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Morgana estaba adornando un árbol de Navidad cuando llegó el terrible paquete.

No se trataba de un verdadero árbol, por supuesto, ya que no abundaban en el desierto. Pero muchas personas ponían un pequeño árbol de Josué en sus hogares o una gran planta rodadora. Morgana colocaba siempre un cactus en una maceta en la zona de recepción, y lo decoraba ella misma con adornos y guirnaldas.

Estaba aún de luto por Gideon, pero no iba a dejar que pasaran aquellas fechas sin celebrarlas.

—Son las primeras navidades de Nicky —le había dicho a Suzie Knapp, que la ayudaba a repartir las tiras de espumillón para que quedaran perfectas—. Y, si Robert llega a casa para estas fechas, los adornos serán un agradable recibimiento.

Morgana, empero, no expresaba el terror que la atenazaba por dentro con su garra helada. Habían pasado semanas desde las últimas noticias que le habían llegado de Robert. Había ido a Camp Young a ver si alguien podía ayudarla a ponerse en contacto con él, pero le habían dicho que todavía se combatía con ferocidad en el norte de África, que las comunicaciones eran poco fiables y que gran parte de la acción era de máximo secreto. Le habían dicho asimismo que el correo era impredecible, puesto que dependía del transporte por el océano, y que debía tener paciencia.

Ahora, cuando faltaban solo cinco días para Navidad, con la nieve cubriendo el paisaje de un polvillo blanco, se presentó en el albergue un hombre de uniforme con un paquete para Morgana.

Tras dejar al pequeño Nicholas, de ocho meses ya, en su parque, que tenía montado en la cocina porque reinaba en ella una temperatura agradable, y así podía él entretenerse con sus juguetes bajo la atenta mirada de la cocinera y de las chicas del servicio, Morgana tomó el paquete, lo subió a su dormitorio en el piso de arriba y se sentó con él en el borde de la cama para contemplarlo detenidamente. La indicación del remitente decía: «En algún lugar del norte de África». La asustaba abrirlo.

Pasaron unos minutos mientras, abajo, entraban y salían huéspedes del albergue, colgaban sus abrigos y declaraban que no hubieran imaginado nunca que hacía tanto frío en el desierto, se escuchaban risas, sonaba un claxon fuera y, más allá de la ventana de Morgana, seguían cayendo en silencio blancos copos de nieve.

Por fin se decidió a cortar la cuerda y rasgar el papel, y levantó a la luz los objetos que contenía la caja.

Primero, el fragmento de la olla dorada, todavía envuelto en la seda con que se lo había dado a Robert: una pieza de cerámica indígena americana, que había viajado a una guerra en el otro extremo del mundo, pero que ahora regresaba a casa.

Fotografías, pero en tan mal estado de conservación que la instantánea de las monjas de pie en las escaleras del orfanato se partió en dos trozos en las manos de Morgana. Robert debía de haberlas mirado cada noche, cada momento que tenía libre mientras se agazapaba tras el escudo protector de un tanque, sacándolas de su manoseado sobre para solazarse con aquellas apacibles imágenes nostálgicas. Morgana ya las había visto antes y conocía la historia que había detrás de cada una de ellas: Robert sentado orgullosamente a horcajadas en la motocicleta Harley-Davidson tipo J, modelo de 1925, que sus padres le regalaron cuando cumplió dieciocho años; los canosos O’Neill sonriendo junto a un joven Robert de veinticuatro años, el día de su ordenación sacerdotal; Morgana con su elegante sombrero y traje de novia en la Roca del Arco; Nicholas, envuelto en sus suaves mantitas cinco días después de haber nacido…

Pero… ¿por qué se las enviaba él ahora?

En el fondo de la caja había una carta de Robert.

Sonó el timbre del teléfono abajo y llegó hasta ella la voz de Suzie Knapp colándose entre las viejas tablas del piso y diciéndole al que llamaba que la señora O’Neill estaba descansando y no podía ser molestada. Nicholas, en su parque, mimado por los huéspedes y por el personal del albergue, no tenía ni idea de que, en el piso de encima, su madre estaba abriendo una carta que había sido escrita ocho semanas antes en un hospital militar del Marruecos francés. Robert se la había dictado a una enfermera que, según se decía en el sobre, la había escrito ateniéndose palabra por palabra a lo que le dictaba Robert.

A Morgana se le llenaron los ojos de lágrimas. Robert, que había escrito cartas para tantos hombres imposibilitados de hacerlo ellos mismos, finalmente había necesitado ayuda para escribirle a ella.

Mi querida Morgana, mi herida es más grave de lo que te escribí. Querría ahorrarte la preocupación y una parte de mí esperaba que enseguida me pondría mejor. Sigo creyendo que será así, pero debo prepararte para la eventualidad de que no pueda volver a casa. La infección continúa extendiéndose. Los médicos no parecen poder atajarla. Estoy muy débil. He llamado al capellán. No me asusta morir, Morgana. Al final veré a Dios en su gloria…, al Todopoderoso al que he estado buscando. Te devuelvo ahora, pues, tu fragmento de la olla y mis preciosas fotografías, por si acaso. No querría que se perdieran, después.

¿Por si acaso? ¿Después? Morgana se enjugó enseguida los ojos: no quería que las lágrimas cayeran sobre aquella preciosa carta. Notó otras viejas manchas de lágrimas en el papel. ¿Quizá de la enfermera que escribía al dictado?

Te dije en una ocasión, Morgana, que tú y yo estábamos destinados a encontrarnos. Lo creo así porque, mirando ahora hacia atrás, tengo que preguntar: ¿por qué me eligieron a mí aquel día concreto para acompañar a los tanques en sus maniobras por el desierto, cuando nunca antes me habían elegido para ello, ni volvieron a elegirme después? Ahora me doy cuenta de que tú y yo somos espíritus gemelos o, como Platón dijo, un alma en dos cuerpos. Jamás antes he sentido tan claramente la mano de Dios sobre mí como el día que nos conocimos. Tú me despertaste espiritualmente, Morgana, tú abriste mis ojos a todo lo sagrado que me rodea. Ahora veo belleza en todas partes, incluso en la muerte.

Si Dios dispone que yo no vuelva a casa, quiero decirte que, aunque nuestro tiempo juntos en la tierra pueda haber sido breve conforme a los tiempos que miden los hombres, ha sido un amor para todos los tiempos. Algún día nos reuniremos; de eso estoy seguro. Como lo estoy también, amor mío, de que no fue una casualidad que me dieras el libro de Elizabeth y ese fragmento de cerámica. Todo estaba predestinado. Yo me alisté en el ejército no por el ejército en sí, sino porque debía encontrar mi camino al desierto donde tú vives. Y creo que ahora conozco ya el porqué.

Morgana…,la noche que te pedí que nos casáramos, te prometí que volvería y que tú y yo juntos buscaríamos a tu padre. Mantengo mi promesa. Pero si resulta que no puedo volver a ti físicamente, lo haré en espíritu. Y te ayudaré de esta manera: he estado pensando en las últimas palabras de tu tía y en su referencia a José y los madianitas. Y me pregunto ahora si no fueron tal vez un mensaje, después de todo, en vez de un delirio sin sentido. Cuando me preguntaste a qué aludían, yo me centré en la túnica de manga larga y en la envidia de los hermanos. Pero hay otro aspecto en la historia, Morgana, como se narra en Génesis 37,24. Los hermanos arrojaron a José a un pozo. ¿Podría haber caído tu padre en la galería de una mina, y muerto allí?

No dejes de buscarlo, Morgana. Necesitamos verdades, queridísima, ahora mucho más que nunca en estos tiempos de prueba y turbación. Si tu padre encontró lo que buscaba, tienes que sacarlo a la luz. Ahora me siento fatigado y el médico me ha ordenado descanso. Volveré a escribirte cuando me sienta más fuerte. Te envío mi amor con esta carta, y pongo en tus manos mi corazón y mi alma. Piensa en mí, amor mío, y reza por mí. Tuyo eternamente, Robert.

Morgana se quedó mirando aquella carta con huellas de lágrimas escrita ocho semanas antes, y supo, más allá de toda duda, que Robert había muerto. Que aquellas eran sus palabras finales para ella. Que estaba enterrado en alguna sepultura muy lejos, y que era solo cuestión de tiempo que le llegara el temido telegrama.

—¡No! —dijo en voz alta.

Se puso en pie, y la carta, las fotografías y el fragmento de la olla cayeron al suelo.

—¡No! —repitió.

Aquello no podía ser el final: una carta triste y unas cuantas fotografías viejas…

—¡No!

Sentía hervir en su interior una rabia nueva. Que no se parecía en absoluto al fuego abrasador del hierro al rojo vivo aplicado una vez a su frente, sino a la ira mortalmente fría que uno siente junto a una tumba helada.

Dio unos pasos. Maldijo… Y, finalmente, comenzó a pisotear el trozo de cerámica de la olla hasta conseguir reducirlo a un poco de polvo dorado extendido en el suelo. Luego se desplomó en la cama, sollozando.

Morgana se encerró en su cuarto. Cuando Suzie se acercó a su puerta, ella la despidió. Se durmió con la carta de Robert, leyéndola una y otra vez. Y durante la noche, mientras la luna proyectaba sombras en el desierto, Morgana, por primera vez, se preguntó por la mujer que había traído al mundo a Robert. ¿Sería una muchacha obligada a renunciar a su bebé para evitar un escándalo en la familia? ¿Se habría hecho mayor preguntándose a diario por su hijo y qué clase de hombre había resultado ser? Tal vez estuviera casada ahora, con otros hijos, rezando en secreto por que aquel hijo nacido de su vientre hubiera encontrado un buen hogar…

Morgana hubiera deseado decirle a aquella madre anónima que su hijo fue un buen hombre. Que se quedó acompañando a sus camaradas moribundos. Que fue un héroe.

Al romper el alba, Morgana sintió que una energía nueva recorría sus venas. Sus músculos y huesos volvieron a la vida por primera vez en semanas. Resonaban en su espíritu las palabras finales de Robert: «No dejes de buscarlo, Morgana. Necesitamos verdades, queridísima, ahora mucho más que nunca en estos tiempos de prueba y turbación».

Por Robert y por su hijo, Morgana iba a completar por fin la tarea que hubiera debido acabar hacía años.

Mientras elaboraba su plan, se preguntó de nuevo, como había hecho cuando el accidente, qué estaría haciendo Bettina en pleno desierto, ella, que tanto lo detestaba. ¿Estaría buscando un pozo, como pensaba Robert?

¿O una tumba?

Le vino también a la memoria un viejo recuerdo: el de una ocasión en que Morgana, al oír que Bettina se refería a sí misma llamándose «viuda», se enfrentó a ella diciéndole: «¡Pero tú no tienes la seguridad de que papá esté muerto!». A lo que replicó Bettina: «Claro que la tengo». Y, a continuación, se puso roja repentinamente, nerviosísima, y tartamudeó: «Quiero decir… que, si no, hubiera vuelto ya a casa a esas alturas…».

En aquel entonces, Morgana no había atribuido ningún significado especial a aquellas palabras. Ahora se lo dio.

Fue a ver a Joe Candlewell, el hombre al que los excursionistas habían llevado a Bettina herida, y le preguntó si sabía exactamente dónde la habían encontrado ellos.

Joe sacó un mapa.

—Si la memoria no me engaña… Sí, dijeron que estaban caminando por este sendero…, hacia la Roca de la Calavera. Ahora lo recuerdo… Ahí, en esa zona. Dijeron que fue cerca de un gran árbol de Josué, pero no sé cuál…

Morgana sí lo sabía ya. La Vieja. El mismo árbol de Josué bajo el que había nacido Nicholas.

—Suzie…, has hecho ya por mí más de lo que podría hacer una amiga. Te las has arreglado para hacer que siguiera viviendo cuando yo misma renunciaba… Pero ahora necesito pedirte un último favor.

Suzie tomó las manos de Morgana entre las suyas y le dijo:

—Haz lo que tengas que hacer.

Tras asegurar a su amiga que estaría de vuelta al día siguiente, Morgana besó a Nicholas y los dejó, a él y el albergue, al cuidado de Suzie. Después cargó de pertrechos la camioneta, se vistió con la ropa más abrigada que tenía y salió del albergue con la sensación de que, al término de aquel largo viaje, la aguardaba por fin su destino.