UNA VISITA A MADAME DU BARRY

Jean-Louis Fargeon empezaba a impacientarse cuando, por fin, se presentó la ocasión que iba a distinguirlo de sus colegas. Madame Du Barry, al haber oído que la viuda Vigier alababa el talento de su futuro sucesor, pidió que se lo presentaran. Una mañana, pues, se sentó en el almohadón gastado de una banqueta de un coche de punto y por primera vez, al ritmo de los cascos, tomó el camino de Versalles.

Quedó maravillado por el castillo, pero, cuando entró, sintió un olor que lo mareó. «El parque, los jardines, hasta el castillo revuelven el estómago por los malos olores. Los pasadizos, patios, edificios y corredores están llenos de orina y materias fecales. Al pie del ala de los ministros, un porquerizo desangra y asa sus cerdos todas las mañanas. La avenida Saint-Cloud está cubierta de aguas estancadas y de gatos muertos».

Cuando se hizo anunciar, Su Majestad estaba con la favorita. Para que su trato fuera cómodo, ésta se alojaba en los pequeños apartamentos del segundo piso, encima de los gabinetes del rey. En la minúscula pieza donde le habían dicho que esperara a que se fuera el soberano, Fargeon, sin quererlo, escuchó su conversación. Sólo captó una réplica, lanzada con tono burlón:

—Entonces, sire, ¿los reyes envejecen?

Temió que el rey, al pasar delante de él al dejar la habitación, creyera que estaba espiando. Sólo había visto a Luis XV en las monedas y los grabados. El Bienamado «era todavía en su vejez el hombre más hermoso de su reino; su fisonomía ofrecía una mezcla perfecta de gracia y majestad; su figura era admirablemente proporcionada; una expresión de inefable dulzura suavizaba la altivez de su mirada; nada podía igualar el encanto de su sonrisa; su voz llegaba al alma». Cuando Fargeon entró en el tocador, el rey había salido por otra puerta. La condesa estaba estirada en una chaise-longue con la cabeza apoyada en la mano, para así destacar el brazo más lindo del mundo. Esa pose dejaba percibir la mayor parte de una pierna admirablemente torneada. Cuando llegó, lo contempló durante un momento.

—¿Es el joven perfumista de Montpellier que me han recomendado?

—Para servirla, señora condesa.

Bien, joven, tiene un buen aspecto. Por lo que me han dicho, su talento no desmerece en absoluto esta apariencia. Muéstreme algunos de sus preparados.

Con el corazón palpitante, le tendió un frasco de agua de Chipre compuesta, en la que el jazmín, el iris, la angélica, la rosa y el nerolí surgían de tres nueces moscadas blancas machacadas y treinta gotas de ámbar. El olor agradaba aun a los que sentían horror por el ámbar.

La joven dejó caer en el dorso de su mano una gota hacia la que inclinó su linda nariz. El perfume le resultó exquisito y Jean-Louis, estimulado, le hizo oler un preparado más audaz. Había puesto en él cidra, nerolí e iris en aguardiente de Cognac adicionada con macis y una onza de biznaga. Ella dijo que era una mezcla sorprendente y revigorizante como un cordial y preguntó el nombre de ese perfume.

—Lo llamé agua sensual, señora condesa.

Ese nombre le dio risa, y él sintió que había ganado la partida. Después de haberle recomendado, por su tipo de piel, el bálsamo de La Meca, le presentó sus matices de pequeños potes de rouge de diferentes tonos según las circunstancias. Estaba orgulloso en especial de los nuevos tonos que había obtenido aumentando media onza el polvo de talco hasta el déblanchi, que es una libra de talco sobre una cantidad de carmín. A la goma había agregado gotas de aceite de oliva para que los rouges se mantuvieran amalgamados y untuosos.

Por último, abrió la pequeña caja de lunares recortados con sacabocados de hierro en tafetán negro engomado: redondos, en media luna, estrellas y corazones.

—Apuesto, señor Fargeon, que no conoce su lenguaje.

—Tiene razón, señora —mintió con cortesía.

—Por lo tanto, debo enseñárselo. Cerca del ojo, es ánimo asesino; en la comisura de la boca, reclama el beso. Es picaresco en los labios, descarado en la nariz, majestuoso en la frente, galante en la mejilla, jovial en el pliegue de la sonrisa, discreto en el labio inferior y cuando disimula un granito, ¿no es receloso?

Madame Du Barry deseaba acentuar el rubio natural de sus cabellos, y él le prometió que le daría una mezcla de azafrán, cúrcuma, hipérico, raíces de polipodio, genciana, sándalo citrino o ruibarbo. Si la usaba para lavarse regularmente el pelo, este se volvería aún más rubio, pero agregó galantemente que dudaba mucho que pudiera ser más hermoso.

Con esta frase, que podía parecer una adulación mercantil, Jean-Louis Fargeon quería hacerle comprender a la condesa la verdad que profesaba: que nada valía tanto como la belleza natural mantenida con cuidados sensatos prodigados a la piel. La entrevista duró más de una hora. El joven perfumista estaba muy asombrado por haber encontrado a la favorita diferente del retrato que hacían de ella sus detractores. Así, la duquesa de Choiseul desde hacía mucho tiempo había renunciado al honor del trato íntimo con el rey, para evitar encontrarse con madame Du Barry. La Delfina no la podía soportar y sólo la llamaba «la criatura». Fargeon no comprendía que se juzgara con tanta severidad a una mujer respecto de la cual hubiera aplaudido, de haberla conocido, la opinión del marqués de Bouillé, para quien «su tono no tenía nada de común, y aun menos de vulgar; no tenía una mente brillante, pero no carecía de ésta, como se suele decir; le agradaba hablar y había captado el arte de contar con bastante gracia. El rasgo distintivo de su carácter era la bondad. Era buena y le gustaba complacer, no tenía rencor y era la primera en reírse de todas las canciones que hacían sobre ella. Bastaba verla una vez para adivinar esa calidad dominante que ninguna decepción había podido agriar. Había tomado el tono y las maneras de la mujeres de la Corte». El marqués de Bouillé agregaba a sus elogios que madame Du Barry, «con un aire muy noble que realzaba una belleza irreprochable, era instruida, había leído mucho. Su conversación era interesante y, después de su arreglo, era su principal ocupación».

La viuda Vigier quedó encantada al saber que su sucesor había conquistado a su más ilustre cliente. No compartía los prejuicios de los nobles sobre la querida plebeya y, como linda mujer que no ha renunciado a gustar, detestaba a las damas de compañía y a las santurronas.

LA RECEPCIÓN DEL MAESTRO GUANTERO-PERFUMISTA

Jean-Louis pasaba los días preparándose para la maestría. Se sumergía a menudo en el gran libro que contenía los estatutos de la profesión. Nadie podía ser recibido como «comerciante maestro guantero-perfumista» sin haber hecho cuatro años de aprendizaje, seguidos por otros tres como obrero. Esto no se aplicaba a los hijos de los maestros, pero al igual que los otros debían realizar una «obra maestra» que, para ellos, se llamaba «experiencia», lo que en nada cambiaba su naturaleza.

Después de una profunda reflexión, el candidato decidió perfeccionar el lienzo a la moda de Montpellier, aprovechando la ocasión de rendir homenaje al trabajo de sus antepasados. A la viuda la idea le pareció excelente y comentó por adelantado a sus clientes la maravilla que preparaba. Cuando él se lo reprochó respetuosamente, ella le contestó, como hábil comerciante, que quería despertar el interés de su clientela más ilustre hacia el futuro producto.

Trabajó sin pausa en su «lienzo». La palabra venía de la tela tendida sobre la mesa de marquetería o de madera preciosa e impregnada con un delicado perfume. Para llevar a la perfección el lienzo a la moda de Montpellier, lo conveniente no era modificar la preparación de la tela, sino mejorar la composición de la preciosa mezcla que la bañaba, modificar las proporciones de sus componentes, aligerar algunos y agregar otros. Era importante ser paciente.

En el secreto de su laboratorio anotó en su cuaderno de fórmulas:

«Emplear un tela nueva y poco tupida, que se cortará del tamaño que se considere adecuado para hacer el lienzo. Empezar por limpiar la tela lavándola varias veces con agua común y después dejarla en remojo veinticuatro horas en el agua de olor, mitad de ángel y mitad de rosas. Retirarla. Exprimir ligeramente el agua y extenderla al aire de un día para el otro, donde se secará. Luego, para terminar, cubrirla con la composición siguiente: media libra de flores de azahar secas, media de raíces de campanilla, media de iris de Florencia, cuatro onzas de madera de sándalo citrino, dos de aguardiente de agua de ángel, una de palo de rosa, una de juncia, media de ládano, media de clavo, media de cálamo y dos pizcas de canela. Reducir a polvo en un mortero con goma adragante, diluida con agua de ángel. Hacer una pasta. Frotar vivamente los dos lados de la tela en la que se dejarán los trozos que queden pegados. La hacen más lisa. Secarla a medias y volver a frotarla de los dos lados para alisarla aun más con una esponja embebida en agua de ángel o de milflores. Secarla por última vez y doblarla. La parte de abajo de este lienzo por lo común se hace de tafetán y la parte de arriba de tabí o satén. Sólo debe guardarse entre dos trozos de seda.

»Para la segunda fase, tomar una libra de naranjas secas, una de iris de Florencia, media de raíces de campanilla, doce onzas de sedimento de agua de ángel, dos de cáscaras secas de limón, dos de juncia, una de clavo, una de cáscara de naranja seca, una de cálamo, una de ládano y una de agua de canela. Reducirlas a polvo en el mortero mezclándolas de a una con una cantidad suficiente de goma adragante, diluida con una parte igual de agua de rosas para que, al majarlas juntas, formen una pasta perfecta con la que pueden untarse los dos lados de la tela que se deja secar y en la que se vuelve a plisar la siguiente composición: machacar en el mortero una pizca de almizcle y media de algalia. Diluir con agua aromática una cucharada de esta pasta, que se debe aumentar poco a poco con agua de milflores o de ángel. Luego, con una esponja, se frota la tela con esta mezcla para dejarla lo más lisa posible. Después, se la pone a secar por última vez. Mientras está húmeda se la dobla según los pliegues que debe tener. La preciosa tela que da nombre al lienzo está lista».

Estaba tan satisfecho de su fórmula que no pudo dejar de comentárselo a la viuda Vigore: «Su emanación es maravillosa. Viva y fuerte, perfuma sin repugnar. La considero admirable». También pensó en innovar el deshabillé, con una alteración de menor importancia, por cierto, pero que podía realzar su gracia. Al hacer su tocado, las elegantes llevaban esa ligera y sugestiva prenda interior. Pensó en colocarla, entre dos usos, en un «portafolio», un sobre perfumado que le devolvería cada mañana su delicado aroma.

En la mañana del 1º de marzo de 1774, día de su recepción, el corazón le latía con fuerza, pero no estaba de verdad inquieto, porque tenía conciencia de lo que valía y de la amplitud de su saber. Al frente de la corporación, cuatro maestros y guardias jurados aseguraban el respeto de los reglamentos. Cada guardia permanecía dos años en el cargo y, cada año, se renovaban los dos más antiguos. Le pidieron, sobre todo, que expusiera la novedad referente al deshabillé, y alabaron su invento. Después de la recepción, llevaron al joven con gran pompa al Châtelet a ver al procurador del rey, que recibió al maestro y le hizo prestar juramento según el artículo 8 del reglamento de la corporación. Lo declararon «maestro guantero-perfumista y de talcos», en virtud de la decisión del consejo de 1745, e inscribieron su nombre en los registros. Cuando volvió a la tienda, su protectora lo felicitó y aludió, al terminar, a su necesidad de encontrar una mujer. Quedó convencido, porque siendo soltero no podía hacerse cargo de la tienda. La viuda, al verlo dispuesto a escuchar su sugerencia, dijo que pensaba para él en una parroquiana de San Eustaquio, Victoire Ravoisié, cuyo padre, Guillaume-Louis, era bruñidor del rey, es decir, armero. Su madre, Françoise-Charlotte Gouël, provenía de una excelente familia; su hermano mayor, Jean-Arnault, era arquitecto, y el menor, Gabriel-Louis, procurador en el Châtelet. La viuda Vigier señaló que la joven había recibido una excelente educación, ya ayudaba a su madre a llevar las cuentas del negocio paterno y era evidente que sería una comerciante inteligente.

Como el nombre Victoire le parecía de buen augurio para su éxito en París, Jean-Louis Fargeon aceptó que avanzaran con las tratativas. La madre de la joven, en respuesta a preguntas discretas, aportó las referencias más halagadoras: en la familia había un cónsul de la ciudad de París, un escribano, un joyero del rey, un ex cirujano mayor y otros parientes pensionistas del rey. Los amigos de la casa eran abogados en el parlamento, controladores de rentas o comerciantes de telas. Por su parte, la viuda Vigier no dejó de presentar de manera ventajosa a la familia de su sucesor y de garantizar su seriedad y su dedicación al trabajo.

Con el terreno así preparado, Jean-Louis fue a oír misa a San Eustaquio con el único fin de ver allí a Victoire Ravoisié. Durante el oficio tuvo tiempo de observar a la joven y le causó una excelente impresión. Linda sin ser una gran belleza, con un aire gracioso, cubría con una mantilla una abundante cabellera castaña de reflejos dorados. Se detuvo delante de la gran pila para verla más de cerca y a su paso notó, como experto que era, que tenía una hermosa tez.

Apenas dio su acuerdo lo invitaron a la calle Coquillière, adonde fue con el título oficial de pretendiente. Enseguida se lo comunicó a su madre, porque sabía que esa alianza iba a satisfacerla. Y empezó a cortejarla según las costumbres, que exigían la presencia de una mujer de la familia, tía o prima. Las chaperonas a menudo tenían otras cosas que hacer, por lo que pasó largos momentos en el salón en la intimidad con su prometida. Victoire miró con admiración a un pretendiente que, por su elegancia y sus modales, sobresalía entre la mayoría de los jóvenes del oficio. Sentía curiosidad por su futuro estado y le dijo que sería un gran cambio para ella porque, en la armería paterna, desde su infancia había estado rodeada de espadas y mosquetes.

—Estará en su lugar, en medio de perfumes y flores —le dijo Jean-Louis.

Se sintió maravillado al verla ruborizarse por esa trivial galantería. La joven no pensaba llevarse por delante el mundo. Ella le preguntó si debía perfumarse y él le contestó que habría que limitarse a las aguas de olor que le iría creando según la estación.

Victoire le confesó que, como nunca había entrado en la tienda de un perfumista, ignoraba todo de aquella profesión y deseaba que le enseñaran. Con los ojos brillantes de entusiasmo, Fargeon se entregó al elogio lírico de su oficio:

—Entre las artes hijas del lujo y de la riqueza, ninguna hay que produzca sensaciones más voluptuosas que la del perfumista. Ocupado sin cesar en recoger los aromas que exhalan las flores, las cáscaras o las maderas de algunas plantas odoríferas, fija sus olores en aguas espirituosas, aceites y esencias. Crea a su gusto nuevos olores, sensaciones cada día más agradables y mezcla en un solo placer los perfumes de todas las estaciones, todos los climas y todos los países.

—Debe de ser muy difícil.

—En efecto, este oficio ingenioso no deja de tener su dificultad para los que quieren obtener de él beneficios constantes y merecidos. Conocer la teoría de los olores, la manera de extraerlos de las sustancias que los contienen, conservarlos unidos con las que le son más afines, saber qué efectos producirán esas mezclas en el olfato, las sensaciones más voluptuosas y más dulces; estudiar los métodos según los que se han compuesto hasta ahora los cosméticos y los perfumes: esos son los conocimientos teóricos necesarios para el perfumista que quiere sobresalir en su oficio.

En sus sucesivos encuentros le ofreció diferentes esencias y comprobó, con placer, que tenía buen olfato y distinguía fácilmente los aromas elementales. Un día él le dijo que a menudo estaría expuesta a escuchar las charlas de los clientes y que sería conveniente que nunca las repitiera.

—Sobre esto, nada debe temer. La charla lleva a la maledicencia y ese es un pecado del que espero nunca tener que confesarme.

Con esta respuesta confirmó la certeza de que la viuda Vigier había sabido elegir admirablemente a su futura esposa.