LOS AROMAS DEL MONTE

Las calles y callejuelas de Montpellier, agobiadas por el sol, olían a cidro y bergamota. Los prados de los alrededores, a tomillo cultivado, tomillo silvestre y lavanda. Los que los recogían dejaban secar y destilaban esas olorosas materias primas y se ganaban muy bien la vida. Ningún lugar era más apropiado para la llegada al mundo de Jean-Louis Fargeon, futuro perfumista de la reina de Francia.

En el año 1748, Luis XV gobernaba en el más hermoso reino del universo y el Tratado de Aquisgrán, después de que Francia «hubiera luchado para el rey de Prusia», ponía fin a la guerra en Europa. Montesquieu publicaba El espíritu de las leyes. Los franceses se inundaban de agua admirable que en la actualidad llamamos agua de Colonia y que habían llevado a esa ciudad los soldados franceses. El niño estaba destinado a la perfumería por derecho de nacimiento, porque en su familia se ejercía ese oficio desde hacía más de un siglo. Primer hijo de un padre con su mismo nombre, lo llevaron a la pila bautismal el 12 de agosto en Notre-Dame-des-Tables. Un antepasado había sido comerciante de lana, y su hijo, Jean, se había distinguido en 1655 como boticario y perfumista de Su Alteza Real Mademoiselle de Orleans con la marca Vase d'Or. Se había asociado con Paul Portallès, maestro boticario y perfumista, y Jean Guiraud, maestro boticario de Roquetaillade (Rouergue). Sus hijos no siguieron la carrera paterna: Jean se convirtió en consejero del tribunal de cuentas, ayudas y finanzas, y Lambert, hijo del anterior, fue señor de La Lauze. Jean-Louis pertenecía a la rama menor, la de Claude Fargeon, que pobló de perfumistas el reino de Francia, como por ejemplo Antoine Fargeon, «comerciante perfumista», que se casó el 27 de enero de 1715 con Marie-Rose Romieu en Notre-Dame-des-Tables. La mujer, decidida y enérgica, enviudó en 1729, y logró hacerse cargo de la tienda y administrarla con la ayuda de su sobrino Antoine, que había hecho un aprendizaje de quince meses como «dependiente licorista». El abuelo materno de Jean-Louis se había casado, el 21 de enero de 1724, en Notre-Dame-des-Tables, con Marguerite Salles. Su hermana Jeanne había entrado en una de las principales familias de perfumistas de Montpellier, los Matte La Faveur. Jean-Jacques Joseph Mathieu Matte La Faveur se estableció en Grasse como «comerciante perfumista y perfumista del rey».

La corporación sostenía que el arte del perfumista se remontaba a la más lejana Antigüedad. Sin embargo, Jean-Louis Fargeon padre tenía la costumbre de decir que la perfumería había nacido en Montpellier. La municipalidad apoyaba esa pretensión debido al tipo de regalos que ofrecía. Las ampollas de vidrio llenas de agua olorosa, polvo de violeta y otros «presentes de aroma» reemplazaron a las confituras para agasajar a los huéspedes de paso. El perfumista recordaba con orgullo una tradición que se remontaba a la Edad Media cuando, según el romance provenzal Flamenca, en Navidad se vertía en las calles de la ciudad aromas de perfumes. Los manuales de perfumería no identifican a ciertos productos como a la manera de Montpellier porque se agregaba a las recetas tradicionales un elemento del reino animal, algalia o almizcle, que dejaba una emanación más profunda y más seductora. El perfumista de Luis XIV, el señor Barbe, mencionaba en sus fórmulas el polvo de Chipre como se hacía en Montpellier: «Tome —prescribía— dos libras de polvo de musgo de roble muy puro, que haya sido purgado con flores… Agregue luego dieciocho granos de algalia. Luego media pizca de almizcle». Señalaba que el paño al modo de Montpellier «estaba enriquecido con nueve vegetales: lirio, raíz de camana, palo de rosa, santal citrino, cálamo, juncia, canela, clavo, ládano, aromas todos contrastados».

Desde entonces, los primeros estatutos de la profesión, instituidos en Francia en 1190, no dejaron de ser modificados. La Biblia de Fargeon era el tratado de su antepasado Jean, «boticario y perfumista con privilegio real». En 1668, había perfeccionado las recetas de un gran número de productos catalogados según su uso, «composiciones para la salud» o «perfumes para los embellecimientos». La obra era una fuente muy rica de fórmulas que habían labrado la reputación de la familia. Existían muchos otros tratados que eran autoridad en la materia. Antoine Hornot había hecho editar en París, con el seudónimo de Dejean, dos obras importantes en las que bosquejaba una teoría de los olores: «Lo que es sensible a la nariz está compuesto de partes volátiles, sutiles y penetrantes, que afectan no solo al nervio olfativo, sino que se expanden por todo el cerebro». En la misma época, el científico alemán von Haller publicaba una enciclopedia de anatomía y fisiología en ocho volúmenes en la que explicaba sobre todo el mecanismo de la respiración, preludio a cualquier comprensión del fenómeno olfativo.

En Montpellier, importante lugar de la medicina, los boticarios tenían un estatuto desde 1572, y la independencia de su corporación fue confirmada en 1674. Importaban y fabricaban «drogas para los enfermos» y, aunque no pertenecieran a las corporaciones de comerciantes, tenían derecho a vender perfumes. En efecto, entre la cincuentena de sustancias vegetales y las cuatro o cinco animales destinadas a la botica, algunas se usaban en perfumería. La ciudad tenía su puerto de mar en Aigues-Mortes pero, a fines del siglo anterior, Sète lo había reemplazado como lugar de desembarco de las mercancías orientales en la misma categoría que Marsella. Los contactos de la región con el extranjero habían facilitado el desarrollo progresivo de la actividad de transformaciones de las materias primas olorosas. En 1669 un observador había escrito sobre la ciudad: «La farmacia y la química tienen aquí un gran esplendor debido al número de personas hábiles que las ejercen; las tiendas de los boticarios son muy hermosas y perfumadas, están colmadas de jarabes, polvo de Chipre, licores y perfumes de todo tipo para tocador, bolsitas de aromas y otras mil cosas». A los hombres que ejercían este negocio se los llamaba pébriers sobeyrans, «negociantes al por mayor», a diferencia de los «minoristas», pébriers de mercat. Los especiayres o especiers-apothicaires empleaban las drogas sobre todo con fines terapéuticos, pero se consideraba que habían aprendido de los árabes el arte de destilar las esencias y los perfumes, lo que les había valido el título de aromatarii. Este esbozo de especialización fue confirmado por la separación entre boticarios y comerciantes especieros-drogueros, luego «guanteros-perfumistas-destiladores».

Los Fargeon, surgidos de la corporación de los boticarios, centraron su negocio familiar en la actividad de perfumistas. Estos últimos ejercían su oficio en el mismo barrio y entretejieron lazos de familia por medio de matrimonios. Sus tiendas se concentraban en las calles de mucho movimiento del barrio oeste, las calles Saint-Guilhem, de l'Aiguillerie, la Grand-Rue, el bulevar de la Saunerie. Los Fargeon tenían su establecimiento en la Grand-Rue frente a la cortada de los Grenadiers. El de Jacques Matte La Faveur estaba enfrente del Cheval Blanc.

Jean-Louis Fargeon tenía siete años cuando, el 2 de noviembre de 1755, nació una archiduquesa de Austria llamada María Antonieta Josefa Juana que, veinte años más tarde, se convertiría en reina de Francia y, luego, en su cliente más ilustre. Ese año, un espantoso terremoto arrasó Lisboa, anunciando tal vez el destino funesto de la futura reina de Francia. Sin duda, el niño de Montpellier, alumno de la escuela de su parroquia, nada supo de estos grandes acontecimientos. Le inculcaban el sentido del trabajo bien hecho al mismo tiempo que la lectura, la escritura y, sobre todo, el cálculo, saber indispensable para un futuro comerciante. Participaba de los pequeños trabajos de la tienda rodeado de la tosca ternura de un padre y una madre ocupados con el trabajo. El local que daba a la calle, con mesas, aparadores, estantes y vitrinas, era el reino de su madre. Había escaleras que permitían alcanzar los recipientes de toda clase: cajas de bergamota, estuches de aromas, tabaqueras de cuerno, decantadores, botellas con tapones de porcelana, damajuanas y vasijas con espíritus.

La nota florida de los perfumes la ponían las esencias de rosa, de narciso o de azahar, o los cítricos llegados de Italia: limón, naranja, mandarina, cidra, bergamota y pomelo. También se utilizaban las maderas de Oriente, como el sándalo, y cortezas de aromas especiados, como la canela o la cascarilla. Y dominaba todo un olor alcanforado, sin duda medicinal, que aportaba a cualquier mezcla un efecto tónico muy especial. Los aceites, los polvos y las aguas de olor se aromatizaban con rosa, jazmín, violeta, lirio, junquillo, clavel o lavanda, pero también con naranja y limón. El ámbar y el azahar gozaban de gran estima, mientras que el almizcle desde hacía años era menos apreciado por los clientes. Los preparados más frecuentes eran los polvos milflores, de ángel, de Chipre, y las aguas a la Mariscala o a las hierbas de Montpellier, en las que predominaba el tomillo. A éstas se unían las aguas de limpieza, el agua de alcaparras y muchos vinagres de tocador, al igual que jabones, pastas y pomadas.

La tienda también tenía a la venta, dispuestos en un agradable desorden, varios objetos pequeños: bolsas para labores, motas de cisne, mondadientes, lunares postizos, esponjas, tabaqueras e incluso ligas, además de sultans, pequeñas cestas o bolsitas de perfumes. Los guantes y los mitones constituían una parte no desdeñable de la mercancía. Muchos colegas agregaban a los perfumes, en un sentido amplio del término, aceitunas, anchoas en salmuera o azúcar en terrones, pero Fargeon se negaba con altivez a hacer concesiones y utilizar comestibles. La «segunda tienda», término que designaba a la trastienda, guardaba los recipientes de gran tamaño y cajas de madera que se utilizaban para los pedidos. También había cestas que, una vez forradas en tela, servían de exhibidores.

En el fondo de la habitación, el laboratorio era el lugar misterioso donde se preparaban las especialidades. Allí reinaba el perfumista en medio de sus calderas, alambiques, serpentinas, prensas, coladores y morteros. Las barricas, que al niño le parecían gigantescas, contenían las materias primas. Se embriagaba con todos los aromas, los del monte cercano, y otros, menos comunes, porque venían de Oriente. Toda su vida conservaría el recuerdo de esas notas exóticas, creadas con almizcle, ámbar, algalia y resinas de Arabia, incienso, mirra, opopónaco y gálbano. Su abuela Marie-Rose le enseñaba canciones de cuna y rondas, así como un buen número de leyendas locales.

Le encantaba en especial la del agua de la reina de Hungría. Contaban que las notas refrescantes de esa agua aromática habían seducido, en el siglo XIV, a la reina Juana, soberana de setenta y dos años, paralítica y gotosa, que la había recibido de manos de un ermitaño. Halló en ella tanta fuerza y belleza que, a los setenta y seis años, logró casarse con el rey de Polonia. El agua de la reina de Hungría se consideraba una panacea para males tan diferentes como el reumatismo, los zumbidos de oídos, los dolores abdominales y para prevenir las epidemias, pero, sobre todo, se pensaba que devolvía la belleza y la juventud. Tal vez el recuerdo de la anciana que volvió a ser deseable por la magia del agua aromática fue el origen del sueño del que muy pronto Jean-Louis tomó conciencia y que acariciaría durante toda su vida: embellecer a la mujer, encontrar el medio de favorecer su tez, conservar la frescura de la piel, disimular los defectos, modificar el color de sus cabellos y hacer desaparecer las manchas y marcas de la edad. Para él, la perfumería estaría estrechamente relacionada con el arte de los cosméticos.