Prólogo

Mañana, 9 de termidor del año II de la República una e indivisible, yo, Jean-Louis Fargeon, perfumista de la antigua corte, seré citado ante el Tribunal Revolucionario. Tengo urgencia por justificarme de los crímenes que me imputan y que jamás cometí. Es falso que sea un enemigo de la libertad y un seguidor del Antiguo Régimen. Si bien odio el sangriento caos de lo que hoy se llama Revolución, sigo siendo republicano y fiel a la divisa: «Vivir libre o morir».

Desde el 8 de nivoso, por orden del comité de seguridad general, estoy detenido en esta mazmorra. Me arrestaron después de reconocer como falsos los billetes de un pago que me estaba destinado y que traían cuatro norteamericanos a suelo francés. Uno de ellos era el señor Thomas Jefferson, ministro plenipotenciario de su nación y gran amigo de las nuevas ideas. Todos fueron puestos en libertad, pero no por eso dejaron de clausurar mi casa de Chaumont, mi antigua tienda del barrio de Roule y mi laboratorio de Suresnes. Me llevaron al Luxemburgo acusado de ser enemigo del Nuevo Orden y de hacer circular moneda falsa. Refuté punto por punto las acusaciones mentirosas y calumniosas contra mí que, sin duda, provenían de vecinos envidiosos. ¡Triste época la que conduce a los hombres a denunciarse unos a otros! Las prisiones están llenas; el comercio, paralizado y los talleres, abandonados. Demasiada sangre inocente, intrigas, ambiciones y perfidias han marchitado el rostro de la Revolución.

Me reprochan haber tenido carruaje, casas y tierras. ¿La propiedad adquirida en forma honesta es un crimen contra la República? Me acusan de haber servido a los antiguos nobles. Fabriqué perfumes para su uso, pero tenían los gustos y los medios que hacía de ellos mi clientela natural. Sufrí por su dejadez y su ligereza en pagar deudas, que me llevaron a la bancarrota. Tuve las mayores dificultades para recuperar mis negocios. ¿Qué prueba de mi civismo debo dar para que me hagan justicia? ¿Solo con mi buena fe lograré convencer al tribunal de que le devuelvan la libertad y el honor a un ciudadano que nunca dejó de ser un buen patriota? Solo puedo repetir lo que declaré por mi honor después de mi arresto: «Nací hombre, amé la libertad en 1789 y di pruebas de ello».

Soy un hombre de ciencia, partidario del progreso como lo fue mi padre. Mis experiencias, conocimientos e inventos se han aplicado al arte sutil del perfume. París se ha convertido en el centro de las ciencias, de las artes y del gusto. En la química, ciencia cuyos descubrimientos no han dejado de sucederse en el curso de los últimos años, pude explorar caminos hasta el momento desconocidos. Busqué y encontré en la naturaleza lo que, en mis preparados, podía suscitar los movimientos del alma y resucitar recuerdos perdidos. ¿Qué le exigen ahora a mi oficio? Para probar mi patriotismo, ¿debería crear un perfume con el olor de la sangre que flota alrededor de la guillotina?

¡Ah, ojalá pueda dejar de respirar el fétido olor de la celda, que me aprisiona aun más que los barrotes! Mientras me hielo en esta miseria, el dulce perfume de los días pasados me transporta a los jardines y los salones de un mundo donde florecía, rosa entre los lirios, la difunta reina de Francia. Sí, lo confieso, estoy orgulloso de haber podido exaltar en ella a la mujer, sin haber sido por eso esclavo de la soberana.

Cuando surge ese perfume del pasado, mi vida entera se ordena como yo ordenaba mis preparados aromáticos. El acorde se fija en un principio en el tono mayor, antes de dejar escapar las notas de cabeza que surgen, enloquecidas, vivas, impacientes como la juventud. Luego palpitan las notas de corazón, plenas y vibrantes, como la realización total de una personalidad. Y, por último, pesadas, persistentes y tenaces, resuenan las notas de fondo, presentes desde el primer momento. Ese fue mi arte y esa fue mi vida. Mañana sabré si habrán de quitármela.