Había pasado otro día, y aún no había ninguna noticia de Gideon.
Morgana marcó una X en el calendario, señalando una fecha que era exactamente posterior en seis semanas a su última carta.
Las cartas de Robert seguían llegando a pesar de los duros combates en el norte de África. Pero los aliados esperaban una victoria allí cualquier día y Robert escribía diciendo que confiaba estar de vuelta en casa a tiempo para oír la primera palabra de Nicholas y verlo dar sus primeros pasos.
Morgana deseaba sentirse animada por el optimismo de Robert, pero ahora estaba muy preocupada por Gideon.
Tenía el albergue para mantenerla atareada, porque la guerra había transformado su establecimiento en una estación de paso entre las ciudades del noreste y San Diego, donde construían ahora bombarderos. Las industrias de defensa norteamericanas tenían una necesidad tan grande de trabajadores, que contrataban mujeres para trabajos normalmente considerados masculinos, y cada día el albergue Hightower contemplaba el paso de aquellas interesantes mujeres vestidas con sus monos de trabajo de algodón azul, gruesos zapatones y gafas de seguridad, portando fiambreras metálicas que tenían todo el aspecto de servirles de cajas de herramientas. Ellas obsequiaban a Morgana y a los demás huéspedes con anécdotas de cómo habían subido y bajado de los bombarderos B-24 Liberator, para dar algún toque final a sus instalaciones, como el cableado eléctrico, los cierres de los cinturones de seguridad, las balsas de salvamento, las compuertas de las bombas… Hablaban también del cambio en la forma como las trataban ahora, por el hecho de llevar pantalones. «Las dependientas de las tiendas ya no se muestran corteses con nosotras, y los hombres no nos ceden sus asientos en los autobuses llenos».
La guerra había llegado al albergue Hightower.
Nicholas era cada vez más el centro de su vida. Morgana lo tenía siempre a su lado, y jamás lo dejaba al cuidado de alguna otra persona. Si estaba en el mostrador de recepción registrando las llegadas de huéspedes, allí estaba también el bebé, en su canastilla envuelto en mantitas azules. Un bebé precioso y tranquilo, al decir de todos, aunque aquella tranquilidad aterraba en secreto a Morgana.
—No es normal —le decía a Suzie—. Los bebés se supone que lloran…
—No todos —respondía esta—. Mi Linda no lloraba nunca. Pero mírala ahora… ¡El terror de Twentynine Palms!
Y, puesto que no soportaba estar apartada de Nicholas, Morgana adoptó un invento de los indios locales y le pidió a Sandy Candlewell que le construyera una sillita ligera para el bebé…, una estructura que pudiera atarse cómodamente a su espalda, con una especie de cabestrillo de tela para el niño, de manera que Nicholas iba a todas partes con ella, para sorpresa de los visitantes y diversión de cuantos los conocían. Porque no todos los días veía uno a una mujer blanca cargando con su pequeñín a la espalda. Lo cual les parecía todavía más curioso cuando se fijaban en el tatuaje que llevaba en la frente aquella mujer blanca.