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Morgana soñaba con un señor tolteca que le había regalado un papagayo verde llamado Chi Chi, recordándole que tenía que alimentarlo todos los días con chocolate, o se le moriría. Un hombre sin nariz entraba en la kiva y preguntaba si alguien había visto su napia, y ella le decía que trepara por la cuerda hasta la casa refugio del acantilado, porque la tendría allí a salvo de los Señores de la Noche. En su sueño, Morgana había comenzado a reír y un viejo buscador de oro llamado Bernam le decía: «El primer síntoma de inhalación tóxica es el aturdimiento. No te lo tomes a risa, pequeña… ¡te estás muriendo!».

De pronto la kiva comenzó a retumbar. Morgana abrió los ojos y vio polvo de adobe que caía sobre ella. Luchó tratando de ponerse en pie. ¿Sería un terremoto? ¿Un trueno?

A través del orificio de ventilación vio que entraba ya luz del día. Al apoyar las manos en la pared curva, notó vibraciones. ¡Vehículos! Que parecían acercarse.

—¿Hola? ¡Estoy aquí abajo!

La joven escuchó de nuevo con las manos apoyadas en el muro. Y, entonces…

Las vibraciones comenzaron a apagarse, como si los vehículos estuvieran tomando otra dirección.

—¡No!

¡Una señal de humo! Pero ya no quedaba nada que quemar…

«Sí, sí que queda».

—Jamás podría recordarlo todo… —musitó horrorizada, pensando en las historias del diario, en el saber de los antiguos…

¡Y los dibujos! Hoshi’tiwa como una niña; el Señor Chacal, un noble tolteca… La historia arrancada de la lejanía de los eones y preservada en el presente…

Pero si no quemaba todo ello para que siguiera alzándose la señal de humo, perecería con seguridad de deshidratación e hipotermia.

El rumor disminuía fuera. ¡Los coches se iban! ¿Volverían por aquel camino otra vez? ¿Y si eso no ocurría en días o en semanas? Aquella era su última oportunidad de atraer su atención.

La indecisión tenía inmovilizada a Morgana. ¿Destruir la obra de su padre y salvarse, o salvar su obra y sacrificarse ella?

—¡Que Dios me ayude! —exclamó—. ¡No puedo decidir!

Pero entonces pensó en Nicholas, en el precioso regalo que le había hecho Robert. ¿Quién cuidaría de él y lo amaría como solo ella podía amarlo? Y, de pronto, en la grisácea luz invernal que se colaba en la kiva, se sintió tranquila. Porque allí, cuando todo había sido dicho y hecho, solo quedaba una elección. Todos los personajes del diario, desde el capitán del SS Caprica al burro llamado Sarah… los antiguos indios de Chaco Canyon, los científicos del pico Smith, el agente indio de Los Angeles y las doncellas de Casa Esmeralda…, todos tendrían que morir para que viviera Morgana.

Sollozó mientras envolvía el diario entre los dibujos, deseando que ojalá hubiera otra manera…, pero el ruido de los vehículos era cada vez más lejano y pronto no habría nadie para poder ver la señal…, se puso en cuclillas al borde del fuego que estaba a punto de apagarse y comenzó a dejar todo el fajo en las brasas.

«Espera».

Se detuvo.

«Queda otra cosa para arrojar al fuego».

Se puso en pie de nuevo. «¿De qué se trataba?».

«Búscala. Y envía una señal… ¡ahora!».

Morgana frunció el entrecejo. La voz sonaba como la de tía Bettina. Pero era imposible.

—Ya he quemado todo —dijo, hablando a la oscuridad.

«Hay algo más aún. ¡Apresúrate!».

—¿Algo más? ¿Qué? Ya estoy en ropa interior… Si la quemo, hará unas pocas chispas, y punto.

«¡Piensa! Yo dejé algo aquí…».

Entonces le vinieron a la memoria a Morgana las últimas palabras que Bettina dirigió a Faraday: «Iba a tirar este objeto abominable, pero luego decidí dártelo como recuerdo».

¡Bettina había arrojado algo al suelo! Pero… ¿qué?

Moviendo frenéticamente el moribundo haz de luz de la linterna, Morgana registró el suelo de la kiva.

—¡Aquí no hay nada!

«¡Date prisa!».

«¡Está bien! —se dijo Morgana—. Párate a pensar. ¿Qué podría haber traído Bettina? Algo horrible, que le recordara a Elizabeth».

Las vibraciones que llegaban del suelo del desierto eran cada vez más débiles mientras los vehículos se alejaban de allí en otra dirección.

«¡Piensa!», le ordenó la voz.

—¡No puedo!

Morgana estaba débil, aturdida. Había estado mucho tiempo sin beber ni comer. No tenía sensibilidad en las manos y pies. Sentía la sangre como hielo en sus venas. Solo deseaba tenderse en el suelo y dormir.

Pero entonces… recordó algo acerca de una cesta que Elizabeth le había dado a Faraday. Bettina había dicho que era feísima…

Morgana se puso a gatas otra vez y comenzó a rebuscar en el suelo, hundiendo las manos en la arena y la tierra hasta que sus dedos dieron con algo. Allí estaba: la cesta paiute de Elizabeth, aplastada por los años, cubierta de polvo; una cesta tapada e impermeabilizada con resina de pino.

—Por favor, Dios mío —murmuró mientras soplaba sobre las casi apagadas ascuas para reavivarlas y poner encima de ellas la cesta—. ¡Haced que arda!

Salió una humareda que llenó la kiva de un olor asfixiante. Morgana agitó los brazos para reunir el humo en una columna y conseguir que se alzara hacia el intenso cielo azul del desierto.

Escuchó. Acercó el oído al muro.

—Os lo ruego, Señor… —sollozó.

Entonces…, las vibraciones se hicieron más fuertes y pronto oyó ruido de motores. Voces que gritaban. Cláxones estridentes. Y, por último, alguien que se asomaba al interior y arrojaba un rayo de luz a través del agujero de salida de humos.

—¡Con cuidado! —advirtió Morgana—. ¡El suelo es inestable! ¡Estoy en el interior de una kiva!