«Debes recordarlo: un beso siempre es un beso…».
Ella y Suzie Knapp estaban en el Palace Theater de Palm Canyon Drive, inaugurado cuatro años antes con el estreno de Lo que el viento se llevó, una de las películas favoritas de Morgana y sus amigas, que estaban todas de acuerdo en que Ashley era un calzonazos y en no entender que las mujeres de la película se pelearan por él, en lugar de hacerlo por Rhett, que era al que había que conquistar. Ahora, en la pantalla se proyectaba otra historia romántica, Casablanca, y esta vez las damas del auditorio no tenían tan clara la elección entre Rick Blaine y Victor Laszlo.
Morgana se enjugaba los ojos con un pañuelo. A medida que se desataban las emociones, cada vez eran más las tosecillas y los sorbidos nasales entre los espectadores. En la vida real, los aliados habían invadido Casablanca en noviembre, y desde entonces Morgana había visto la película cinco veces.
La hacía sentirse más cerca de Robert.
Acabó la proyección, se encendieron las luces de la sala y Suzie ayudó a Morgana a ponerse de pie. A Suzie no le había parecido prudente que viajara tan lejos en su avanzado estado de gestación, pero Morgana, aunque ya estaba de ocho meses y medio, había insistido en ir. Ponían Casablanca en el mismo cine de Palm Springs al que habían ido la noche en que Robert se le declaró. En aquel momento estaba con las fuerzas que combatían en Túnez. Era la única forma que tenía de poder sentirse cerca de él. Además, Ethel Candlewell y otras madres ya experimentadas del valle le habían asegurado que los bebés de las primerizas se retrasaban siempre.
—Humphrey Bogart tuvo que llevar zapatos con alzas para rodar con Ingrid Bergman, porque ella es más alta que él —decía Suzie mientras conducían de vuelta a Twentynine Palms en una clara y fresca noche de abril, con el cielo primaveral cuajado de estrellas y una luna llena de color marfil.
Morgana tarareaba con aire ausente «As Time Goes By» mirando el desierto que pasaba ante la ventanilla y buscando estrellas fugaces en el firmamento, que eran siempre señal de buena suerte, cuando de pronto…
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Qué es ¿qué?
—Allí. Alguien ha encendido una hoguera. Sal de la carretera.
—¿Por qué?
—Ahí no está permitido hacer fogatas. Hay peligro de incendio. Sal de la carretera, Suze.
—¡Por amor de Dios, Morgana! ¡No puedes dedicarte a patrullar por todo el parque! Piensa en tu estado, además. Deberías estar en casa a estas horas.
—No puedo hacer la vista gorda. Esta gente tiene que ser advertida. Lo sabes. Dobla aquí.
El viejo Ford de Suzie comenzó a dar brincos por el sendero del desierto.
—Está bien. Pero…, ¿dónde es? No veo ninguna fogata.
—Mira, ese resplandor.
—No veo ningún resplandor.
—Pues mantén esta dirección.
Avanzaron unos cientos de metros hasta que el sendero quedó bloqueado por peñascos. Morgana salió del coche antes de que Suzie pudiera protestar y se abrió lentamente paso entre enormes formaciones rocosas. La luna era tan llena y brillante, que proyectaba sombras sobre el terreno.
—¿Adónde vas, Morgana? —la llamó Suzie, que trataba de seguir su paso.
—Están al otro lado de estas peñas. Deben de pensar que no pueden ser vistos desde la carretera.
Pero cuando Morgana llegó al otro lado, no vio a nadie; tampoco había hoguera, y el resplandor había desaparecido.
—¡Qué extraño…! Habría jurado que… —Se llevó la mano al abdomen.
Suzie estaba a su lado.
—¿Qué sucede? ¿Morgana?
—Un dolor…
Suzie la tomó por el brazo.
—Vale… Volvamos al coche. Tienes que estar en casa. Llamaré a Ethel.
Pero Morgana no podía moverse.
—Suze…, creo que he roto aguas…
—Tenemos tiempo. En menos de una hora estaremos en casa.
Otro espasmo de dolor recorrió su cuerpo…, tan severo que la obligó a ponerse de rodillas.
—No puedo —dijo.
Suzie la miró, alarmada. Era demasiado repentino, demasiado pronto. Algo iba mal. Buscó frenéticamente a su alrededor…, las rocas y la arena, la maleza iluminada por la luz de la luna. Todo parecía irreal, como proveniente de un extraño sueño.
—Espera a que cese la contracción, y luego te ayudaré a volver al coche.
—No creo que vaya a poder caminar…
—Vale… Siéntate aquí un minuto. Conten la respiración. Probablemente se tratará solo de contracciones prematuras y cesarán en un minuto.
Pero Morgana se aferró a su muñeca y la miró con los ojos muy abiertos y asustados.
—No, Suze. ¡El bebé está saliendo!
—¡Dios mío! —Suzie pensó un instante y después corrió al Ford en busca de una manta, luces y los odres de agua de reserva que siempre llevaba—. Haré fuego —dijo, al tiempo que comenzaba a reunir leña— para mantenerte caliente. —Aunque el fuego era, en realidad, para mantener a distancia a los animales.
Mientras Morgana tomaba asiento en una roca con la mano apretada en el vientre, Suzie exploró el terreno con una linterna en busca de un lugar llano. Se arrodilló, lo despejó de guijarros y grava, y después alisó la arena para dejar una superficie cómoda. Desplegó la manta y la tendió en el suelo.
Cuando Morgana se sentó en la manta, Suzie dijo, temerosa:
—No estás bien aquí, Morgana… ¿Seguro que no puedes moverte para que volvamos a la ciudad?
—Vas a tener que ayudarme, Suze. Puedes hacerlo. Has dado a luz tres veces.
—¡En el hospital! Y me pusieron éter. Entré con dolores y salí con un bebé.
Morgana se rió, con el rostro brillante por el sudor.
—Somos mujeres del desierto, Suze… Unas pioneras. Estamos hechas de una pasta muy resistente.
—Tú tal vez hayas llegado aquí en un carromato, Morgana, pero mi familia vino en un autocar de la Greyhound…
Morgana estaba echada con las manos sobre el abdomen y cuando las contracciones cesaban, alzaba la vista hacia las estrellas…, la multitud de lucecitas centelleantes en la noche del desierto…, y se sentía penetrada por una extraña paz. «Este es el lugar. Tenía que serlo».
Suzie hacía mucho tiempo que había dejado de sorprenderse por las cosas de Morgana. Hubiera jurado que estaba demasiado ocupada, que era demasiado independiente para casarse, pero se había convertido en esposa: una activista contra la guerra casada con un oficial del ejército…, una mujer que jamás había pisado una iglesia convertida en esposa de un predicador… ¿Por qué tendría que parecerle extraño que diera a luz en el desierto?
—Respira lentamente, con inspiraciones profundas —la aconsejó Suzie mientras buscaba más madera seca, sorprendida por haber encontrado unas cuantas tablas lisas que parecían peldaños de una escalera. Una vez prendido el fuego, con las chispas volando hacia las estrellas, Suzie se dejó caer sobre sus rollizas rodillas y deseó no haber comido tantas palomitas durante la película—. No empujes todavía.
—No puedo impedirlo —jadeó Morgana.
El sudor brotaba también de la frente de Suzie. Todo estaba ocurriendo demasiado aprisa. Algo no iba bien. Con un falso optimismo, dijo:
—Leí en alguna parte que este es el momento más hermoso y místico en la vida de una mujer.
Morgana gimió.
—Ya te contaré yo…
Llegó otra contracción. Morgana hizo una mueca.
—¡Oh, Dios…, el dolor!
—Pues no te reprimas…, grita. El desierto ha oído muchos gritos antes, y estoy segura de que el tuyo no va a ser el último.
A Morgana le pareció que su alarido debió de llegar hasta el Cinturón de Orion, porque estaba convencida de que las tres brillantes estrellas que lo forman se separaron un momento y volvieron luego a juntarse. «Estoy reorganizando el cosmos».
A Suzie le temblaban las manos. «Contrólate, Suzie Knapp. Las mujeres indias llevan haciendo esto miles de años».
—Sí, pero lo aprendieron de sus madres y abuelas, y yo vengo de un linaje de mujeres que creen en los hospitales…
—¿Qué decías?
—Nada. Está bien… Empuja de nuevo.
Por la mente de Suzie pasaban palabras aterradoras provenientes de historias de partos que había escuchado a lo largo de los años: parto de nalgas, parto interrumpido, cordón umbilical hecho un nudo, presentación transversa, placenta previa…
—Va todo bien —le susurraba Morgana entre contracciones, percibiendo el temor de su amiga—. Es muy natural.
«Pues, entonces, voy a tener un ataque de corazón», pensó Suzie, mientras se preparaba para la siguiente arremetida.
—Recuerda cómo nos reíamos —jadeó Morgana—: Lo que el viento se llevó… Butterfly McQueen…, en el papel de Prissy…
Suzie la imitó, elevando el tono de voz:
—«¡Ay zeñó, zeñorita Scarlett… yo no zé ná de tené bebés!». —Rió nerviosa—. ¡Esta sí que es buena…! ¡Me estás animando tú a mí, cuando debería ser al revés…!
Suzie jamás se había sentido tan vulnerable. Dos mujeres en mitad del desierto, trayendo un niño al mundo. ¿Cazarían de noche los halcones? ¿Atacarían las lechuzas a los seres humanos? ¿Llegarían corriendo los coyotes y se llevarían al bebé?
El dolor creció en intensidad hasta que Morgana se sintió como si saliera de su cuerpo para tomar aliento entre las constelaciones. «Deja a estas dos aquí, que trabajen un rato, y echa un vistazo al océano celestial en el que flotas», pensó. Vio galaxias y cometas, planetas y lunas. Vio el rostro de la niña hopi que su padre había encontrado en Chaco Canyon, con las tres líneas en la frente. Y entonces se vio a sí misma frente a un espejo, con una pluma estilográfica en la mano.
Así que fue de esa manera como se lo hizo…
—¡Aquí está la cabeza! —gritó Suzie, llena de espanto y respeto—. ¡Un empujón más, Morgana!
El bebé salió enseguida. Y al punto estaba sobre la manta, maullando como un gatito.
—¿Está bien? ¿Está bien el bebé?
—Él está perfectamente. Un momento y acabo aquí abajo.
Morgana tendió los brazos.
—Déjame cogerlo.
—Aguarda un minuto.
Las manos de Suzie temblaban mientras se quitaba su jersey para envolver en él a la criatura. ¿Estaría bien? Tenía los ojitos fuertemente cerrados. La boca diminuta se abría para emitir un llanto de protesta. Diez dedos en las manos, otros tantos en los pies.
Morgana permanecía inmóvil mientras las últimas contracciones expulsaban la placenta. Él. Un niño. Ella y Robert habían acordado que la llamarían Rachel si era una niña. Y Nicholas, si era un niño.
Suzie empleó su costurero de emergencia —pensado para arreglar dobladillos de falda descosidos y sujetadores rotos— para atar y cortar el cordón umbilical. Por último, colocó al pequeño sobre el pecho de Morgana.
El brazo de esta formó como una cuna protectora para la nueva vida y, mientras contemplaba el cuerpecillo con el rostro aún manchado de sangre, iluminado por la luz de la luna, le susurró:
—Serás Nicholas. Eres Nicholas O’Neill.
Descansó apoyando la cabeza hacia atrás y, entonces, por primera vez, vio unos miembros retorcidos y grotescos que se alzaban por encima de ella y destacaban sobre el cielo estrellado. Morgana Hightower O’Neill había dado a luz a su hijo al pie de la Vieja, el árbol de Josué más antiguo de todo el desierto.
Suzie se apresuró con las operaciones de limpieza antes de que algún depredador se interesara en exceso por lo ocurrido allí.
—Parece estar sano, Morgana —comentó, nerviosa, mirando por encima del hombro. Había oído bufidos y arañazos en la maleza. Ruido de criaturas nocturnas atraídas por el olor de la sangre—. No tienes que preocuparte por nada —dijo, más que nada porque necesitaba hablar para darse ánimos a sí misma.
«Eso no es posible saberlo», pensó Morgana, agotada; porque Suzie, a pesar de ser su amiga más íntima, no sabía nada de los temores de Morgana. Levantó la cadenita con el dije de oro que había llevado al cuello desde antes que le fuera posible recordar y rodeó con ella el puño cerrado del bebé.
—Agua… —murmuró luego—. Date prisa.
Cuando Suzie le acercó la cantimplora a los labios, Morgana le dijo:
—No…, en mi mano. —Suzie, extrañada, vertió agua en la palma ahuecada de la mano de Morgana, y vio cómo su amiga derramaba un hilillo de agua sobre la diminuta frente y murmuraba—: Yo te bautizo, Nicholas, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Que Nuestro Señor Jesucristo te proteja todos los días de tu vida.
Y Suzie Knapp se echó a llorar.