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Se hallaban sentados en un oscuro y atestado cine, compartiendo el brazo de una butaca y una caja de palomitas de maíz. Robert había recibido ya sus órdenes, e iba a embarcarse en una semana, así que ahora asistían a la proyección de Camino a Marruecos, en medio de un auditorio formado por soldados y sus esposas y novias; de manera que, cuando Bob Hope echó un vistazo del desierto y observó: «Este debe de ser el lugar donde vacían todos los viejos relojes de arena», el auditorio prorrumpió en una sonora carcajada y estallaron aplausos espontáneos entre los hombres que se encontraban en un desierto por primera vez en su vida.

Pero Morgana comenzó a llorar porque se rumoreaba que Marruecos era el lugar adonde iban a ir todos ellos, y sabía de antemano que algunos no regresarían de allí. Robert pudiera ser uno de estos.

Él inclinó la cabeza y le susurró mientras le tendía su pañuelo:

—No puedes llorar en una comedia…

Desde aquel día en el tren, Morgana y Robert habían pasado juntos casi todos los ratos que pudieron: paseando, ayudando en la cantina, prestando apoyo moral a los soldados. Aunque hablaban de todo lo habido y por haber, jamás se pronunciaba entre ellos la palabra «amor» y nunca se referían al futuro. A su alrededor, las parejas se enamoraban apresuradamente, se casaban a toda prisa y se despedían con adioses breves y llorosos. Eran tiempos de emociones fugaces y comprimidas. No había tiempo para noviazgos largos al viejo estilo. La guerra lo cambiaba todo, incluso el amor.

Cuando hubo concluido la película, todos desfilaron para salir a la calurosa noche, pues era el mes de julio y la temperatura en Palm Springs jamás bajaba por la noche de los veintiséis grados, aparte de que había llegado la estación de los monzones, el aire estaba cargado de humedad y lejanos relámpagos iluminaban el cielo del desierto. Fueron caminando hasta el jeep que había pedido prestado Robert, mientras otros subían en sus vehículos y se alejaban agitando la mano y deseándoles buenas noches.

Viajaban en silencio hacia Twentynine Palms. A Morgana la invadía un aterrador presentimiento. Robert había mostrado toda la velada su habitual amabilidad y simpatía, pero ella había tenido en todo momento la sensación de que iba a decirle algo importante esa noche. ¿Iba a pedirle que se casara con él? «Si me lo propone, le diré que no». A pesar de sus confesiones y de la amable comprensión de Robert, los temores no habían desaparecido del todo.

Tras media hora de conducir en silencio, observando las estrellas fugaces que cruzaban la negrura del cielo, dejando atrás una jauría de coyotes de caza, mirando un paisaje bosquejado con tanto contraste entre luz y sombra que pudiera corresponder a un lugar en la luna, Robert detuvo el jeep junto a un bosquecillo de árboles de Josué, diciendo que necesitaba estirar las piernas. En las colinas, los coyotes ladraban y aullaban. Morgana oyó el ululato de una lechuza a su pareja.

Se le aceleró el pulso al salir del jeep. Iba a proponérselo. Lo sabía. Y ella estaba lista. «No, Robert. Te amo, pero no puedo casarme contigo».

Las botas militares de Robert crujían sobre la arena. Un sonido lejano y aislado, como si él y Morgana fueran las únicas personas que hubiera sobre la tierra. Se volvió a mirarla con los ojos ensombrecidos. Tenía la cabeza descubierta. Había dejado su guerrera en el jeep. Y allí estaba aquel blanco alzacuello clerical en el que Morgana había visto una vez el escudo que la protegía de Robert, que impedía que se enamorara. Pero en el cine había visto por el rabillo del ojo que él la estaba mirando repetidamente, a ella, no la pantalla, como para asegurarse de que seguía allí y no había intentado escapar de él otra vez.

—Morgana… —le dijo ahora en aquel fantástico paisaje lunar en el que la suya era la única voz humana—, quiero pedirte una cosa.

—¿Sí, Robert?

—Morgana…, ¿querrás…?

Ella aguardó, con el corazón latiéndole a golpes. Aborrecía tener que decirle que no, pero no tenía otra elección.

—¿Me escribirás durante mi ausencia?

Ella parpadeó.

—¿Escribirte? Sí…, ¡claro que sí!

Robert se volvió y siguió caminando. La decepción abrumó a Morgana. Y enseguida se enfadó consigo misma. ¿Qué había esperado? «Tú ya le habías dicho que no te casarías…».

Cuando llegaron al círculo de espinosas yucas gigantes, algunas con múltiples brazos, otras con solo dos, unas que se elevaban bien derechas al cielo mientras que otras se retorcían y contraían como por efecto de un completo abandono, Robert le dijo:

—Al principio, los árboles de Josué me parecían grotescos. Ahora los encuentro bellos. Están llenos de tesoros, ¿lo sabías?

Morgana caminó por la arena para reunirse con él, mientras la cálida brisa jugueteaba con el borde de su falda.

—¿Qué quieres decir?

—Que si te fijas bien, encontrarás toda clase de objetos preciosos en un árbol de Josué.

Morgana lo miró, extrañada.

—Lo digo en serio. Prueba, si no me crees. Ese de ahí tiene la pinta de encerrar un tesoro.

—Robert… —dijo ella riendo—. ¿De qué me estás hablando?

—Sígueme la corriente. Mira a ver si no tengo razón.

La joven se la siguió y realizó una somera búsqueda entre las puntiagudas hojas de los miembros inferiores, notando cómo ratones y lagartos escapaban de la exploración de sus dedos.

—Pues ahora que lo dices…, aquí parece que… —empezó a notar algo: un destello de luz en el marrón oscuro de la leña.

Frunciendo el ceño, hurgó allí y sacó a la luz de la luna el asombroso tesoro: un anillo con un diamante.

Se le formó un nudo en la garganta mientras observaba cómo la luz resplandecía como estrellas en un millar de facetas.

—Yo diría que habré acertado con el tamaño justo —murmuró Robert.

Morgana abrió la boca para hablar, pero no le salió el aliento. Aguardó a llenar sus pulmones, a vaciarlos, a llenarlos otra vez, con el pecho agitado por el temor y la excitación. Luego se volvió hacia él.

—Robert…,lo digo en serio, no tendremos hijos hasta que pueda estar segura…

Él le tomó la cara entre sus manos y dijo:

—No voy a casarme contigo para tener hijos…, me caso por ti. Te amo con todo mi corazón, Morgana Hightower. Tú eres más importante para mí que el aire que respiro. Tan solo hace dos meses que te conozco, pero lo siento como dos vidas enteras. Quiero pasar contigo el resto de mi vida, amarte y honrarte y, si puedo, hacerte reír. Dime, Morgana…, ¿me harás el honor de convertirte en mi esposa?

—Yo también te amo, Robert…, pero ¡estoy tan espantada! —respondió ella con los ojos anegados en lágrimas—. Mi padre me dejó, y ahora me ha dejado también Gideon. No soportaría perderte a ti también.

El rostro de Robert adoptó una expresión dolida.

—¡Con todo el trabajo que me he tomado para venir aquí esta tarde, encontrar el árbol adecuado, pincharme mientras escondía el anillo… y, después, sentirme aterrado pensando que jamás sería capaz de reconocer el dichoso árbol, sobre todo en la oscuridad…, como ha estado a punto de suceder…!

Morgana miró el puntito de luz que destellaba en la montura de plata y supo que, por primera vez en su vida, iba a tener que poner a prueba sus miedos. Por espacio de una década su vida amorosa se había regido por algo que le había oído decir a una chismosa cotilla local. Mirando ahora atrás, se preguntó si Selma Cartwright estaría al tanto de que la escuchaba Morgana cuando dijo en voz alta que Ethel Candlewell haría muy bien en no permitir que su hijo Sandy se casara con un familiar de la loca Bettina Hightower. ¿No sería que Selma quería a Sandy para su propia hija, Adella?

Ya era hora de dejar de vivir de sus temores y permitir que mandara su corazón.

—Bueno…, tienes razón —dijo entregándole el anillo—. Te has tomado tanto trabajo, que difícilmente puedo negarme.

Y le tendió la mano izquierda, con los dedos separados, para que él pudiera deslizar fácilmente el anillo.

Después, Morgana se entregó en los brazos de Robert como había hecho ya un millar de veces —y como, ciertamente, lo había hecho muchas más en sus sueños y en su corazón—, y el abrazo le resultó maravillosamente familiar, merecido, excitante. Pero el beso que recibió fue realmente inesperado. Ni un millón de fantasías hubieran podido prepararla para aquella súbita descarga eléctrica, para el repentino deseo que sintió en su interior y la avidez de más.

Robert había preparado un discurso para la ocasión, no muy distinto de sus populares sermones de los domingos, con bella prosa y citas poéticas. Había estado trabajándolo durante una semana, pensándolo, reescribiéndolo, aquilatando cada palabra, y finalmente lo había ensayado ante un espejo, repitiendo con cuidado cada inflexión, cada gesto, cada movimiento de las cejas hasta dejarlo todo perfecto. Pero ahora se le había ido todo de la cabeza, abandonándolo, en tanto que surgía en él la inspiración de un nuevo discurso, aunque esta vez no de palabras, sino corporal. Surgía con tanta fuerza y lo impulsaba a besarla con tanto apasionamiento, que casi lo asustó.

El mayor capellán Robert O’Neill, educado en una inclusa y que desde ella había buscado siempre su meta en la vida, dio en silencio gracias a Dios, al universo, al que lo había reclutado para el ejército, a una antropóloga llamada Elizabeth Delafield y a un alfarero indio que había vivido y creado ochocientos años atrás, por la llave que finalmente había liberado su alma.