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Morgana estaba sentada en la oscuridad fría, con el diario en su regazo. Tiritaba, le castañeteaban los dientes, había perdido la sensibilidad en los pies. No podía moverse. Había concluido la historia de su padre, y la había dejado exhausta, agotada. Le retumbaba la cabeza. Estaba muy débil.

El humo que se alzaba del hogar apenas conseguía salir por la abertura redondeada del techo de la kiva. El fuego estaba prácticamente extinguido. Todo cuanto se podía quemar había sido ya quemado. Y, sin la señal del humo, nadie la encontraría.

La recorrió un escalofrío. Sí quedaba algo por quemar.

Miró el cuaderno que tenía en las manos. ¿Sería posible separar las hojas de la cubierta? Esta última estaba hecha de piel, cartulina y goma… Sin duda produciría una buena cantidad de humo al quemarla. Experimentó con una de las páginas en blanco y comenzó a separarla con cuidado de la encuadernación. Pero, cuando iba por la mitad, el papel se rasgó. Se dio cuenta entonces de que llevaría horas separarlas una a una de la encuadernación. Pero, aunque pudiera hacer eso…, ¿cuánto tiempo estaría ardiendo la piel?

Dejó escapar un suspiro entrecortado al notar que se apoderaba de ella el cansancio. Cuando pensaba ya en inclinar la cabeza unos minutos, el tiempo justo de cerrar brevemente los ojos, para reanudar luego la tarea de arrancar una por una las preciosas páginas del diario, algo en el fondo de su mente le recordó el riesgo que existía de una muerte por envenenamiento con monóxido de carbono.

Pero no tenía motivos para preocuparse. El orificio de salida de humos seguía proporcionándole una ventilación adecuada…