96

Morgana observó con horror el montón de astillas inútiles que había a sus pies, y después retrocedió y comenzó a explorar los muros lisos y curvados. No vio asideros ni puntos en que apoyar los pies, y el techo estaba demasiado alto para poder alcanzarlo. Al recordar que al día siguiente era el primero del invierno y que aquella noche iba a ser la más larga del año, comprendió que podría enfrentarse a horas de oscuridad y de frío glacial si se veía obligada a permanecer allí abajo.

Soltó el cuchillo de monte que llevaba colgado del cinturón y empezó a cavar con él en la pared. El adobe se desmoronaba con facilidad y caía, pero logró cavar en él un agujero lo suficientemente grande para poner meter los dedos dentro de él. Lo probó. Era un buen asidero. Se subió al banco de piedra para cavar el siguiente. Pero, mientras lo hacía, se desprendió un gran trozo de adobe, que cayó y fue a parar al suelo. Probó en otro lugar sin más resultado que un nuevo desprendimiento que la cubrió con una lluvia de polvo.

Saltó del banco; una inspección del antiguo muro la hizo ver que era demasiado viejo e inestable para poder seguir cavando agujeros en él. Por lo demás, aunque pudiera hacerlos, sospechaba que los adobes no aguantarían su peso. No, al menos, en la zona de mayor altura que, al mover sobre ella el haz de luz de su lámpara, le pareció sumamente frágil. Cualquier intento de trepar para alcanzar la salida podría causar el derrumbamiento de toda la estructura.

Un cielo grisáceo comenzaba a cubrir el desierto. Había comenzado a caer aguanieve, lo que significaba que en el interior de la kiva no tardaría en hacer mucho frío. Le había dicho a Suzie que estaría de regreso por la mañana. Nadie comenzaría a buscarla hasta entonces.

De pronto oyó un sonido que la hizo levantar la cabeza. ¿Había alguien allí? Poniendo las manos en torno a su boca para hacer como una bocina, llamó a gritos:

—¡Estoy aquí abajo! ¡Hola!

Probó de nuevo a asirse a los agujeros que había hecho en la pared, pero el adobe se le desmoronó entre los dedos.

—¡Espere! ¡No se vaya!

Definitivamente, había alguien arriba.

—¡Aquí! —gritó—. ¡Aquí abajo!

Unas pisadas en la arena, arriba. No había error posible. Cerca, más cerca…, hasta que una sombra le tapó el firmamento. El corazón de Morgana dio un salto cuando miró y vio… unas largas orejas y un afilado hocico. ¡Un coyote!

Cogió una piedra del suelo de la kiva y la lanzó contra el animal. Consiguió darle. El coyote soltó un aullido y escapó corriendo.

Tenía que hacer fuego, pero no iba a ser fácil. Todo el mundo en el valle había oído trágicas historias de mineros que habían intentado calentarse en galerías cerradas en invierno y habían muerto envenenados por monóxido de carbono. El fuego agotaría también todo el oxígeno allí dentro. Morgana tenía, pues, que establecer un delicado equilibrio: quemar suficiente combustible para que el humo saliera por el agujero del techo, sin envenenarse a sí misma con sustancias tóxicas ni verse privada de su aire respirable.

Sacó unas cerillas del bolsillo de su camisa y miró a su alrededor buscando algo que quemar.

La escalera resultó útil después de todo. Una vez hubo prendido fuego en el hueco de piedra que había en el suelo justo en el centro de la kiva, y tras cerciorarse de que el humo ascendía en espiral hacia el orificio del techo, se dispuso a aguardar que acudiera alguien a investigar su origen. Entretanto, volvió a ahuecar las manos ante su boca y llamó otra vez. Su voz se alzó entre centellas y cenizas hacia el cielo cargado de nieve.

Escuchó por si había respuesta; llamó de nuevo, escuchó, y cuando solo respondió el silencio, se puso a sopesar cuáles serían sus siguientes acciones.

—Bueno, papá —murmuró—. Por fin nos hemos reunido. Pero no es como lo había imaginado.

Al sentir que volvían a brotarle las lágrimas, se mordió el labio. Ya habría tiempo para abandonarse a las emociones. De momento necesitaba mantener despejada la cabeza.

Miró el libro que estaba bajo la mano momificada. Por lo que parecía, tenía escritas muchas páginas. ¿De qué? ¿De enfermizas divagaciones? ¿De la historia de su vida? Temía leerlo y a la vez estaba deseando hacerlo.

Antes hizo un rápido inventario de sus pertenencias —tenía cerillas, un cuchillo, una pequeña cantimplora de agua sujeta al cinturón y combustible que quemar —madera, más las ropas de su padre—, así que decidió que dejaría encendido el fuego mientras el humo siguiera elevándose bien, y que volvería a dar voces en unos minutos. Entretanto, echaría un vistazo al diario de su padre.

Se sentó junto al fuego con las piernas cruzadas y acercó el libro al pálido haz de luz que se colaba a través del agujero del humo y examinó primero la página que había quedado abierta. Era lo que había estado escribiendo su padre cuando murió:

Estoy encerrado en mi tumba. Moriré aquí dentro. No puedo creer que mi vida haya sido en vano: que haya sido traído a este lugar y este momento para ser apagado como la luz de una vela, ¡porque me han sido reveladas las respuestas al misterio de Chaco Canyon! ¡Y hay tantas cosas más…! La anciana india me reveló el significado oculto de la olla dorada: un maravilloso secreto que debe ser compartido con el mundo. Por ello, mientras aún tenga la luz de la linterna, mientras me quede aire que respirar, expondré aquel valioso saber. Este será el legado para mi querida hija Morgana. Algún día ella me encontrará y, aunque esté ya muerto, oirá mi voz.

Tras cerrar con suavidad el diario, Morgana levantó la cubierta delantera y descubrió, debajo, el fascinante retrato a lápiz de una muchacha. El rostro redondo con pómulos marcados, ojos que parecían hipnotizarte y un curioso tatuaje en mitad de la frente: tres líneas verticales. Era el dibujo original de la muchacha hopi de Chaco Canyon. Volvió después la primera página del diario, fechada en 1920, y leyó la línea inicial:

Yo, Faraday Hightower, doctor en medicina, afincado últimamente en Boston, Massachusetts, soñador, loco, visionario, escribo esto. Tenía cuarenta y un años cuando nació Morgana. Fue entonces cuando empezó mi vida realmente. Todo lo anterior fue tan solo el preludio de mi despertar, cuando pusieron en mis brazos a mi hija recién nacida.

En el interior de la kiva reinaba una oscuridad mágica, melancólica. Morgana sentía como si los muros se cerraran sobre ella, como si el techo la oprimiera. Sus pulmones luchaban por llenarse de aquel aire de siglos de antigüedad. Las sombras se movían y cambiaban a su alrededor. Imaginó que unos ojos la miraban. Mientras leía el diario la invadió una sensación de intemporalidad, como si hubiera recorrido en su caída no ya el espacio de unos pocos palmos, sino el tiempo de unos cuantos siglos.

Elizabeth está muerta. De eso estoy seguro. Pero fue su voz la que me llamó y me condujo hasta este lugar. Si su voz no me llega de la otra vida, ¿cómo puede llamarme?

Morgana dejó de leer. Resonaban en su mente palabras de mucho tiempo atrás: «Tenía un sueño recurrente, en el que veía a tu padre perdido en el desierto. Yo lo llamaba y le decía que siguiera mi voz y se salvaría».

Cuando reanudó la lectura, las palabras iban formando imágenes en su mente a medida que ella pasaba las páginas: «Cabalgué hacia Chaco Canyon con Morgana en la grupa, a mi espalda». «El banco nos desahució de Casa Esmeralda». Salían nombres y nombres de las páginas, transformándose en personas vivas, hombres y mujeres que respiraban, como si hubieran bajado a la kiva para acompañar a Morgana: John Wheeler, los curanderos navajos, las dueñas de las pensiones de Albuquerque, vaqueros, agentes indios, Elizabeth Delafield y el profesor Keene, y un falso sacerdote llamado McClory.

Ahora sabía finalmente Morgana de dónde salió el dinero de su fideicomiso, el que le había dejado a ella pero que Bettina robó. No provenía del robo de ninguna nómina de una mina, sino recuperado con todo derecho del hombre que le había estafado.

¡Y Sarah Bernam era una borriquilla!

Morgana leyó toda la historia de su padre, desde la noche de su nacimiento hasta cuando se hallaba con la pierna rota en la kiva y escribía que se sentía cada vez más mareado y comenzaba a tener alucinaciones: «Un grito de alarma. El ejército del Señor de la Noche…».

Dejó a un lado, a su pesar, el diario y se puso a reunir más leña para el fuego. Le dolían los hombros y la espalda. Sentía los dedos entumecidos. Cuando alzó la mirada, vio que el cielo se había vuelto más oscuro y que en el borde del agujero para el humo se había depositado una fina capa de nieve. ¿Cuánto tiempo había estado leyendo?

Se puso de puntillas como si aquello la acercara más al agujero, hizo bocina con las dos manos alrededor de la boca y gritó otra vez:

—¿Hola?

A continuación, bajó la vista y miró de nuevo aquella momia envuelta en andrajos.

—Papá… —dijo—. Tengo miedo de lo que voy a leer ahora. Tía Bettina decía que tú estabas mal de la cabeza la última vez que te vio. ¿Es eso lo que descubriré? ¿Que tenía razón y que mis secretos temores eran, en definitiva, fundados? —Arrojó más astillas al fuego y siguió—: Supongo que la anciana india no volvió por ti.

Pero ¿por qué no salió él de la kiva? Aunque tenía una pierna rota, ¿por qué no fue nadie a buscarlo? «Aquel mapa que me dio dentro de un sobre cuando yo tenía diez años…». Morgana no tenía ni idea de qué fue lo que se hizo de aquel sobre.

Tomó el diario y reanudó la lectura.

Me siento mareado. Y mi visión empieza ahora a hacerse borrosa… «Oye, Pahana. Oye y observa». Es la anciana la que me habla, ¡aunque no está aquí!

«Mi pueblo no cuenta los años como tú, Pahana. Para saber cuándo sucede su historia, tienes que situarla en el año 1150, cuatro siglos antes de que unos hombres que se llamaban a sí mismos españoles llegaran a este continente.

»El Pueblo del Sol habitaba en esa región del territorio que los hombres blancos llaman las Cuatro Esquinas. Es la historia de Hoshi’tiwa, una muchacha cuya vida cambió para siempre el día en que llegaron el Señor de la Noche y sus jaguares sedientos de sangre…».

Morgana se sintió tan profundamente interesada por el relato que, cuando hubo acabado con la historia de Hoshi’tiwa, y después de leer lo que se narraba acerca de Ahoté, del Desnarigado y del Señor Chacal, había tenido que ponerse de pie y dar unos saltos para restablecer la circulación en su cuerpo y regresar al presente.

Cuando miró arriba, la extrañó encontrarse con un cielo completamente negro. ¿Se había puesto ya el sol? ¿Cuánto tiempo había estado leyendo? Consultó su reloj y se quedó atónita al darse cuenta de que habían pasado horas. Le dolía el estómago de puro vacío. Sentía la boca seca y sedienta. Mientras añadía más combustible a las brasas —ahora ya pedazos de los harapos de su padre, que arrancaba con delicadeza del esqueleto— Morgana sentía que su mente vagaba a otro mundo, en el que había caminado por las amplias carreteras de los toltecas, comprado cascabeles de cobre en la plaza del mercado y reído con Yani, y en el que se había erguido en la plaza, desafiante, mientras el Señor Chacal consultaba a los dioses con la Piedra Guía.

Morgana cerró los ojos. Su estómago se quejaba, aunque hubiera podido jurar que tenía en su lengua el sabor de las tortillas y el chocolate. Tenía entumecidos por el frío los brazos y las piernas, pero aun así los sentía como si los bañara el sol con su calor.

Y también el beso del Señor Chacal cuando la estrechaba entre sus brazos…

—Muy bien —dijo en voz alta para darse ánimos—. Mantén la cabeza serena. Solo es hambre.

Por desgracia, las galletas y el tasajo estaban dentro de la mochila, en el suelo, arriba.

Quizá hubiera alguna manera de recuperarlos. Había dejado caer la mochila a sus pies justo en el instante de que cediera el suelo. No podía estar lejos del agujero.

Morgana buscó algo que pudiera emplear como caña para pescarla. ¡El cinturón de su padre! Sí lo unía al suyo, y le ataba luego los cordones de sus botas, tal vez así podría llegar hasta arriba desde donde estaba.

Trabajó con los dedos helados, rígidos y, cuando lo hubo unido todo, vio que la longitud de su «sedal» todavía no era suficiente. ¡Los pantalones de su padre! Si pudiera hacer tiras de ellos…

El cuchillo agujereó con facilidad el tejido podrido y Morgana pudo contar al cabo de un rato con suficientes tiras para unirlas anudándolas una tras otra. Formó una especie de lazo corredizo en la del extremo y, después, tomándolo todo en una mano, lo lanzó con la otra hacia el agujero de salida de humos. Los primeros intentos fallaron: el lazo chocó contra el techo y volvió a caer. El sexto tuvo éxito: el lazo salió por el agujero y aterrizó en la nieve. Alargando el cuello y tratando de evitar que la nieve le cayera sobre los ojos, tiró suavemente del lazo… y este cayó al suelo, vacío.

Cambió de posición y, cuidando de mantenerse apartada del fuego, volvió a arrojar el lazo de nuevo. Unos intentos más y de nuevo consiguió sacarlo por el agujero. ¡Y esta vez pescó algo!

Tiró con suavidad, mientras se dirigía a la cuerda diciéndole: «Aguanta ahora, aguanta…». Cuando consiguió bajarla hacia ella, cayó con una piedra atrapada en el lazo, que por poco no le dio en la cabeza.

Le dolían los brazos y los hombros. Hacía demasiado frío y la sangre no circulaba por ellos en cantidad suficiente para mantener en funcionamiento sus músculos.

—Descansaré unos minutos ahora —dijo también en voz alta para animarse con el sonido de su voz—. Entraré en calor junto al fuego y volveré a intentarlo.

Confiaba en que podría hacer caer la mochila: entonces tendría, por lo menos, comida, una linterna de repuesto y más cosas que quemar…, incluida la misma mochila.

Sentada de nuevo junto al fuego, y tras arrojar a las llamas más astillas de madera y los últimos fragmentos podridos del saco de dormir de su padre, Morgana reanudó la lectura:

¡Dios mío! ¡La anciana india! ¡Está aquí, en la kiva, conmigo! ¿Cuándo habrá bajado? No la he oído llegar. Me ha dicho: «Ha llegado el momento de que conozcas las respuestas que viniste a buscar». Yo le he dicho que estoy demasiado débil y dolorido, y le he suplicado que llamara a los hombres de su tribu para que me sacaran de este abominable agujero. Pero ella se ha limitado a seguir hablando, con una voz suave como cintas de seda. Sus palabras eran tan sedantes, que yo apenas podía levantar mi pluma para escribir. Escuché con respetuoso temor…, no sé por cuánto tiempo…, pero al final de todo, cuando me quedé exhausto y agotado, con las ropas empapadas por el sudor —porque las cosas que me había dicho y mostrado exigieron tal esfuerzo a mi cuerpo que fue como si hubiera corrido cien kilómetros—, ella se desvaneció. Así, como lo escribo, en un abrir y cerrar de ojos. Y ahora estoy solo otra vez, pero ya sin dolor, y noto como si estuviera ardiendo en mi cuerpo una nueva energía. Me siento ligero, fuerte… ¡Quisiera bailar! Me invade la alegría. Escribiré, pues, el milagroso mensaje que ella me ha transmitido…

Pero, un momento…, ¡viene alguien! Oigo el crujido de ruedas de carromato…, cascos de caballos. Sí, se acercan. Vienen a rescatarme. ¡Estoy salvado!

Morgana observó el cuerpo momificado. ¿Que alguien fue a rescatar a su padre? Entonces… ¿quién era este? La respuesta se la dio la siguiente frase del diario: «Era Bettina. Pensé que había venido a rescatarme. Pero no fue así».

Morgana leyó con horror la escena que describía su padre, en la que las frases daban la impresión de saltar de lo escrito: «Bettina trajo el mapa que yo le había confiado a Morgana y lo hizo trizas ante mis propios ojos». «Bettina le dijo a Elizabeth que ella era mi esposa y que yo era un mujeriego». «Bettina confesó que había dejado que su hermana Abigail se desangrara hasta morir, para que yo me sintiera impulsado a casarme con ella».

Intercalado en las dos páginas siguientes había un sobre dirigido a su padre a Casa Esmeralda, con matasellos de 1916. Era de Elizabeth. Ahora conoció Morgana la verdad: Faraday nunca supo que ella se había quedado embarazada.

Morgana cerró los ojos. Bettina… Las cosas que le contó a Faraday en su hora final. Y después lo abandonó y lo dejó encerrado allí.

Doblando las rodillas para acercarlas a su pecho, Morgana se pasó los brazos por las piernas y permaneció así un buen rato, acunándose con suaves movimientos adelante y atrás, dejando que el dolor siguiera su curso.

Ella lo abandonó allí. Lo enterró vivo.

Poco a poco el dolor fue cediendo. Morgana se soltó a sí misma y se enjugó las lágrimas. Durante años se había preguntado qué fue lo que impulsó a su tía a asesinar a Elizabeth. La aterrorizaba que padeciera una enfermedad mental hereditaria que ella misma, Morgana, pudiera transmitir a su hijo. Pero ahora sabía la verdad. Que el insoportable estigma de la ilegitimidad con el que había estado marcada toda su vida había acabado por enloquecer a Bettina.

Había mucho más que leer, pero Morgana tenía que pensar en su propia supervivencia. Explorando el polvoriento suelo, encontró restos de lo que parecía un bolso grande de lona. El material serviría para el fuego, pero su extraño contenido, no: un lápiz de labios, unos polvos faciales, un pañuelo y un peine femeninos… Morgana comprendió, asombrada, que debía de ser el bolso que llevaba Bettina cuando bajó a la kiva y que dejó detrás cuando salió después de haber luchado abajo con Faraday.

Mientras el bolso y el pañuelo iban a parar a las brasas, Morgana buscó algo más para quemar y encontró la pequeña edición de la Biblia que Faraday había bajado consigo a la kiva. Las cubiertas de piel estaban intactas aún, pero, cuando abrió el libro, las páginas se desintegraron.

Una vez que las llamas comenzaron a crepitar de nuevo, Morgana se aproximó a ellas y se consoló con el pensamiento de que aquella nube de humo gris que se alzaba con numerosas centellas sería visible en la noche del desierto, y atraerían la atención de cuantos divisaran la existencia de un fuego donde no debería haberlo.

Cuando volvía a ocuparse del diario, oyó ruido arriba. Escuchó. El coyote había vuelto. Por los resoplidos que oyó, Morgana se dio cuenta de que estaba inspeccionando su mochila.

—¡Bu, bu! —le gritó, batiendo las palmas como hacía siempre que los coyotes se colaban en el huerto de detrás del albergue.

Oyó el tintineo de las hebillas de la mochila mientras el animal la arrastraba como trofeo a través de la nieve, alejándola de la kiva, hasta que se hizo de nuevo el silencio.

A Morgana se le cayó el alma al suelo. Se había quedado sin comida.

Paseó por la cámara helada, agitó los brazos, pegó patadas con los pies. La próxima vez que se le fuera a apagar el fuego tendría que arrojar a él su cazadora. Pero no se atrevería a quitarse nada más, por temor a morir congelada. Sentada junto a la lumbre, regresó al diario.

La anciana me contó que el destino quiso que Hoshi’tiwa fuera a vivir al Lugar del Centro y creara la tinaja para la lluvia, pero no para que trajera la lluvia, sino para recibir una iluminación. Vivimos en el Cuarto Mundo, le dijo. Antes de esto vivimos en el Tercer Mundo, que hoy hemos olvidado ya. Una terrible catástrofe asoló la tierra y destruyó todo cuanto había en ella. Para sobrevivir, el pueblo se retiró al mundo subterráneo.

Morgana hizo una pausa y levantó la vista de la página. Las sombras parecían haberse multiplicado en el interior de la kiva. Ahora las llamas danzaban en el hogar y creaban siluetas grotescas en la pared. Sabía que su mente la estaba engañando, porque podía jurar que oía la voz de la anciana que le hablaba mientras ella leía las palabras escritas. Era, como la había descrito su padre, una voz suave como cintas de seda.

Antes de esta gran destrucción que asoló el Tercer Mundo, los humanos conocían la naturaleza de la vida y el cosmos; poseían la sabiduría secreta. Pero entonces sobrevino la calamidad. Chocaron entre sí cometas y cuerpos celestes, y el sol se inmovilizó en el firmamento…

Morgana levantó la mirada. «El sol se inmovilizó». La historia de Josué ante Jericó. ¿Estaría confundiendo su padre las Sagradas Escrituras con el mito hopi?

Esto ocurrió hace cien generaciones, cuando la humanidad vivía en una edad de oro. Y, entonces, el mundo fue destruido. Recordamos la destrucción, pero no la sabiduría de nuestros antepasados, a los que llamamos los antiguos: los anasazi.

¿Otra historia bíblica?, se preguntó Morgana. La caída en el Génesis, Adán y Eva vivían en una edad de oro antes de conocer el pecado. Se estremeció. Tuvo que encender otra vez la linterna, porque la luz que le proporcionaba el fuego se extinguía.

En aquella edad de oro, que los hopi llaman el Tercer Mundo, el sol salía por el oeste y se ponía por el este. El firmamento estaba muy cerca de la tierra en aquellos días, y no existía el Lucero del Alba. Un enorme cometa barrió la tierra, e hizo variar la dirección del sol. Quedó quieto en el cielo y después el sol siguió su camino hacia atrás. Se desplomó el firmamento, la tierra comenzó también a girar al revés. Y el cometa se convirtió en el Lucero del Alba. El pueblo del Señor Chacal creía que la nueva estrella, que llamamos Venus, fue antaño un dios terreno llamado Quetzalcóatl y que este, al morir, se arrojó a una pira y sus cenizas se convirtieron en Venus, que no había existido antes de eso.

Morgana recordó haber leído algo acerca de un libro sagrado de los antiguos egipcios, que hablaba de un cataclismo cósmico de fuego y de agua, en el que el sur se convirtió en norte, se invirtió la tierra y el sol cambió la dirección de su salida y su ocaso. ¿Y acaso no escribió Platón «donde el sol surgía antaño y donde ahora se pone, y donde en otro tiempo se ponía y hoy amanece»? Morgana recordó que también Sófocles había escrito que cambió el curso del sol, e hizo que se elevara por el este y no por el oeste como había ocurrido hasta entonces.

¿Podía ser que aquella anciana india estuviera hablando de un hecho que ocurrió en realidad?

Morgana miró de nuevo la momia, más frágil y desnuda que nunca ahora que había sido despojada de sus andrajos, y se imaginó a su padre sentado allí y recogiendo por escrito aquellas notables palabras, a pesar de su dolor y de la conciencia de haber sido enterrado vivo. Fiel a sí mismo hasta el final…, su devoción por preservar el saber perdido le había importado más que su propia supervivencia.

Tragándose las lágrimas, Morgana reanudó la lectura. La antigua voz, suave como cintas de seda, siguió hablando a su oído mientras ella leía las palabras escritas en la página:

Después de que la humanidad salió de las profundidades de la tierra y accedió al Cuarto Mundo, ya no estábamos unidos, sino separados de los dioses y de los animales. Nos veíamos como seres aislados de todo cuanto nos rodeaba. Antes de que Hoshi’tiwa hiciera su tinaja, reunió arcilla, temple, agua y tintes vegetales. Pero de lo que no se daba cuenta es de que ella tenía ya la tinaja, que simplemente estaba aguardando a que le diera forma. También el cielo estaba en esa tinaja, porque el viento del cielo secaba la arcilla. La luz del sol estaba en ella, porque el sol cocía la arcilla. El fuego estaba en la tinaja, porque el fuego endureció la arcilla. Todas estas cosas, incluidas las lágrimas de Hoshi’tiwa, estaban en la tinaja. Y esa tinaja es el cosmos.

Morgana pensó en el fragmento dorado, que había sido sólido y tenía el color de los melocotones de otoño, con un dibujo de pintura roja en él. Con su tacón lo había reducido a polvo. A la mañana siguiente de hacerlo se había sentido anonadada por aquel arrebato suyo; barrió con cuidado el polvo anaranjado y lo depositó en un pequeño joyero. Ahora, al leer las palabras escritas por su padre, Morgana comprendió que en aquel polvo triturado tenía aún, en cierta manera, la olla dorada.

Las sombras danzaban en la página mientras Morgana reanudaba la lectura de las palabras escritas y oía al mismo tiempo una voz proveniente del pasado.

Esto era lo que el pueblo había olvidado cuando el Tercer Mundo fue destruido y vivíamos bajo la tierra. Escucha una flauta. Fíjate en el tono, en la nota. Cuando el flautista deja de tocar, ¿qué es lo que oyes? No es silencio. La nota sigue estando allí. Es simplemente que se ha unido al viento. Se ha convertido en parte de lo que mi pueblo llama Suukya’qatsi: la Vida Unificada. Se trata de una palabra antiquísima, Pahana. No proviene de la lengua del Pueblo del Sol, ni de la lengua del Señor Chacal. Viene de un lejano recuerdo: es una palabra que nada en nuestra sangre antes de que nazcamos. Hoshi’tiwa la oyó por primera vez cuando estaba pintando la tinaja de lluvia, y enseñó la palabra a su pueblo. Suukya’qatsi. La Unidad Intacta.

—Unidad… —musitó Morgana.

Le vino entonces a la mente uno de los pasajes de la Biblia favoritos de tía Bettina, en el que Jesús ora a Dios diciendo: «Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean Uno como lo somos nosotros».

La Unidad es armonía y equilibrio —seguían las palabras escritas y la voz— porque todo está conectado. Imagina una tela de araña: si tocas el extremo más distante de ella, los hilos vibran hasta que la vibración llega al centro, donde duerme la araña. Cuando algo ocurre en un rincón del mundo, afecta a todo el resto. Arroja un guijarro a un estanque, y tu acción reverberará a través del universo.

A Morgana le castañeteaban los dientes con una fuerza que la sorprendió a ella misma. Se agachó, preguntándose si quedaría algo más que quemar —la temperatura en el interior de la kiva estaba bajando a toda prisa; el aire que entraba en sus pulmones daba la impresión de clavársele como carámbanos de hielo y estaba perdiendo la sensibilidad en los dedos de los pies—, cuando, de pronto, mientras se agachaba en busca de restos combustibles en el suelo arenoso, la kiva comenzó a girar a su alrededor, se hundió el suelo, se separaron las paredes y el techo saltó disparado hacia el firmamento.

Morgana dio un grito; cerró los ojos y alargó la mano en un intento de alcanzar algo a lo que agarrarse. Pero cuando su mano tocó algo, no fue el muro de adobe, sino que notó lo que le pareció la corteza rugosa de un árbol.

Abrió los ojos y se quedó asombrada.

La kiva había desaparecido. El aire helado y la negrura se habían disipado de pronto. Se encontró a sí misma en lo alto de una meseta encarada hacia el sudoeste, con una fuerte brisa soplando a su alrededor mientras miraba sorprendida.

Hasta donde alcanzaba su vista, divisaba altas mesas coronadas de pinos, con profundos cañones abajo por los que discurrían ríos y, sobre su cabeza, hasta el infinito, un inmenso cielo azul. Los colores casi la cegaban: en las arenas doradas de las mesas crecían árboles y arbustos de un verde centelleante que los hacía parecer esmeraldas. Nubes blanquísimas cruzaban por el firmamento, sobre el que se distinguía de vez en cuando el fugaz destello rojo de la cola de un halcón al surcarlo. Morgana notó entonces que algo le tiraba del pelo; al alzar la vista vio con sorpresa que se hallaba de pie bajo un pino piñonero, una de cuyas ramitas se había enredado en sus cabellos. Tras soltarse, salió hacia la luz del sol y se quedó sobrecogida por el paisaje.

—¿Puede ser real? —murmuró.

Morgana jamás había sentido antes tan aguzados todos sus sentidos, tan sensible y viva su piel, tan alerta su espíritu. Soplaba un aire fresco y vigorizante, el sol le calentaba los brazos y la mejillas le cosquilleaban al rozarlas el pelo. Nada podía ser más real que aquellas sensaciones.

—¿Dónde estoy?

—Donde necesitas estar, hija.

Morgana se giró. Una mujer india, anciana, estaba allí de pie con sus largos cabellos blancos formando dos trenzas que caían sobre su blusa de terciopelo escarlata. Llevaba un hermoso cinturón de plata y turquesas que le ceñía el talle, y el borde de su falda ribeteada de piel le llegaba hasta los mocasines adornados con cuentas. La mujer parecía sólida, real.

—Esto parece Nuevo México —murmuró Morgana, a la vez que se retiraba de la cara los cabellos—. O Colorado. ¿Cómo he llegado aquí?

—Te he traído yo.

—¿Por qué?

—Para mostrarte tu yo, porque debes entender tu yo antes de poder comprender la totalidad de las cosas. Y también porque el dolor nubla tu alma y no permite que entren en ella la luz y la sabiduría. Tu corazón está apesadumbrado por las personas a quienes llamabas Elizabeth, Gideon y Robert. Y también por Faraday, a quien yo llamaba Pahana. Te he traído hasta aquí, hija, para mostrarte que la muerte no existe, porque nada muere.

Morgana miró a derecha e izquierda, y vio las ruinas de un antiguo asentamiento.

—No puedo creer esto —dijo.

La anciana sonrió.

—Hay un montón de cosas en las que tú no crees, hija. En los ángeles y en los espíritus, en los dioses y la magia… Pero creerás.

Cambió de pronto la dirección del viento y trajo al olfato de Morgana el olor penetrante de la salvia. Olía a pinos y a tierra, y el aire estaba tan fresco que casi la embriagaba.

—¿Sigo aún en la kiva? —preguntó—. ¿Estoy sufriendo una alucinación?

—Estás en todas partes, hija mía, en la Unidad Intacta. Mira el firmamento lleno de estrellas.

La anciana levantó el brazo y de pronto se hizo de noche, con un cielo inmensamente negro, cuajado de innumerables puntos luminosos.

A Morgana se le escapó un grito, dio un paso atrás y contempló, asombrada, millones de estrellas extendidas de horizonte a horizonte.

—Fíjate en que todos esos cuerpos celestes están en movimiento, perennemente activos —le dijo la anciana—. No hay en todo el firmamento una sola luz inmóvil. Y así ocurre en la naturaleza: nada permanece quieto, ni siquiera una piedra, porque está cambiando siempre. Todo cuanto existe en el universo está pasando continuamente de una fase a otra, modificándose sin cesar, y así ocurre también con nuestros pensamientos y nuestras almas porque, de la misma manera que nuestros cuerpos están hechos de la materia de las estrellas, también nuestras almas están hechas de ella: nunca mueren, pues, sino que simplemente pasan a otros ciclos. El universo crea nuestros pensamientos como crea nuestros cuerpos, y por eso hasta nuestros pensamientos son criaturas vivas. Todo cuanto crea el universo no muere jamás: los seres amados por los que te apenas no han muerto, sino que han ido a reunirse con el Padre Creador en el verano eterno del alma cósmica.

Morgana no podía hablar. La invadía un respetuoso temor. Pero la anciana prosiguió:

—Levanta el ánimo, hija. Lo Uno siempre será lo Uno. Suukya’qatsi. Cualquier cosa es parte del todo, incluso los espacios invisibles que quedan entre los hilos de una manta tejida: no puedes verlos, pero están ahí y forman el dibujo, la manta, en su totalidad. Hasta el vacío forma parte de algo. Tú ya lo viste cuando observaste aquella tinaja para agua de lluvia a la que llamáis olla.

Morgana fijó la mirada en aquella anciana que se alzaba bajo la luz de las estrellas, y preguntó:

—¿Qué mensaje expresan las pinturas de aquella vasija?

La anciana respondió en voz baja:

—Su dibujo representa el cosmos y todo cuanto hay en él: plantas, cielo, tierra, personas, animales, el sol y la luna. Míralo fijamente y verás incluso peces y anguilas. Mariposas. Piñones… Pensaste que no había orden alguno. ¡Pero lo hay! Cuando contemplas la vasija, ves cómo se tocan todos esos símbolos, que ninguno está aislado. Ve la interconexión de todo, hija. Eso fue lo que la joven Hoshi’tiwa pintó en la tinaja, mientras sus manos se movían por efecto de una fuerza que era distinta de la suya, la de la antigua sabiduría que revivía en su memoria. Lo que pintó fue el orden supremo que existe en el universo. Su armonía y equilibrio últimos. Sin principio, sin fin.

—¿Y es esta la sabiduría perdida de los antiguos?

—La sabiduría que te he mostrado no está perdida, hija. Ni es tampoco algo que se pueda enseñar. El saber está ya dentro de nosotros. Nacemos con él, como un don del Gran Creador. Ha permanecido dormido en nosotros desde la destrucción del Tercer Mundo, y ahora estamos comenzando a recordarlo.

De pronto, Faraday se materializó también en la mesa: un hombre alto, delgado, con barba, de rasgos muy marcados y ojos penetrantes. Morgana lo miraba, incapaz de pronunciar palabra. Pero él no pareció darse cuenta de su presencia.

—¡Me das el nombre de Pahana! —gritó con voz potente—. Cuando fui con John Wheeler a visitar a los hopi, ellos me dijeron que era el nombre de un hermano blanco largo tiempo perdido, cuyo retorno aguardaban.

—¿No eres ese quien eres? —preguntó la anciana.

—Siento decepcionarte, pero soy meramente un hombre. Un pobre pecador que solo quería encontrar el camino para volver a Dios.

La anciana frunció el ceño.

—¿He venido demasiado pronto, entonces?

—¿Para qué?

—Mi pueblo cree que, cuando la visión de los antepasados sea recuperada por fin, volverá nuestro hermano blanco perdido y traerá consigo una era de paz y de prosperidad. Se dice que el último chamán será el heraldo de la venida de Pahana. Pensaba que yo era el último chamán, pero tal vez lo seas tú, Faraday Hightower. O alguien que venga detrás de ti. Y cuando él o ella venga, eso querrá decir que el regreso de nuestro hermano blanco está ya próximo.

Morgana se dio cuenta de que la luz de las estrellas disminuía, que el cielo se tornaba pálido y que un resplandor amarillo se alzaba por el horizonte, bañando mesas y llanos, gargantas y valles en una bendita luz dorada.

Entonces el mundo volvió a resplandecer de nuevo y los colores danzaron con sus tonos vivos y el viento se transformó en frescas ráfagas; la anciana le dijo a Morgana:

—Hay algo que deberías saber respecto de la madre de mi pueblo. Como señal del clan al que pertenecía, y que servía para identificarla, Hoshi’tiwa llevaba un tatuaje en la frente. Como este.

La anciana apartó de su frente el flequillo de plata que la tapaba y Morgana vio entonces, a la brillante luz del sol matinal, tres rayas verticales azules.

—La muchacha de las ruinas lucía también esta señal —dijo Faraday, que aún seguía de pie allí pues no se había desvanecido junto con la noche—. ¿Pertenecéis las dos al mismo clan?

—No, Pahana. Aquella muchacha era yo. Y antes de verme allí, Faraday…, ¿no te acuerdas?

—¿Antes?

—La noche en que ibas a quitarte la vida. Tuviste una visita…

—Vino a verme una adivina gitana…

—También era yo. Tu cuñada no me vio. No llamó a tu puerta esa noche para informarte de que tenías una visita… Solo lo pareció.

—¿Eres un espíritu? —preguntó Morgana.

—Todos somos espíritus, hija. Somos espíritus bajo una piel humana.

—Pero, si vienes de otro tiempo, ¿cómo es que puedo verte?

—Estamos todos aquí, siempre. Todos, todas las cosas. Una vez has captado de verdad el concepto de Unidad, hija, entonces puedes desplazarte por el tiempo, porque el tiempo, como la materia, es también Uno. Puedes enviar tu alma al pasado y aprender allí lo que estaba olvidado. Puedes explorar el presente y descubrir lo oculto. Puedes escudriñar el futuro y ver los acontecimientos que sucederán.

—¿Y por qué te presentaste a mí como una gitana? —preguntó Faraday.

Morgana vio entonces, a la luz del sol, que su padre era un hombre muy apuesto y comprendió por qué se enamoró de él Elizabeth. Quiso correr y echarse en sus brazos, pasarle los suyos por el cuello, pero no podía moverse.

—Escogí esa figura porque sabía que te resultaría familiar, Faraday. Tú la aceptaste, ¿no?, como un ser real… ¿Cómo habrías reaccionado si me hubiera presentado ante ti como me ves ahora, como lo que llamáis una india salvaje? Quería que aceptaras esta búsqueda, ¡no que huyeras de ella!

A Morgana le pareció que aquello tenía sentido.

—Pero ¿por qué no le contaste a mi padre todo esto allá en Boston? —le preguntó.

—Tenía que emprender él el viaje para probarse a sí mismo, hija. El camino que seguía era su crisol.

—¿Tan segura estabas de que él continuaría la búsqueda? —quiso saber Morgana.

—Los hombres han nacido para cazar, hija; lo llevan en la naturaleza, ya se trate de dar caza a un uatipí, ya de perseguir una verdad del espíritu. Él tenía dentro esa necesidad, una necesidad muy fuerte; y yo sabía que no podría soslayar su llamamiento.

—Pero… ¿por qué mi padre y no cualquier otro hombre? —inquirió Morgana.

—Porque él perdió su fe, hija. Como la perdió el Señor Chacal. Como la perdí yo. Y como sospecho que tú también la has perdido. Al perder nuestra fe, los cuatro nos pusimos en el camino de volver a descubrirla. Nuestros destinos han estado entrelazados desde el comienzo de los tiempos. Mi misión, una muchacha en el Lugar del Centro, fue recordar el saber de los antiguos. La tuya y la de tu padre era redescubrirla a través de mí. Somos el comienzo del Quinto Mundo, hija. La Edad de Oro.

Mientras la antigua voz resonaba en sus oídos y Morgana absorbía las palabras, sentía surgir a través de sus venas una fuerza nueva. Sentía que, si extendía los brazos, remontaría el vuelo como un águila. ¿Era así como se sintió Hoshi’tiwa cuando pintaba los dibujos de la vasija y entendió su significado?

Al momento siguiente, Morgana se dio cuenta de que Robert estaba bien: a ella la habían asustado demasiadas cosas y había regido su vida por el temor. Pero ahora entendía que no había nada que temer. Que todo era normal, que todo obedecía al curso natural de las cosas, incluso los acontecimientos trágicos, incluso la muerte. Que la vida estaba en equilibrio. Todo interconectado, todo uno con el cosmos. Comprendió asimismo que, por más que alguien intentara situarse fuera del círculo de la sociedad humana, estaba siempre vinculado con la familia que forma la humanidad.

—¿De verdad eres Hoshi’tiwa? —le preguntó Morgana, con voz temblorosa por el respeto que le inspiraba.

—Te lo demostraré —dijo ella.

Y, ante los ojos de Morgana, la anciana recuperó el aspecto de su juventud. Sus cabellos plateados se volvieron negros, desaparecieron las trenzas y se formaron sobre sus orejas los rodetes en forma de flores de calabaza. Un bello rostro redondo y cobrizo, con los ojos en forma de óvalos, y una boca que sonreía tímidamente le dieron a Morgana la posibilidad de contemplar el semblante de Hoshi’tiwa tal como era ocho siglos antes.

—Te preguntarás por qué mi pueblo no volvió nunca al Lugar del Centro… —dijo la joven india—. Había demasiadas desgracias allí, demasiado pesar y tristeza. Fantasmas de infelices recuerdos. Mi pueblo había perdido su religiosidad. La impiedad había invadido nuestra cultura. Había transformado los ritos santos en juegos festivos. Empleábamos las kivas como dormitorios. Olvidamos los rezos, las leyes y a los dioses. Por eso nos visitaron una y otra vez la sequía y el hambre, hasta que nos vimos obligados a huir de allí para vivir como extranjeros en una tierra nueva. Cuando mi pueblo se marchó, declararon tabú aquel cañón y ya no regresaron jamás. Pero sigue allí aún el Pueblo del Sol, al que llamáis ahora anasazi. Ahora vivimos en las mesas y cultivamos campos de maíz, y hemos vuelto a las costumbres de nuestros primeros antepasados, observando los ritos sagrados y las leyes. Hemos vuelto a vivir en armonía.

Hoshi’tiwa suspiró, midió con la vista la altura del sol y dijo:

—Tengo que dejarte ahora.

—Espera —le pidió Morgana—. No te vayas.

—Morí hace muchos siglos, hija, y me enterraron. Mis huesos llevan mucho tiempo convertidos en polvo, pero mi espíritu vive, como puedes ver. Y lo mismo ocurrirá con el tuyo y con los espíritus de tus seres amados. Este era el mensaje que tenía que darte. Ahora os dejaré a los dos para unirme con mi familia, y para unir mi espíritu con el del Señor Chacal, que me espera.

Y, dicho esto, se desvaneció ante los ojos de Morgana: la anciana india, la adivina gitana, la muchacha hopi, Hoshi’tiwa.

También Faraday se desvaneció de la misma manera, pero no sin antes haberle dirigido a Morgana una sonrisa paternal y agitar suavemente la mano en un gesto de despedida dulce y amargo al mismo tiempo.

Morgana se encontró de nuevo en el interior negro y frío de la kiva, sentada en el duro suelo y con el diario abierto en su regazo.

—Adiós, papá —murmuró.

No sabía exactamente qué había ocurrido, pero tenía la sensación de que se le había ofrecido la última oportunidad de ver a su padre. Llena de tristeza, de gratitud y de gozo interior, se serenó y vio con sorpresa que el fuego se había apagado. El interior de la kiva estaba más frío que una cámara frigorífica. Su respiración producía en ella pequeños chorros de vapor. Al mirar hacia arriba vio solo un cielo negro. ¿Era de noche aún? ¿Cuándo amanecería?

«¿O habré pasado aquí un día y una noche? ¿Habré estado leyendo durante en día entero, y no me he dado cuenta?».

Lo único que le quedaba para quemar era su propia ropa. Pero tenía que mantener el fuego ardiendo, por la señal que sería el humo y para tener luz, pues la de la linterna se hacía cada vez más débil. Con una reacción impulsiva, se quitó la blusa de manga larga, la arrojó al hogar y le acercó la llamita de una cerilla. Pronto tuvo de nuevo unas llamas calientes y doradas.

Quedaban solo unas pocas páginas que leer del diario de su padre:

¡Cuántas visiones he tenido! —había escrito en él—. Toda mi vida he deseado experimentar visiones como aquellas con las que fue bendecida Ellen White. Y ahora yo también he sido bendecido con ellas porque no solo he tenido visiones, sino que he podido ver también a mi hija, convertida ya en una hermosa joven. Hoshi’tiwa me ha hecho este regalo. Ahora puedo morir sabiendo que mi preciosa Morgana está perfectamente.

¡Pero Hoshi’tiwa me dio mucho más! En cierta ocasión yo arremetí contra los escritos de un hombre llamado Albert Einstein y contra los de otros científicos que discurrían por caminos más blasfemos aún —o así me lo parecía— hacia el mundo del átomo. Porque yo tenía en mi espíritu una idea tan vasta de Dios, que me aterraba el nuevo camino por el que se adentraba la ciencia de explorar las realidades minúsculas e ir así en la dirección opuesta a la de Dios. Aquel temor me hacía exclamar que no podía ser sagrado lo infinitamente pequeño.

Pero ahora veo que la nueva física de Albert Einstein y Max Planck es el saber de los antiguos, que comienza a volver a nosotros. ¡Cuán espantosamente loco he sido! Hasta con lo de aquellos «demonios» que me acosaron en Chaco Canyon, que ahora sé que no fueron más que mis fantasías. No he mirado los dibujos que hice en mi delirio desde que los guardé en mi portafolio. Los sacaré ahora y los veré, mientras aún tenga luz para verlos.

Morgana dejó caer el diario. ¿Estaban allí los dibujos?

Buscó a gatas frenéticamente en el suelo cubierto por dos décadas de polvo caído del techo de adobe, y encontró, enterrado en él, el portafolio del artista. Con manos temblorosas, desató la cinta que aseguraba el cierre y levantó la solapa para dejar al descubierto el compartimiento principal, lleno de hojas y papel de dibujo. Los fue sacando con cuidado y después acercó a los dibujos la moribunda luz de la linterna.

Se quedó boquiabierta. ¡Los dibujos que había hecho su padre!

Morgana fue pasando casi con un temor reverencial imágenes del pico Smith y Butterfly Canyon, de los hogan navajos, de Chaco Canyon, de las danzas ceremoniales de los zuñi…, de Bettina en un campamento… ¡e incluso de ella misma montada a caballo! Todos en colores espléndidos y nítidos, y claros como fotografías, rotulado cada uno con la característica letra de su padre.

Y…

No podía dar crédito a sus ojos. Allí estaban también los dibujos originales de la olla, desde todos los ángulos, realizados meticulosamente en rojo, naranja y oro, y con un intrincado dibujo que parecía no tener sentido pero que Morgana, ahora que sabía cómo mirarlos, vio que estaba formado por figuras en miniatura —árboles, montañas, un cometa, un puma, cactus, carretera, nieve, e incluso un kokopilau con su flauta—, todas ingeniosamente conectadas en un único fabuloso dibujo.

La Unidad Intacta.