Las «damas jóvenes» cosecharon un éxito clamoroso.
Se había decidido que todos los domingos al mediodía la cantina se transformaría en un centro recreativo, al que acudirían las voluntarias para servir café y donuts, charlar con los muchachos, ayudarles a escribir cartas a casa y, por la tarde, animar una velada social.
Con la ayuda de Ethel Candlewell y Suzie Knapp, Morgana había distribuido octavillas desde Blythe a Riverside, colocado anuncios en las bibliotecas y las iglesias y publicado avisos en todos los periódicos locales. La respuesta fue abrumadora. Las mujeres que disponían de medios propios para llegar al campamento por su cuenta fueron animadas a llevar a las que no disponían de coche, mientras que Sandy Candlewell se encargó de pasar con su gran autobús rojo londinense por las tierras altas y bajas del desierto hasta los pequeños núcleos de población y las franjas de la periferia, recogiendo a las voluntarias.
Las normas eran estrictas: en todo momento había que observar un perfecto decoro. Nada de escabullirse a zonas no vigiladas. Ni de convenir citas fuera de los bailes organizados. No estaba permitido el alcohol. Y las visitantes tenían que irse a las once de la noche.
Mujeres de todo el Sur de California se ofrecían para elevar la moral de sus soldados. Aquel domingo a mediodía, Morgana había cargado la camioneta de donuts y empanadas, jarras de limonada, libros y revistas, chicle y cigarrillos, y salió hacia el campamento; recogió durante el trayecto a otras chicas de la región, y llegaron a Camp Young en el momento en que lo hacían otros coches y autobuses, cargados de risueñas jóvenes y melancólicas damas de pro para los soldados aquejados de nostalgia de sus hogares. Morgana se repetía a sí misma que lo hacía por los muchachos, por Gideon, para contribuir al esfuerzo que exigía la guerra.
Pero ella sabía que la verdadera razón era ver a Robert.
La noche de la tormenta, una vez hubo cesado la lluvia, Morgana había ayudado a Robert a sacar del barro el jeep. Luego lo había seguido con la vista mientras él se dirigía hacia el sur, de vuelta al campamento militar y a su nuevo objetivo en la vida. Ahora, en aquella tibia noche de junio, mientras la orquesta tocaba «The White Cliffs of Dover» y «That Old Back Magic», mientras las chicas y los soldados bailaban el Lindy hop y el jitterbug, y bebían ponche sin alcohol bajo la atenta vigilancia de sus carabinas, Morgana estaba de pie en el borde de la pista de baile, mirando cómo charlaba Robert con sus compañeros oficiales, con un vaso de ponche en la mano y riendo. Desde la noche de la tormenta era un hombre nuevo. Morgana no se había dado cuenta de que estaba tan mal hasta que la herida dejó de dolerle.
Así era como debía de haber sido antes de alistarse en el ejército, pensaba. Vibrante, apasionado, animado por su decisión y sus metas, lleno de confianza en sí mismo. Eso la hacía sentirse aún más enamorada de él. Y se preguntaba si la química que percibía entre ellos dos era cosa de su imaginación. ¿Albergaba los mismos sentimientos hacia ella? La asustaba pensarlo, pero Morgana se escudaba en su certeza de que, en su nueva pasión por servir a Dios, Robert jamás pensaría en quebrantar su promesa de celibato.
Por ese motivo daba rienda suelta a su corazón. Para Morgana era una sensación nueva sentirse enamorada en secreto de un hombre, y en especial de un hombre que le estaba prohibido. Era algo embriagador para ella. Podía conservar a la persona amada en la intimidad de su corazón, albergar fantasías acerca de ella, disfrutar con su proximidad y su sonrisa…, sabiendo que estaba completamente a salvo.
«Querido Robert, me has dado amor. Yo no podré casarme nunca, y por eso había creído siempre que jamás podría experimentar el amor. Pero tú me lo has dado y conservaré este sentimiento siempre».
Lo vio cruzar el atestado espacio para acercarse a ella. Apuesto en su uniforme, atrayendo las miradas de una joven a pesar de su alzacuello blanco y la insignia de la cruz. Notó que caminaba más erguido que antes: como un hombre que tiene una meta en la vida. Le tendió la mano.
—¿Me concede un baile?
Mientras iban hacia la pista, la orquesta pasó de un movido jitterbug a la música de «Smoke Gets in Your Eyes», un ritmo lento que invitaba a unir las mejillas. Pero los dos dejaron un espacio entre ellos mientras se movían por la pista y Morgana mantuvo una conversación ligera hablándole a Robert de la última carta que había recibido de Gideon.
—Está loco con la Marina. Lo han destinado a un portaaviones… No me puede decir de qué nave se trata ni hacia dónde van, pero me habla de los otros marineros y de los oficiales, y de que aún no se ha acostumbrado a caminar en un barco. Lo echo terriblemente de menos.
La pista se llenaba de gente. Robert se arrimó más a ella.
—He notado que, para estos actos, usted se tapa su tatuaje. No puedo distinguir las líneas bajo el maquillaje —le dijo.
—Creo que asusta a la gente. Por lo menos, ponen cara de sorpresa al mirarme.
—¿Me permite que le haga una pregunta personal, Morgana? Ya sé que ha tenido usted que cuidar de su hermano, pero me pregunto por qué una joven tan encantadora como usted no se ha casado.
El corazón le dio un vuelco a Morgana. Sintió arder su cara.
—No todas las mujeres quieren casarse, Robert… —respondió con una sonrisa e intentando adoptar un tono de humor—. Además, tengo que dirigir un albergue…
—Todas las mujeres propietarias de albergues que yo conozco tienen también maridos… —observó.
Por la forma como la miró a los ojos, dando a entender que tenía que haber algo más, ella respondió:
—Es una larga historia.
Morgana pensó en los hombres que la habían interesado al correr de los años, pero con los que había mantenido las distancias. Aunque Sandy Candlewell había persistido durante algún tiempo en su deseo de casarse con ella, finalmente había renunciado y sorprendido a todos, en especial a Adella Cartwright, casándose con una muchacha de fuera, residente en Oxnard. Lo más cerca que había estado Morgana de iniciar una relación sentimental fue con el joven y apuesto abogado Mike Singletary, que le había entregado la inesperada herencia de un hombre llamado Bernam diez años atrás. El joven había viajado desde Los Angeles en numerosas ocasiones para verla, hasta que ella le dio a entender amablemente que estaba perdiendo el tiempo. Nunca más volvió a tener noticias de él.
—Me gustan las historias largas —dijo Robert.
—Esta no. Además… —añadió, forzando una sonrisa y el tono desenfadado—. Usted tampoco puede casarse; estamos a la par.
Robert dejó de bailar y se quedó mirándola, perplejo.
—¿Por qué dice que no puedo casarme?
—Usted es sacerdote.
Él la observó un momento y añadió después en voz baja:
—¡Santo cielo!… Creo que ha habido un malentendido.
—¿A qué se refiere?
—Usted piensa que soy católico.
—¿Y no lo es?
Mientras las parejas daban vueltas a su alrededor y deslumbraban sobre sus cabezas las luces de la pista, Robert le dijo:
—Sabe usted tantas cosas, Morgana…, tiene una formación tan amplia… Cuando le dije que había estudiado en el seminario de la Unión Teológica, di por supuesto que usted sabía que es un centro profundamente arraigado en el protestantismo reformista. No soy un sacerdote católico: soy episcopaliano. Y los sacerdotes de la Iglesia episcopal no hacemos votos de celibato. Nos está permitido casarnos.
—Pero… el orfelinato…, me dijo usted que fue educado por monjas.
—¿Y?
Ella dio un paso atrás. Se llevó las manos a la boca.
—¿Se encuentra usted bien, Morgana?
—Estoy un poco… —Se apretó la frente con la mano—. Necesito un poco de aire…
Dio media vuelta y se apresuró a salir de la cantina.
Fuera, las parejas charlaban, reían, fumaban cigarrillos… El aire tibio estaba impregnado de humo de tabaco. Morgana no podía respirar. Pasó tambaleándose entre las tiendas, siguiendo las veredas de madera, hasta que llegó a un pequeño recinto lleno de cajones. Allí estaba sola bajo la luna.
Pero Robert la encontró.
—¿Morgana…?
Se abanicó con la mano.
—Yo no fumo —le explicó—, y cuando el aire se carga tanto de humo… En el albergue les pido a los huéspedes que salgan a fumar fuera, al patio… Me he sentido ahogada un instante. Pero ya estoy perfectamente.
Él la observó.
—Ha sido culpa mía. Puedo entender por qué pensaba usted que yo era católico. Debería haber sido más claro con usted a este respecto.
—No, no… —repitió ella—. No ha sido eso. Bien, sí…, me sorprendió un poco pero, en realidad, me sentía cerrada e incómoda allí dentro. —Forzó una risa nerviosa—. Podría decirse que nuestro programa USO está teniendo un éxito algo excesivo incluso…
—Vale —dijo él—. ¿Y esa larga historia?
—¿Qué?
—La que me iba a contar acerca de por qué no ha querido usted casarse.
¿Cómo iba a poder ella expresar con palabras el sentimiento de alienación que había tenido desde la infancia, de haberse sentido siempre una extraña, diferente de otros? Tal vez procediera de los rumores acerca de las rarezas de su padre. O del hecho de haber sido huérfana y educada por una tía, sin tener una familia normal como cualquier otro… Y, después, aquella cicatriz en la frente que la apartaba de los demás…
Pero, más profundo aún, el temor de ser abandonada que la impedía enamorarse, y el miedo a transmitir una dolencia genética que la impedía casarse y tener hijos.
No, no podía explicarle a Robert nada de todo aquello.
—No existe ninguna larga historia, en realidad: fue solo una forma de hablar. Y no estoy diciendo que no vaya a casarme algún día, sino solo que hasta ahora no he encontrado tiempo para…, bueno, para cultivar una relación…, usted ya me entiende… Pero algún día…, quizá…
—Ha dejado pasar usted un buen montón de días ya…
Morgana lo observó sorprendida. Robert sonreía y su tono era amable, pero aquel comentario parecía un reproche.
—¿Qué pretende decirme con eso?
—Lo siento —se excusó él—. Ha sido una frase fuera de lugar. Podemos volver dentro, sí lo desea.
Los pensamientos de Morgana eran confusos. Robert había estado a punto de descubrir lo que sentía por él. Gracias a Dios, ella había sido capaz de recobrar la compostura a tiempo. Pero ahora se encontraba con un nuevo problema: Robert ya no era una persona segura. Y se estaba interesando cada vez más por ella, incluso haciéndole observaciones muy significativas —«Ha dejado pasar usted un buen montón de días ya…»—, que lo acercaban peligrosamente a sus secretos y a su corazón.
Mientras regresaban a la cantina, Morgana se debatía con un nuevo dilema: ¿cómo podría desenamorarse de Robert O’Neill?