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El telegrama llegó un ventoso día de octubre, cuando el viento de los montes de Santa Ana soplaba furiosamente, creando remolinos y tormentas de arena y causando graves destrozos en los huertos. Lo remitía el Departamento de la Guerra, y a Morgana le fallaron las rodillas antes de abrirlo. Suzie Knapp había telefoneado a la tienda de los Candlewell y al momento estuvieron allí Ethel y Sandy, que había intentado alistarse pero al que habían rechazado como no apto. Morgana no era la primera que recibía un telegrama así. Todo el mundo en el valle sabía qué significaba.

Era solo cuestión de saber qué nombre incluía.

«Lamentamos informarla de que…».

Se trataba de Gideon, y Morgana se desvaneció.

—No es posible, Suze. Mi hermano no puede estar muerto.

Morgana se había recobrado de su desmayo y vio que se encontraba en el sofá del salón del albergue, con un paño frío en la frente y los pies encima de unos almohadones. Estaban allí Ethel Candlewell, la mujer de George Martin y otras que se habían enterado de la noticia de la llegada del telegrama del Departamento de la Guerra y habían llegado corriendo al albergue Hightower. Mientras cuidaban de mantener fuera a los huéspedes y al personal acompañaban ahora a Morgana mientras ella releía el telegrama y se sentía confusa.

Finalmente, se quitó de la frente el paño húmedo y se incorporó.

—Es muy amable de vuestra parte haber venido. Pero mi hermano no está muerto.

—Morgana… —empezó Suzie.

—No, Suze, no… Si Gideon hubiera muerto, yo lo sabría. Lo sentiría. —Agitó el telegrama como si fuera una lista de la compra incongruente—. Es un error. El gobierno no para de cometer errores en estos tiempos. Con tantos soldados y tanta confusión, es fácil que suceda. Ya lo veréis. Pronto recibiré otro telegrama pidiendo disculpas por la equivocación.

Pero, por la noche, a solas en su dormitorio, que había sido renovado para acomodar a dos personas, Morgana se arrodilló junto a la ventana abierta, con las manos unidas en actitud de orar. En las horas transcurridas desde que recibió la noticia, y mientras negaba con vehemencia su veracidad, el temor se había abierto paso en el alma de Morgana. ¿Sería cierto? ¿Habría muerto Gideon realmente?

—¡Por favor, Señor, óyeme! —susurró hasta Venus y Marte, a la Osa Mayor y la Vía Láctea—. Tú sabes que no te he rezado gran cosa durante años, pero creo que estás ahí. Te lo suplico… ¡No permitas que Gideon esté muerto! Es demasiado joven. Solo quería servir a su país. Deja que mi hermano vuelva a casa y te construiré una iglesia aquí y le pediré a Robert que sea su pastor.

Pero a la mañana siguiente Morgana supo la verdad. Se sentó en la mesa de la cocina mientras la cocinera y los empleados caminaban sin hacer ruido y cuchicheaban a su alrededor, y Suzie fue a sentarse a su lado con el pequeño y risueño Nicholas en el regazo.

—Es culpa mía —dijo en tono afligido. No había tocado el café ni los huevos—. Cedí, cuando no hubiera debido ceder. Si me hubiera mantenido firme en mi negativa, Gideon no se habría alistado.

Se hundió en la depresión mientras Suzie Knapp ayudaba en la marcha del albergue y la nieta de Ethel Candlewell se ocupaba del pequeño Nicholas, del que decía que era muy sencillo encargarse porque jamás lloraba ni daba guerra.

Puesto que Gideon fue enterrado en un cementerio provisional en el Pacífico Sur, y aún tardarían en devolver sus restos a casa, Ethel Candlewell encargó un funeral que fue tan concurrido que ella y Suzie Knapp no dieron abasto para atender a todos los asistentes. El oficial al mando de Camp Young pronunció unas conmovedoras palabras con citas de Shelley: «Gideon Delafield ha remontado el vuelo por encima de las sombras de nuestra noche». Y, puesto que Gideon había muerto mientras salvaba las vidas de ocho compañeros suyos sin pensar en su propia seguridad, le fueron concedidas póstumamente medallas al valor, al coraje y a la abnegación.

Esa noche, Morgana fue en la camioneta hasta la Roca del Arco y permaneció allí sentada largo rato, pensando en su hermano. Se quedó allí hasta el alba y, aunque aún se sentía afligida por el dolor y sabía que jamás se consolaría del todo de su muerte, encontró alivio en la certeza de que Gideon había muerto como un héroe.

Lo que siempre había deseado ser.