencias de lavanda, de bergamota, de tomillo o de serpol, pomadas a la rosa o a la vainilla, y todo lo que podía agradar a una clientela refinada. Jean-Louis lo visitó y recogió en su tienda ideas de las que estaba dispuesto a sacar el mayor partido. No dejó Londres sin haber establecido los contactos que le permitirían, llegado el momento, crear allí un establecimiento próspero.