Robert no podía dormir. Morgana había faltado a las dos anteriores veladas; no había visitado el campamento, y cuando él la había telefoneado al albergue, siempre estaba demasiado ocupada para ponerse al teléfono. Él no podía dejar que las cosas siguieran así. Algo iba mal, y tenía que averiguar qué ocurría.
La mañana era ya calurosa. Iba a ser otro día abrasador, otro día de soldados desplomándose durante los ejercicios por efecto del agotamiento o la insolación. Robert decidió que se saltaría el desayuno para poder pasar algún tiempo en la enfermería visitando a los pacientes. Y que después se desplazaría hasta el albergue Hightower.
Por primera vez desde su llegada a Camp Young no iba correctamente uniformado. No solo no llevaba puesto el alzacuello clerical por causa del extremo calor, sino que llevaba también desabrochados los botones del cuello de la camisa. E incluso así le costaba respirar.
Tras salir de la enfermería fue a mudarse de ropa y ponerse unos pantalones frescos y una camisa de manga corta de color azul claro, que eran las únicas prendas de paisano que tenía. Para cuando llegó al parque móvil a pedir un jeep, tenía ya la camisa pegada a la espalda por el sudor. Condujo a toda velocidad. Sospechaba que pillar por sorpresa a Morgana sería la única forma de obtener algunas respuestas.
A pesar de tener funcionando dos ventiladores eléctricos y las cortinas corridas para evitar que entrara el sol, la cara de Suzie Knapp estaba sudorosa. Como se decía a sí misma cada año al llegar el verano, el mes de julio en el desierto no estaba hecho para quienes tuvieran el corazón débil.
Se abrió la puerta de entrada del albergue y entró por ella un hombre atractivo. Suzie se aclaró la garganta, se pasó rápidamente la mano por los cabellos para comprobar que los tuviera en orden y se apresuró a decir con la mejor de sus sonrisas:
—¿Puedo servirle en algo?
Solo entonces se dio cuenta, sorprendida, de que se trataba del capellán O’Neill. Nunca antes lo había visto vestido de paisano.
—Vengo a ver a la señorita Morgana —respondió él mientras se quitaba las gafas de sol—. Yo… nosotros la hemos echado de menos en las veladas.
Suzie se dio cuenta del cambio de pronombres y comprendió enseguida que se trataba de una visita personal. Aunque tenía marido e hijos y estaba considerada, a sus treinta y tres años, una dama madura y ajena a aquellas cosas, seguía siendo una romántica empedernida. Ella y Morgana habían intercambiado comentarios a propósito del encantador y apuesto capitán O’Neill. «Capellán», la había corregido Morgana, como si aquello supusiera alguna diferencia. Por lo que concernía a Suzie, un hombre era un hombre, con independencia de que luciera un cuello blanco, azul o con topos.
—Lo siento mucho, padre. Acaba de irse. Va de camino a Banning. Sandy Candlewell la llevará en su coche hasta allí.
—¿A Banning? —repitió él, y miró a su alrededor como si la clave de todo aquello estuviera en la zona de recepción del albergue.
No era propio de Morgana marcharse teniéndolo todo tan lleno.
Suzie ordenó un montón de postales y desplazó unos centímetros la pluma estilográfica del mostrador.
—Se supone que no debo decirlo —dijo, evitando mirarlo a la cara—. Morgana me pidió que no se lo dijera a nadie…
—¡Santo cielo! ¿Está bien?
—¡Oh, no…, no es eso! No ha ido a ver al médico o algo por el estilo. Es solo… que no quería que la gente se enterara.
Robert estudió el rostro franco de la joven y aquellos ojos azules suyos que tan mal sabían mentir…
—¿La gente… o yo? —preguntó.
Los hombros de Suzie se hundieron.
—Lo siento muchísimo, padre. Morgana me insistió concretamente en que usted no debía saber adónde se iba. Pero a mí no me parece que esté bien dejar a una persona sin decírselo. Estará mucho tiempo fuera, creo.
—¿Mucho tiempo?
—Un mes, por lo menos.
—¡Un mes!
—Tal vez más. Va a tomar un tren para San Francisco. ¡Está pensando en incorporarse a la Cruz Roja, padre O’Neill!
Robert se quedó mirando a Suzie un instante, pero, enseguida, tras ponerse de nuevo las gafas oscuras, le dio las gracias y salió corriendo.
Condujo por la carretera a toda velocidad, tocando el claxon, adelantando, esperando divisar delante el autobús de Candlewell. Nada más llegar a la estación del ferrocarril vio el familiar vehículo aparcado delante. No había nadie en él.
Detuvo bruscamente el jeep, saltó de él y recorrió la pequeña estación atestada de soldados y viajeros, para alcanzar el andén en el instante en que sonaba el silbato y el tren se ponía en movimiento.
Robert corrió a su lado, mirando las ventanillas. Mientras tanto, el convoy iba ganando velocidad, acelerando. Y entonces la vio, sentada junto a una ventanilla.
—¡Morgana!
No lo oyó.
Robert echó a correr y, ante la sorpresa de los que miraban, alargó el brazo para alcanzar la barandilla del furgón de cola, se agarró con fuerza y se aupó a la plataforma.
Tras dejar que pasaran unos momentos para recobrar el aliento y frotarse el hombro, Robert pasó al interior del bamboleante vagón. No había nadie dentro. Se guardó en el bolsillo las gafas de sol y, una vez hubo acostumbrado sus ojos a la penumbra, siguió adelante hacia los vagones de pasajeros.
Avanzó despacio por los pasillos, mirando a derecha e izquierda: militares, hombres de negocios, familias… Hacia la parte de delante del siguiente vagón, la vio, sentada sola junto a una ventanilla de la izquierda. Se paró a mirarla.
Morgana llevaba los cabellos perfectamente peinados en elegantes rizos y se tocaba con un sombrerito del que colgaba un ondulante velo. La ventanilla estaba abierta unos pocos centímetros y el aire que entraba por ella levantaba el cuello de su vestido de algodón rosa. Al acercarse más, Robert vio que tenía las manos juntas sobre el regazo, sobre una sencilla bolsa de tela. Su perfil le pareció triste. Mientras su delgado cuerpo se movía levemente con el movimiento del tren, pensó que parecía frágil y vulnerable: que no era la misma mujer que había detenido tanques en el desierto.
También lo sorprendía aquella apresurada partida suya sin despedirse, como si estuviera huyendo.
Robert recordaba lo que le había dicho acerca de la documentación que había reunido sobre tatuajes, que esperaba publicar algún día en forma de libro cuando pudiera dedicarse a ello. Sabía que había renunciado a su sueño de realizar estudios indios después de la muerte de Elizabeth Delafield, y que se había dedicado por entero a llevar el albergue y cuidar de Gideon. Continuaba reuniendo material sobre culturas indias, pero no hacía nada con él y lo dejaba para… «algún día».
«Demasiadas excusas —pensó Robert—. ¿De qué tiene miedo?».
Se inclinó sobre ella.
—Morgana…
Ella alzó la vista con una amable sonrisa.
—¿Sí? —dijo un momento antes de reconocerlo.
En cuanto lo hizo, su boca se abrió levemente. ¡Robert parecía tan diferente vestido de paisano…! La camisa abierta descubría un poco de vello castaño oscuro en su pecho. Se fijó en los brazos desnudos por debajo de la manga corta. Nunca había visto antes los brazos de Robert… Los tenía morenos por el sol. Entonces se dio cuenta también de que no llevaba el alzacuello clerical. Ninguna pechera negra, ninguna insignia en forma de cruz que actuaran como barrera. Robert O’Neill era un hombre.
La respiración se le ahogó en la garganta.
—¡Robert…! ¿Qué…? ¿Qué está haciendo aquí? No le he visto tomar el tren.
—La he seguido, Morgana. Y he logrado subir en el último instante. —Se frotó el hombro, sonriendo—. ¿Me permite que me siente?
El brazo desnudo de él rozó el de ella en el momento de sentarse a su lado. Fue como si sintiera una descarga eléctrica.
—Dígame, Robert… ¿Por qué está aquí?
—Estaba preocupado por usted. No ha venido al campamento, no ha asistido a los bailes… No quería responder a mis llamadas por teléfono. Fui al albergue y su amiga me dijo que había marchado para San Francisco y que tal vez no regresaría en unos meses. Morgana… Estoy seguro de que nos embarcarán antes de que vuelva. ¿Cómo podía irse sin decirme adiós?
Ella bajó la vista a las manos que tenía en su regazo y retorció los dedos.
—Pensé que esta era la mejor manera, Robert… —empezó, pero se dio cuenta de que su interlocutor estaba mirando más allá de ella, con una expresión de sorpresa en el rostro.
—¿Adónde se ha ido el mundo? —preguntó Robert.
Morgana se volvió a mirar por la ventanilla, y lo vio todo blanco. Era como si el tren estuviera volando en una nube.
—Hemos entrado en Banning Pass. Es una capa de bruma marina —le explicó—. Se acumula aquí durante la noche, proveniente del océano Pacífico.
—¿En el mes de julio? —preguntó él, inclinando el cuerpo para tener una visión mejor de la espesa bruma—. ¿Y a tanta distancia de la costa?
—Se extiende por los valles durante la noche —siguió diciendo Morgana, con la respiración alterada por sentirlo tan cerca y deseando que se echara hacia atrás, turbada porque se hubiera acercado así y, a la vez, inmensamente feliz de que lo hubiera hecho—. Pero nunca atraviesa Banning Pass y, por eso, no la vemos nunca en Twenty nine Palms. La llamamos «los días grises de mayo» o «las tinieblas de junio», pero en ocasiones se extiende hasta julio. La bruma queda atrapada en los cañones, pero se disipará más tarde.
Robert tenía cara de asombro. El espectáculo era tan bello, tan inesperado, que no encontraba palabras para describirlo. El cañón estaba lleno de lo que parecían fardos de algodón, que dejaban visibles solo las crestas de las montañas en lo más alto, brillando bajo el sol.
—Su desierto sigue estando lleno de sorpresas para mí —dijo, mirando de nuevo a Morgana.
Había hablado en tono quedo, como si temiera dispersar la bruma. De repente, a pesar de los otros pasajeros, el vagón del tren se había convertido en un lugar privado e íntimo.
Morgana no había querido que aquello ocurriera. Estaba tratando de escapar de Robert, y ahora estaban los dos más cerca que nunca. Se aclaró la garganta y dijo:
—Si desea saber la explicación científica del fenómeno, lo llaman una niebla de advección. —«Sigue hablando, mira por la ventanilla, no hagas caso de ese brazo desnudo y curtido por el sol que está rozando el tuyo…, el maravilloso olor de su loción para después del afeitado»—. Se produce cuando el aire caliente de la tierra se desplaza por encima del agua fría del océano. La corriente fría de California y el movimiento ascensional del aire producen sobre el mar capas húmedas de aire marino que, como puede ver…
—Morgana… —Él alargó el brazo y, tocando levemente su mejilla con las yemas de los dedos, la hizo volver la cara. Después la miró a los ojos y dijo—: ¿Por qué se marchaba sin decirme adiós?
—Odio las despedidas. Pensé que sería más fácil para todos si me marchaba sin decir nada. Voy a apuntarme a la Cruz Roja —dijo, y añadió rápidamente antes de que Robert pudiera objetar nada—: Necesitan enfermeras. Aunque nunca he recibido una formación formal, he aprendido de mi tía y de los libros de medicina de mi padre. Sé poner vendajes, manejar jeringuillas, y no me desmayo cuando veo sangre.
—Pero… ¿por qué a San Francisco? Hay una agrupación de la Cruz Roja en Los Angeles…
Ella apretó los labios.
—Pensé que me resultaría más sencillo irme de casa si me iba lejos —dijo.
La mirada de Robert escudriñó su cara.
—¿Por qué será que tengo la sensación de que me oculta algo? —murmuró—. Morgana, por favor, hábleme.
Como ella no dijera nada, Robert miró a su alrededor los soldados, los hombres de negocios, las familias que ocupaban el vagón y, después, tomándola de la mano, le dijo
—Venga. Vayamos a algún lugar más privado.
Morgana se resistió solo un instante. Un suave tirón en su mano, y al punto se puso en pie y siguió a Robert por el pasillo hasta salir a la plataforma entre los dos vagones. El traqueteo era mucho más fuerte allí y el viento soplaba con fuerza.
El tren acabó de superar una fuerte pendiente y emergió de pronto a una luz cegadora y radiante, con largos valles llenos de bruma a uno y otro lado de ellos. Al momento siguiente se hundió de nuevo en la espesa niebla, que apagaba el ruido de la máquina y el traqueteo de las ruedas sobre las vías.
Morgana alzó la vista hasta Robert y sintió el deseo de abandonarse en sus brazos. Pero sus temores —la auténtica razón de que estuviera huyendo de él— no eran algo que hubiese comentado con nadie; no lo había hecho con Gideon, y ni siquiera con su mejor amiga, Suzie.
—Déjelo, Robert… Yo no pertenezco a su rebaño. No tiene por qué preocuparse por mí.
Él comprendió que no tenía la intención de herirlo.
—No estoy aquí como pastor, Morgana. He venido como su amigo, como alguien que siente afecto por usted. Y pienso que hay algo que la turba. Déjeme compartir esa preocupación.
Lo miró a la cara, porque merecía una respuesta sincera.
—En cierta ocasión me preguntó por qué no me había casado. No puedo casarme, Robert.
—¿Por qué no?
—Sospecho que mi padre estaba loco, y que la locura es hereditaria en mi familia. Si me casara, corro el riesgo de transmitirla a mis hijos.
Él frunció el ceño.
—¿En qué se basa para pensar eso? —preguntó.
—Cuando yo era pequeña, mi padre y yo compartíamos una relación muy especial. Él jamás se habría separado de mí. Jamás se hubiese ido sin decirme adiós. Y, ciertamente, jamás hubiese salido de mi vida, para no volver a verme nunca más, si hubiera sido consciente de lo que estaba haciendo. Mi tía decía que mi padre sufría delirios, que padecía una enfermedad mental que fue empeorando gradualmente, hasta que, por último, olvidó quién era y quiénes éramos nosotras.
—Pero es posible… —comenzó Robert.
—Si mi padre hubiera muerto —lo interrumpió Morgana, anticipándose a su objeción—, ¿no habría encontrado alguien su cadáver…, no nos lo habría dicho la policía?
—Algunas veces las personas desaparecen sin dejar rastro.
—Supongo que sí —dijo ella con un hilo de voz—. Pero, por lo que me había dicho mi tía, hice algunas averiguaciones. Hablé con especialistas. Creo que existe realmente una posibilidad de que mi padre estuviera mentalmente enfermo, Robert.
Él la miró con cara de extrañeza.
—Sigo sin comprender… ¿Qué tiene eso que ver con lo de irse a San Francisco? ¿Con marchar sin despedirse siquiera?
Aguardó mientras el tren se inclinaba para subir las pendientes y serpenteaba en las curvas.
Finalmente, Robert dijo:
—Si no quiere explicármelo, lo comprenderé. Pero usted me ayudó, Morgana. Ahora quiero hacer lo mismo por usted.
Ella alzó la vista para mirar su atractivo rostro, los profundos ojos castaños que veía en sus sueños, y sintió el ansia de contárselo todo, de entregarse por completo a su comprensión y su afecto.
—Esa noche en el baile —le dijo—, cuando salí fuera… Me desconcertó. Me asustó.
—¡Dios bendito, Morgana! ¿Cómo podía yo asustarla? —Sus ojos reflejaban angustia.
—¡Le consideraba seguro para mí! Robert…, Había tenido que obligarme a mí misma para no enamorarme. Pero…, con usted… Creía que no existía ninguna posibilidad para que nosotros…, ¡pero ahora…! ¡Oh, Robert…!, ¿no lo ve? Tengo que alejarme de usted…, alejarme de nosotros.
—¿Escapar y esconderse?
—¡Sí! Es lo que hago, lo que he hecho siempre. —La confesión salió por fin, sorprendiendo a la propia Morgana porque de pronto, en aquel mismo instante, supo una verdad acerca de ella misma de la que no había sido consciente—. He levantado tantos muros a mi alrededor que no sé si alguna vez seré capaz de escalarlos y salir de ellos. Hay muchísimas cosas que querría ver, ritos tribales y ceremonias por todo el país, pero busco excusas para no salir. Usted lo sabía cuando me dijo que mis «algún día» comenzaban a amontonarse…
»Robert…, cuando conocí a Elizabeth, me invadió la pasión de viajar por todo el país para recoger leyendas indias, mitos y tradiciones, como había hecho mi padre. Pero con la muerte de Elizabeth murió también mi sueño. Dejé de pensar en iniciar estudios indios. Dejé de viajar por el país. Y he permanecido escondida en el desierto, temerosa de todo y de todos.
A los ojos de él asomaban lágrimas de compasión, su voz se hizo más profunda e íntima.
—Dígame, Morgana…, ¿qué es lo que le espanta?
—No puedo —dijo con voz tensa.
Lo tenía allí, cerca de la superficie ya: aquel horror que llevaba tanto tiempo enterrado, y del que el mero hecho de sacarlo a la luz sería como un nacimiento dolorosísimo.
Pero Robert estaba allí también, de pie a su lado, dispuesto para aliviar su dolor. El tren soltó un pitido en el instante en que Morgana estalló:
—¡Mi tía fue una asesina, Robert! ¡La hermana de mi madre mató a dos personas!
—¡Dios piadoso! —murmuró Robert.
—Desperté al oír unos alaridos, y cuando llegué corriendo, Elizabeth vivía aún, aunque estaba irreconocible. Ardía de la cabeza a los pies, retorciéndose en el suelo. Fue… espantoso. Y mi tía lo hizo.
Morgana se cubrió la cara con las manos y sollozó mientras Robert la tomaba en sus brazos y la dejaba llorar contra su pecho. Cada amargo sollozo le atravesaba el corazón. Sentía el escozor de las lágrimas en sus ojos mientras de los labios de ella iba saliendo aquel inimaginable relato de celos y locura. Con Bettina sentada mientras su hermana se desangraba hasta morir y, después, prendiendo fuego a la cabaña tras haber cerrado las puertas. A Robert lo abrumaba una tremenda tristeza, junto con un vivo deseo de proteger a Morgana y compensarla por haber guardado tanto tiempo aquel terrible secreto…
Ella se apartó con el rostro lloroso.
—Comparto su sangre, Robert. Tengo sus genes en mi cuerpo. ¿Lo entiende ahora? No se trata tan solo de mi padre: ¡la enfermedad mental estaba también en la familia de mi madre!
Robert trató de encontrar palabras de consuelo.
—¿No es demasiada coincidencia? Que las dos ramas de la familia…
Recordando lo que le había oído decir a Selma Cartwright después de la muerte de Bettina, Morgana apuntó:
—¿No es normal que las personas busquen a aquellas que son sus semejantes? ¿Que reconozcan a un espíritu afín aun sin ser del todo conscientes de ello? O el hecho de que los casados se parezcan entre sí, ¿no será porque las personas se enamoran de las que son como ellas? Ven en ellas un rostro que les inspira amor y confianza, sin ser conscientes de que es su mismo rostro… ¿Sintió mi padre que compartía ciertos rasgos psíquicos con mi madre?
Robert sacó un pañuelo limpio doblado y mientras le enjugaba con ternura las mejillas y los labios, le dijo:
—Comprendo sus temores de transmitir tal vez una enfermedad hereditaria, pero nadie puede saber cómo saldrán sus hijos. Nadie conoce los planes de Dios para cualquiera de nosotros. Cada vida es una bendición y debemos recibirla como tal, sin que importe el temor que podamos sentir de que esté marcada o sea incluso trágica. Yo fui huérfano. No tengo ni idea de quiénes eran mis padres ni de por qué me abandonaron. Por lo mismo, puedo haber heredado una enfermedad de la que no consiga librarme. O tal vez tenga una deficiencia hereditaria que me hará morir joven. Pero eso no puede impedirme vivir y apasionarme por la vida. No podemos definir nuestros días por nuestros temores, sino más bien por nuestros retos y gozos. Tal vez no vuelva a casa de esta guerra…
—¡No diga eso! —protestó Morgana poniéndole las yemas de sus dedos en los labios.
Él le tomó la mano.
—Puede que no regrese, Morgana, pero eso no me impide vivir cada momento en toda su plenitud, vivirlo ahora, aquí, en el presente…
Sono el silbato del tren. El sol del mediodía arrancaba del paisaje tonos dorados. Mientras el tren tomaba una curva cerrada, el vagón sufrió una sacudida y Morgana perdió el equilibrio. Fue a caer contra Robert y él la retuvo contra sí mientras las manos de la joven se agarraban de pronto a su camisa. El tren siguió balanceándose mientras ellos seguían estrechamente abrazados.
Morgana estaba temblorosa en los brazos de Robert. Cuando ella alzó la cara para mirarlo a los ojos, lo hizo pensar en la imagen de un girasol. Deseaba hablarle de amor y de matrimonio, pero temía que fuera demasiado pronto. Robert no había conocido nunca un amor como aquel; tan profundo, vivo y, en ocasiones, tan abrumador. Ansiaba decirle a gritos a ella, al mundo, todo lo que sentía. Pero la sentía allí, temblando, vulnerable. Necesitaba tiempo. Antes tenía que tranquilizarla, una y otra vez, si fuera preciso.
—Morgana… —le dijo, mientras le tomaba la cara entre sus manos—. Déjame que te ayude como me ayudaste tú a mí. Ponte en mis manos.
—No sé cómo…
—Piensa en la vasija para agua de lluvia. No podemos ver todo el dibujo a la vez. Tan solo vemos una pequeña parte, la del lado que tenemos frente a nosotros. Pienso que lo mismo puede decirse del plan de Dios. No estamos hechos para verlo todo a la vez, o saber siquiera lo que hay al otro lado. Vemos solo lo que se nos presenta en nuestro camino y, cuando eso ocurre, pechamos con ello, con cualquier cosa que la vida nos traiga. Podemos enfrentarnos a esas cosas juntos, Morgana.
Las lágrimas anegaban sus ojos mientras todo su cuerpo temblaba, esperanzado. Confortada ya por la proximidad de Robert —y por algo más; ansia, deseo…—, Morgana notó que aquella carga comenzaba a aliviarse, que su espíritu prisionero extendía las alas para remontarse a la libertad. Robert sabía ya la verdad acerca de Bettina, y no sentía repugnancia ni le reprochaba nada, sino que se mostraba firme y sólido.
—Conozco a un hombre —dijo, mientras enjugaba las últimas lágrimas de los ojos de la joven—, un psiquiatra, que es una eminencia en su campo. Le escribiré exponiéndole tu caso. Encontraremos las respuestas, nos lleve el tiempo que nos lleve. Es un temor con el que no debería vivir ninguna mujer. ¿Querrías posponer un poco tus planes de incorporarte a la Cruz Roja, Morgana?
—Sí —accedió Morgana.
—¿Bajarías en la siguiente estación y volverías conmigo a Twentynine Palms?
—Sí, Robert, lo haré.
Él quería besarla entonces, dulce, cautamente, mientras las lágrimas le rodaban aún por las mejillas. Pero, en lugar de hacer eso, la retuvo abrazada, tranquilizándola en silencio y haciéndole ver que ya no estaba sola, que él se hallaba allí para ayudarla y que jamás la abandonaría. Que, juntos, vencerían sus temores.
Y, de repente, se disipó la niebla. El tren emergió en una luz deslumbradora que obligó a Morgana a parpadear y resguardarse los ojos. Robert se llevó la mano al bolsillo de la camisa y sacó de él las gafas de sol, que le pasó a la joven por encima de las orejas para apoyarlas luego en el puente de su nariz. Para protegerla, en definitiva, del cegador y duro medio que los rodeaba, mientras en silencio se prometía protegerla en adelante de cualquier otro daño.