UN PADRE ADMIRADOR DE LOS FILÓSOFOS

Jean-Louis Fargeon padre, al igual que muchos burgueses de provincia, adhería a las ideas de los filósofos. Estaba abonado al Journal des Savants y al Avant-Coureur, periódico que salía los lunes de cada semana y exponía las «novedades de las ciencias, las artes liberales y mecánicas, los espectáculos, la industria y la literatura». Se había suscrito, a pesar de su precio elevado, al Dictionnaire raisonné des ciences, des arts et des métiers de los señores Diderot y D'Alembert, más conocido con el nombre de La Enciclopedia , y se había sentido dolido al ver que le reembolsaban su dinero en 1752, cuando la censura acusó a los autores de la obra de «provocación a Dios y a la autoridad real». Felizmente, Diderot continuaba con su magistral empresa gracias al apoyo de las mentes lúcidas. Antes de colocar a su hijo como aprendiz propiamente dicho —el niño ya tenía algunos rudimentos del oficio— el perfumista quiso que realizara estudios sólidos. Fue uno de los pocos temas en que estuvo en desacuerdo con su esposa. Con clarividencia, él calculaba las ventajas de una educación del cuerpo y del alma en un oficio refinado, en el que la clientela exigía que se supieran expresar en un lenguaje bello, y no en esa lengua de oc que todavía se hablaba en las provincias del sur. Su esposa tenía una concepción más tradicional del comercio. Hija de un frutero, pensaba que nadie se instruía mejor que entre el mostrador y la caja. La regla del negocio, en la pequeña burguesía, era suceder al padre y aprender el oficio a su lado sin estorbar el espíritu con conocimientos inútiles. Pero, como la omnipotencia se encontraba, como dice Moliere, «del lado de la barba», se decidió que la pareja podía prescindir de su hijo en la tienda y que éste estudiaría humanidades en los oratorianos de Montpellier.

La víspera del gran día, el perfumista llamó al muchacho a su laboratorio y le dirigió, en el estilo que le gustaba, una advertencia solemne cuyo tenor es fácil de reconstruir:

—Hijo mío, mañana te vas al colegio. Te convertirás en alguien más instruido que tu padre. Espero que no decepciones mis esperanzas. Sigue los preceptos de tus maestros y haz honor a nuestra familia. Tendrás condiscípulos que sentirán un gran orgullo por sus títulos de vizconde o de marqués y te tratarán con desdén. Debes saber que no tienen que ruborizarte por tu posición social ni por la de tu padre, que un día será la tuya. La superioridad de nacimiento es un prejuicio, una sombra que disiparán un día las luces de la razón. Uno se establece en el mundo por sus méritos y su trabajo. Muchos nobles sólo son ociosos y un día deberán ceder el lugar a hombres de nuestra condición. Tú tienes excelentes disposiciones para nuestra profesión. Me sentiría morir mil veces si mi hijo mayor tuviera el olfato de alguien resfriado. Cuando yo no esté, será conveniente que pienses en trasladar nuestra casa a París. Montpellier no se presta para las grandes empresas. En la capital se encuentra la clientela más elegante y más rica. Serás llamado a vivir cerca de la Corte y espero, algún día, ser su proveedor. Por eso, entre otras razones, debes ser instruido y expresarte con elegancia. Trata siempre a los cortesanos con toda la consideración que exige el decoro, pero nunca olvides que, si bien les sirves, no eres su sirviente. Serás un hombre de progreso, apto para vivir los tiempos nuevos que se anuncian. Tal vez con tus ojos verás brillar el sol de la virtud, la igualdad y la fraternidad sobre las ruinas de un mundo corrompido. ¿Has comprendido bien, hijo mío?

—Sí, padre.

Había retenido lo esencial de la arenga: los hombres eran iguales, y la perfumería le aseguraba el éxito en ese mundo si se distinguía por su trabajo y su talento.

El lector de los filósofos no vivió la era de la sabiduría y la virtud que anunciaba. Murió todavía joven, el 29 de julio de 1760. Viuda con cinco hijos, su esposa respetó la voluntad del difunto. Tomó como encargado a Jean Poncet, de Sète, que le procuró entera satisfacción y no retiró a su hijo mayor, que tenía entonces doce años, del colegio de los oratorianos donde seguía sus estudios. Era un buen alumno, no brillante, pero dotado de una memoria fuera de lo común que enriquecía tanto con la enseñanza que le prodigaban sus maestros como con fórmulas de perfumería. Adornó su espíritu con lo necesario, pero era de naturaleza reservada y se cuidaba bien de mostrar dotes o conocimientos que no convenían a un burgués destinado al negocio.