A mediodía, Morgana llegó al final de la carretera del desierto.
Detuvo la camioneta en un grupo de piedras que le resultaba familiar, paró el motor y examinó la escena para decidir la siguiente fase de su plan. Se había provisto de agua y alimentos, una tienda y un saco de dormir, linternas y un infiernillo para cocinar. Lo dejaría todo en el vehículo e iría primero a explorar, para acampar más tarde. En algún lugar de aquel pedregoso e inhóspito valle estaban las respuestas que venía a buscar.
Se echó la mochila a la espalda y emprendió el camino, que la condujo a trepar por las rocas y escurrirse por angostas grietas hasta llegar al pequeño claro que se abría junto a la Roca de la Calavera. Allí se alzaba la Vieja, el lugar donde había nacido su hijo. Morgana exploró lentamente el claro con la mirada en un círculo de trescientos sesenta grados, donde el pálido sol del invierno comenzaba ya a fundir el polvo de nieve y escarcha. Pero allí no vio nada que se pareciera al cuadrado con la línea dentada; nada que pudiera ser un pozo.
Al distinguir, con todo, una senda apenas visible marcada por las botas de los excursionistas que habían recorrido aquella zona del desierto a través de los años, comenzó a seguirla por encima de rocas y dunas, a través de los arbustos de salvia y los cactus, hasta que se encontró de pronto ante ella: una gran peña en forma de casi un cuadrado perfecto, de unos seis metros de ancho por otros tantos de altura, con una línea de piedra más pálida, en forma de dientes, que la recorría en diagonal, como la espina dorsal de un dinosaurio.
Exactamente como la había dibujado la gitana.
Se quitó la mochila y la dejó caer al suelo. Se preguntó si su padre la habría encontrado también al final. Pero, si lo había hecho, ¿adónde habría ido desde allí?
Mientras registraba el pequeño cañón sin salida en busca de la existencia de un pozo, notó que en el suelo aparecían diseminados restos de una escalera de mano rota, con la madera blanqueada por el sol. Vio con perplejidad que debía de ser la escalera que habían mencionado los excursionistas, uno de cuyos palos había atravesado el pecho de Bettina. ¿Para qué podrían haber llevado allí aquella escalera?
Para bajar a un pozo.
Morgana examinó el suelo arenoso del pequeño cañón, caminando arriba y abajo por él, oyéndolo crujir bajo sus botas y golpeándolo en diferentes puntos con una patada para descubrir si sonaba a hueco. Pero… ¿cómo podía haber un pozo escondido allí? ¿Qué lo cubriría?
Dio un patadón una vez más y de pronto el suelo del desierto se hundió y ella se hundió con él en medio de una lluvia de arena, escombros y espinas de cactus, hasta darse un doloroso batacazo.
Cuando el polvo se hubo posado, se encontró a sí misma en el interior de una cueva subterránea, en la que se filtraba, por la abertura de arriba, luz suficiente para iluminar un hogar ennegrecido y un banco curvo de piedra a lo largo del muro circular. La atmósfera era rancia, polvorienta.
No tardó en comprender que no se trataba de una cueva natural, sino de una estructura construida por el hombre… ¡Una kiva! Morgana no había oído hablar nunca de una construcción así en territorios tan al oeste.
Se quitó del cinturón la linterna que llevaba colgada, la encendió y paseó el haz de luz por la cámara. Los muros de ladrillo se curvaban hacia dentro a medida que subían hacia la chimenea, dando a la kiva la forma de una colmena. Se preguntó cuál sería su antigüedad, quiénes la habrían construido y por qué. ¿Sería obra de los últimos y desaparecidos descendientes de los anasazi? Pero… ¿por qué nadie había sido capaz de encontrarla hasta entonces? Luego vio trozos de madera podrida en el suelo, alrededor de sus pies, y se dijo que debió de haber tenido una cubierta de ese material tapando el agujero de la chimenea, que habría mantenido oculta la cámara y que habría resistido lluvias, nieve y calor hasta que una patada de sus botas acabó deshaciéndola.
Cuando la luz de la linterna fue a dar sobre una alta escalera de madera colocada de lado en el suelo, Morgana vio con alivio que tenía medios para salir de allí.
Siguió explorando el interior con el haz de luz, una y otra vez, con la esperanza de encontrar grabados o marcas que indicaran qué pueblo, qué tribu la había construido, o tal vez alguna prueba de que su padre había estado allí, y entonces, de súbito, la luz fue a dar en algo que la sorprendió. Parecía un libro.
Se acercó más y vio que, en efecto, era un libro…, abierto, con las páginas veladas por una capa de polvo. Tras retirar esta cuidadosamente, vio que el papel había amarilleado y estaba cubierto de una escritura manuscrita descolorida, pero todavía legible.
Unas pocas palabras le saltaron inmediatamente a la vista: «A cualquiera que encuentre este libro, le ruego que lo haga llegar a Morgana Hightower de Twentynine Palms, California. Es mi hija y le pertenece».
Se quedó contemplándolo con asombro, manteniendo la luz sobre el libro, con el haz temblando en su mano. ¡Su padre había estado allí abajo! Y había escrito en su diario mientras estuvo dentro. Pero… ¿por qué no se lo había llevado consigo?
Pero entonces, al moverse el rayo de luz, vio lo que no había visto en un primer momento: allí, junto al libro, todavía con una estilográfica atrapada entre las falanges de los dedos, había una mano humana. No estaba reducida por completo a simples huesos: no tenía carne, pero estaba momificada.
Morgana movió lentamente la luz, alejándola de la mano, y el pequeño círculo luminoso viajó recorriendo el brazo envuelto en una manga, coronó un hombro de marcados huesos y fue a dar sobre…
—¡Oh, Dios santo! —susurró la joven.
Morgana se quedó helada ante la visión de aquella horrible cara, con los dientes al descubierto, los ojos hundidos en sus cuencas, la nariz deshecha y en punta, y mechones de cabellos negros adheridos aún a un correoso cuero cabelludo. No era ni un cadáver ni un esqueleto, sino una extraña cosa entre lo uno y lo otro, que el clima del desierto, al descomponer la carne, había hecho semejante a una momia egipcia. Morgana supo que aquello era su padre.
Un sollozo se le escapó de la garganta.
—¡Papá! —exclamó.
Y, dejándose caer en el suelo cubierto de polvo, contempló a través de los ojos llenos de lágrimas aquel cuerpo reseco, mientras los recuerdos cruzaban por su mente como fuegos artificiales en un Cuatro de Julio: la ruinas en Chaco Canyon, un cumpleaños en Casa Esmeralda, un osito de peluche casi tan alto como ella misma, un patio soleado en el que resonaba la voz de su padre. Se acercó a él y tocó la tela podrida de la camisa. «Él murió aquí abajo…».
—Todo este tiempo —murmuró con voz tensa mientras las lágrimas le corrían por las mejillas—. Has estado cerca de nosotros. Tu nieto nació cerca de este lugar. Tía Bettina resultó fatalmente herida en algún punto próximo. Y yo he recorrido senderos en toda esta zona, sin saber que tú estabas bajo mis pies.
Se cubrió el rostro con las manos y rezó en silencio. Después, cobrando ánimos, registró una vez más el lugar con la luz de la linterna y encontró un saco de dormir podrido, cantimploras de agua vacías, paquetes de galleta y tasajo de buey desintegrados y una linterna, todo lo cual indicaba que su padre había intentado pasar algún tiempo allí. Tenía a un lado la escalera, como si hubiera tirado de ella para bajarla al interior una vez hubo descendido él. Pero… ¿por qué no la había utilizado para marcharse?
¿Y quién habría venido después a correr la tapa de madera que cubría el orificio de salida de humos?
Muchas preguntas, que debería resolver más tarde.
Por el momento, Morgana había encontrado a su padre. Sintió de pronto el deseo de volver al albergue para explicar a todo el mundo su asombroso descubrimiento, tomar en brazos a Nicholas y hacerle sentir que todo iba a ir bien.
Pero cuando tomó la escalera y la apoyó contra la pared, la madera se rompió y se deshizo entre sus dedos.