LA NARIZ ES LA PUERTA DEL ALMA

Jean-Louis no quería limitarse a las recetas. Deseaba comprender la naturaleza de la facultad olfativa. De manera sumaria, la Academia Francesa había definido el perfume como «el agradable aroma que exhala algo odorífero mediante el fuego o cualquier otro medio». El artículo de La Enciclopedia consagrado al perfumista lo calificaba de «comerciante y obrero a la vez, que hace, vende y emplea todo tipo de perfumes, polvo para el cabello, jabones, guantes perfumados, bolsas de aromas, popurrís, etcétera».

Jean-Louis Fargeon leyó el Tratado de las sensaciones, en el que Condillac resaltaba el papel educativo de los sentidos y contaba la parábola de la estatua a la que el creador había provisto sólo de una nariz. El olfato estaba en el origen de la Ilustración ya que, si se disponía solo de él, el mármol podía adquirir todas las otras facultades y tener pleno acceso al mundo exterior. Así, la estatua, al respirar un «olor de rosa» no tiene representación alguna de la flor. «Será olor de rosa, de clavel, de jazmín, de violeta, según los objetos que actúen sobre su órgano. En una palabra, los olores no son, para él, más que sus propias modificaciones o maneras de ser».

El alumno de los oratorianos se entusiasmó con esa teoría. Los filósofos que tanto amaba su difunto padre rehabilitaban el olfato, que ya no era el patito feo de la noble carnada de los cinco sentidos. ¿Acaso Diderot no escribió: «Considero que, de todos los sentidos, la vista es el más superficial; el oído, el más orgulloso; el olfato, el más voluptuoso; el gusto, el más supersticioso y el más inconstante; el tacto, el más profundo y el más filosófico»? Los primeros trabajos de Lavoisier, que el joven leyó sin entenderlos todavía bien, anunciaban la revolución de la química. Se abría un campo inmenso para la perfumería. El perfume ya no era sólo, según la definición sumaria del Diccionario de comercio de Savary, un «aroma agradable que acaricia el olfato»: era una llave del alma. Jean-Louis tenía conciencia de que debería trabajar para clientes estetas, en busca de aromas exquisitos, sutiles y nuevos.

Desde que volvió a su casa y después de aprender de Poncet algún elemento de su futura profesión, se sumergió en los libros de Voltaire que estaban en la biblioteca paterna. También descubrió a Jean-Jacques Rousseau, cantor de la naturaleza y de la sensibilidad, oráculo con cuya voz el hombre captaba la verdad sobre sí mismo. Su lengua, de una musicalidad especial, se dirigía como un perfume al alma, que así se elevaba. El hombre moderno nacía por su pluma, con sus tormentos y su bondad natural. Rousseau fue el primero en escribir que el hombre que siente sobrepasa al hombre que piensa, que la imaginación «extiende para nosotros la medida de los posibles» y se impone a la razón, que puede elevar hasta lo sublime. Para el autor de Las ensoñaciones del paseante solitario era la condición esencial e indispensable para el logro de la formación. En Emilio, Rousseau aseguraba que el olor, sobre todo el de nuestros semejantes, al actuar sobre la imaginación, era un poderoso factor de atracción o de repulsión. Contaba que, al llegar a la capital, se había sentido incómodo por los efluvios nauseabundos del barrio de Saint-Marcel. De esto deducía que «los olores por sí mismos son sensaciones débiles. Sacuden más la imaginación que el sentido y no afectan tanto por lo que producen como por lo que hacen esperar». Se le otorgaba una nueva importancia al olfato, capaz de suscitar tumultuosos movimientos del alma, resucitar recuerdos borrados y modificar el humor del momento. «El mundo real tiene sus límites, el mundo imaginario es infinito; al no poder ampliar uno, limitamos el otro; porque de su sola diferencia surgen todas las penas que nos hacen desdichados». Jean-Louis colocaba en las nubes a Jean-Jacques, para quien «el olfato es el sentido de la imaginación». La viuda, cuando escuchó decir a su hijo que «la nariz es la puerta del alma» y que esa extraña revelación se debía a un filósofo, creyó que perdía el sentido.

—No tenemos que reflexionar tanto. Cumplamos lo mejor posible con nuestro oficio, es todo lo que esperan de nosotros. Los filósofos son soñadores.

Lamentaba que su marido no hubiera querido escucharla cuando le decía que el latín no le serviría a un perfumista. Sin embargo, el joven logró que admitiera que sus estudios le habían sido útiles. Cualquiera fuera el encanto de la lengua de oc, había que aprender a hablar como los parisienses y liberarse de un acento que podía convertirse en una molestia. Ella estuvo de acuerdo, pero lo conjuró a ser digno de sus antepasados languedocianos y nunca renegar de su patria.

Se sintió totalmente tranquilizada al ver el ardor que, desde su salida del colegio, ponía en profundizar el oficio de perfumista. El encargado de Sète continuaba la educación que unos años antes había iniciado Fargeon padre. Aseguró a la viuda que su hijo mayor tenía una nariz de primer orden, que distinguía sin problema las innumerables sustancias olorosas. La mayoría de los vegetales tenían un olor, a veces agradable, y muchas flores contaban con la doble ventaja de dar placer a la vista y al olfato, pero su aroma desaparecía con su belleza fugaz. Los jugos ácidos, simples o fermentados tenían olores fuertes, casi molestos, debido a la putrefacción alcalina. La trituración o el calor servían para extraer aromas y la materia sutil contenida en el aceite esencial de las plantas se llamaba espíritu. Desde hacía un siglo se sabía extraer el espíritu rector mediante el procedimiento llamado enfleurage, es decir, extracción de los perfumes o maceración. Era una especialidad de Grasse y había enriquecido a la pequeña ciudad provenzal, pero también se lo practicaba en Montpellier.

El aprendiz ya era un adepto a la naturaleza. Destiló aguas olorosas simples, espíritus ardientes y aceites esenciales y aprendió a desconfiar de las falsificaciones del que eran objeto sustancias raras y caras. Poco a poco, creó su paleta de perfumes y algunos lo inspiraron más que otros. No dejó de perfeccionar los preparados familiares: cosméticos, lápices de labios, maquillajes, jabones y pastas para blanquear las manos y el rostro, polvos y opiatas para los dientes, pastillas y licores que servían para perfumar la boca. Para el cuidado del cabello creó aceites y polvos de todos los colores, pomadas y tinturas. Una de las dificultades era obtener productos inofensivos que fueran eficaces. Por último, fiel a una de las especialidades de Montpellier, ejercía el oficio de fabricar guantes, teñirlos y perfumarlos a la manera de Provenza con algunas flores adecuadas para las pieles: azahar, rosas mosquetas, nardos y jazmín.

A pesar de todos los esfuerzos, el negocio familiar se estancaba. Los «licoristas», que pretendían ser perfumistas sin serlo, le hacían una competencia desleal. Además, aunque muchas fórmulas se seguían llamando a la manera de Montpellier, la ciudad estaba siendo ocupada poco a poco por Grasse. Desde 1750, habían quebrado seis perfumistas de Montpellier y los miembros de la corporación eran cada vez menos. El cuerpo de los perfumistas de Grasse se beneficiaba del favor real mientras que en Montpellier los productos orientales tenían un impuesto excesivo. Jean-Louis Fargeon se acordó de la recomendación de su padre. Había que irse para escapar de la decadencia.

La lectura del Mercure de France, cuya divisa virgiliana era mobilitate viget («sólo se prospera con el movimiento»), terminó de decidirlo. El número de mayo-junio de 1770 ofrecía un resumen de las fiestas y ceremonias realizadas en ocasión de «la llegada a Francia de la archiduquesa María Antonieta y de su casamiento con Monseñor el Delfín». La joven princesa parecía unir belleza e inteligencia: «La Delfina —escribía el Mercure— pudo observar a su paso por Francia la solicitud y el entusiasmo de los franceses por verla, admirarla y amarla». El joven de Montpellier leyó el cumplido que el señor Bignon, preboste de los comerciantes, le había hecho a la futura soberana, a su llegada a París: «Será el adorno y las delicias de Francia». Contempló el retrato unido a oleadas de homenajes y elogios. El poema de Sicard de Roberti que lo acompañaba parecía aludir al oficio del perfumista.

L'odeur de vos bouquets me fit croire un moment

Qu'ils étaient composés de mille-fleurs nouvelles,

J'ouvris votre panier avec empressement,

Je n'y vis que des immortelles.[1]

Los rumores de la Corte llegaron hasta Montpellier. Se decía que a la Delfina, a su llegada a Francia, se le había asignado como dama de honor a la condesa de Noailles, a la que de inmediato apodó «La señora Etiqueta». Esta dama de compañía a la francesa vivía en la estricta observancia de las costumbres, ritos y conveniencias. ¿Era tonta? Una contemporánea aseguraba que era la prueba viviente de que «la reserva y un gran manejo del mundo pueden reemplazar la inteligencia». Se decía que la primera camarera de la Delfina, la señora de Misery, también era una apasionada de la etiqueta y no le gustaba mucho que la joven austríaca se echara a reír «como una burguesa del Marais». Para la gente formal era un espíritu burlón que a veces podía llegar a ser hiriente, y se decía que había heredado la ligereza y el gusto por los placeres de su padre, Francisco, duque de Lorena, tan cerradamente francés que después de casarse con la emperatriz de Austria, nunca aceptó aprender alemán.

Jean-Louis Fargeon solo retenía una cosa: la futura reina de Francia era joven y bella y, en consecuencia, era la imagen de la clienta ideal. ¿Acaso no la habían descrito, cuando tenía quince años, «deslumbrante de frescura… más que hermosa para todos los ojos. Su andar tenía a la vez la actitud imponente de las princesas de su casa y las gracias francesas; sus ojos eran dulces, su sonrisa amable»? Parecía que su matrimonio con el Delfín había dado impulso al comercio de lujo de la capital. En el negocio de Fargeon se decía que el «problema del maquillaje» se había discutido en la casa del ministro de Finanzas. La etiqueta exigía que en el momento de las presentaciones en la Corte, las grandes damas estuvieran muy maquilladas y estas ocasiones se multiplicaban, por lo que se consideraron nuevas compras y un fabricante ofreció cinco millones para obtener la exclusividad del rouge. El diálogo entre el hombre de Estado y el caballero de Elbée lo contó este último, orgulloso de haberlo sostenido:

—Señor ministro, ¿cuántos potes de rouge se venden anualmente?

—Dos millones.

—Cargue, pues, en cada pote un impuesto de veinticinco soles. Éste será una pensión para las viudas pobres de los oficiales.

Había que creerlo. París era el único lugar donde podían reconocerse y recompensarse las dotes de un joven perfumista. Allí se encontraba el centro del gusto y de la elegancia, y se le ocurrió una maravillosa idea. Jean-Louis le comunicó el proyecto a su madre y halagó a la Delfina con términos sin duda parecidos a los de la marquesa de Durfort: «Tiene un encanto que va a marearnos; no hablo de su figura, la encuentro encantadora».

—He tomado una decisión, madre. Seré proveedor de la Corte.

— La Corte es un lugar de perdición y allí uno se expone a todas las vicisitudes de la suerte. Dicen que los cortesanos raramente pagan sus deudas.

Pero, como sabía que su ciudad no le ofrecía a su hijo mayor un campo digno de él, aceptó su decisión.

La excelente reputación de la casa de Montpellier había llegado a París, donde uno de sus primos Fargeon explotaba, con el nombre de perfumería Oriza, una tienda instalada en un recinto llamado «privilegiado» del patio del Louvre. Ejercía en ese lugar porque no había sido aceptado en la corporación de guanteros-perfumistas y le estaba permitido tener un negocio sin estar sujeto a la jurisdicción y a la visita de los maestros de dicha corporación. Los productos de la casa Oriza no por eso eran menos afamados, sobre todo los destinados a mantener la frescura de la tez, preparados para la célebre Ninon de Lenclos. Por intermedio de esa rama parisiense de la familia, le informaron a Jean-Louis que podía perfeccionar su aprendizaje con la viuda de Jean-Daniel Vigier, cuyo nombre de soltera era Marie-Geneviève Boutron, establecida en la calle Roule, en la parroquia de Saint-Germain-l'Auxerrois.

Vio como un signo de buen augurio que la tienda estuviera cerca de la iglesia donde se había celebrado la misa solemne del matrimonio del Delfín. Su madre se tranquilizó al comprobar que estaría cerca de los comerciantes de Provenza que ofrecían a los clientes las «aguas de azahar y otras esencias fuertes y suaves» cerca del claustro de esa parroquia, en el barrio llamado «callejón de los provenzales». Tenía excelentes informaciones. El difunto Jean-Daniel Vigier había sido perfumista del rey y miembro de la prestigiosa corporación parisiense. Madame Du Barry y altos personajes de la Corte y de la ciudad le aseguraban una clientela brillante. Su esposa, de apellido Boutron, provenía de una gran familia del oficio y se la consideraba una comerciante inteligente. Las dos viudas establecieron un contrato: Jean-Louis pasaría con la viuda Vigier el año destinado a preparar su maestría.

Las condiciones del acuerdo eran las que se aplicaban en todas partes a un aprendiz: debía respeto a su maestro «como si fuera su padre», se comprometía a guardar el secreto respecto de todo lo referente a su actividad, vivir en armonía con sus compañeros y mostrarse «limpio y modesto». Se acordó que la suma que pagarían los Fargeon formaría parte de una renta vitalicia de cuarenta mil libras por el precio del fondo que, después de su maestría, adquiriría el joven perfumista.