84

Retumbó un trueno. Morgana abrió los ojos.

Miró el reloj que tenía junto a la cabecera de la cama. Medianoche.

Otro trueno lejano, y comprendió que se estaba formando una tormenta en el desierto. Era el mes de junio tan solo. Habitualmente los monzones no llegaban hasta julio o agosto.

«Algo va mal».

Saltó de la cama y corrió a la ventana para atisbar en la oscuridad, intentando discernir relámpagos en lontananza. Allí estaba. El rayo…, lo verdaderamente peligroso, hendiéndolo todo desde la tierra al firmamento. Su mirada se dirigió al sudeste donde, a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia a través del desierto bajo aquel cielo de tormenta, se hallaba CampYoung.

En el pequeño escritorio se apiñaban las cosas: un devocionario, un sermón inacabado, cartas, una lista de soldados que necesitaban consejo espiritual… Y, dominando la reducida superficie, una fotografía enmarcada de seis monjas con sus hábitos, de pie en los escalones de la entrada de un orfanato, sonriendo a la cámara: las «madres» de Robert O’Neill.

Él adoraba a todas y cada una de aquellas mujeres abnegadas que acogían a los niños abandonados en sus senos vírgenes y les daban amor, alegría y esperanza. Mientras se debatía, esa noche tormentosa, en su tortura espiritual, sintiendo como si su cuerpo y su alma se separaran gradualmente, deseó poder refugiarse una vez más en aquellos brazos acogedores envueltos en hábitos para dejar que aquellos ángeles de Dios aliviaran su dolor.

Ya no estaban allí ahora: el orfanato había desaparecido mucho tiempo atrás y a ellas Dios las había llamado para darles su recompensa. Como los O’Neill, el matrimonio de mediana edad que acogiera en su hogar a un muchacho que había rebasado la edad deseable para una adopción; también ellos se habían ido. Robert O’Neill (jamás supo su verdadero apellido ni quiénes fueron realmente sus padres) estaba solo en el mundo.

Aunque… quizá no estuviera tan solo.

Morgana Hightower ocupaba un lugar muy importante en sus pensamientos cuando Robert estudiaba el libro que ella le había dado. Mientras el viento del desierto sacudía las paredes de lona de su tienda estrellándose contra ellas, y la noche parecía ulular en protesta por la presencia en el desierto de aquellos combativos intrusos, Robert estudió la fotografía de la olla de hacía ochocientos años y pensó en aquella mujer extraordinaria que había puesto patas arriba toda su vida.

¡Ojalá no la hubiera conocido!

Pero se sentía feliz de haber podido conocerla.

Con el fragmento de cerámica colocado junto a la fotografía, Robert pasaba la vista de uno a otra, sin poder evitar la sensación de que Morgana y la antigua vasija de cerámica estaban enlazadas de alguna manera y que él también había sido llamado a vincularse a la vasija y al mensaje incluido en su dibujo. Por espacio de dos días y sus noches había estado dando vueltas desesperadamente a aquella foto y el fragmento dorado, convencido de que trataban de decirle algo, pero notando al propio tiempo que la respuesta estaba lejos de su alcance.

Se frotó las sienes. Se sentía algo mareado. Su estómago se quejaba. ¿Cuándo fue la última vez que había comido? Mientras volvía a colocar el fragmento junto a la foto, tratando de alinear los dos con la esperanza de determinar dónde encajaba la figurilla humana en aquel dibujo más amplio, de pronto levantó la cabeza. ¿Qué era aquello?

Un susurro. En el exterior de su tienda.

Miró afuera, pero solo vio la oscuridad de la medianoche y las linternas brillantes que se balanceaban por efecto del viento. Como el susurro se hiciera más fuerte, se dio cuenta de que había empezado a llover. No una lluvia torrencial: un simple y manso orvallo. Pero, mientras mantenía la mano fuera bajo la llovizna, esta se hizo de pronto significativa.

Entró nuevamente en la tienda, tomó el fragmento de la olla, lo sostuvo con su mano mojada y, mientras lo miraba, hubiera podido jurar que oía voces murmurando en la lluvia. Se concentró más profundamente. Sus ojos estaban tan fijos en la figurilla pintada en rojo en él, que su campo de visión se redujo. Todo cuanto había a su alrededor —su escritorio, el catre, las paredes de la tienda…— se alejó de él como a través de un larguísimo túnel, hasta que sus ojos no vieron más que una sola cosa existente en el universo: el dorado pedazo de cerámica con la figura de un hombre representada en él.

Fuera, entretanto, la lluvia no dejaba de susurrar…

La diminuta figura humana, sin rasgos salvo la representación de unos brazos y piernas, sostenía dos objetos y apoyaba los pies en un tercero; sin duda eran símbolos de algo. Pero… ¿de qué? El capellán Robert O’Neill estaba allí inmóvil en el resplandor proyectado por su linterna, mientras el viento y la lluvia lo azotaban todo a su alrededor, como tratando de derribar las paredes de lona y exponer al hombre que se hallaba dentro a la noche inclemente.

La figurita en la palma de su mano…, extendidos los brazos, con sus microscópicas manos sosteniendo…

Se escuchó un trueno, retumbó, se prolongó su eco.

Los minúsculos pies de color rojo apoyados sobre…

Otra descarga fulgurante. Una luz más brillante que la del sol estalló en el interior de la tienda.

Y el hombrecillo rojo, aprisionado en un pedazo de arcilla dorada… ¡se movió de súbito!

A Robert se le escapó un grito.

Un nuevo relámpago iluminó el interior de la tienda con luz cegadora. El capellán cayó de rodillas, petrificado por lo que había visto. Sintió que su alma se abría, como si de pronto se hubieran roto todos sus cerrojos. Sintió su corazón abierto de par en par, y que todas sus cadenas, muros y cargas se disolvían en las voces que susurraban, las voces de la lluvia, y comenzó a temblar con tal violencia que por poco no se le cayó al suelo el precioso fragmento dorado.

Apretó bien los dedos sobre el trocito de cerámica y llevó la mano contra su pecho.

—¡Oh, Dios! —exclamó con los ojos cerrados y el rostro vuelto al cielo—. ¡Alabado sea el Señor…! ¡Lo entiendo!

Oró entonces, de rodillas, temblando, sudoroso y temiendo que pudiera tal vez desmayarse por efecto de la gloriosa luz que lo inundaba, mientras en el exterior la prematura tormenta monzónica rugía sobre el desierto como el carro de guerra de los dioses.

En el silencio que siguió, cuando las nubes se alejaron en dirección norte, donde había muchas pequeñas aldeas sin protección, Robert O’Neill notó colmados su corazón y su alma, llenos de un nuevo conocimiento y una nueva revelación. Aquella sensación lo hacía temblar y empapaba su frente de gotas de sudor. Querría que aquel éxtasis durara para siempre, pero se le había dado solo como un instrumento para abrirle los ojos. Ahora había llegado el momento de poner manos a la obra.

Pero primero había algo que debía hacer.

Las llaves estaban en el contacto del jeep. El centinela de la entrada no cuestionó la súbita salida del capellán en mitad de la noche, al decidir que los hombres de Dios se atenían a un horario distinto. Robert, pues, se adentró por la carretera a la máxima velocidad que le permitía la arena mojada; a los pocos kilómetros estaba fuera de la lluvia, tras haber rebasado el frente del aguacero, y no tardó en verse conduciendo bajo un cielo iluminado por una luna brillante y estrellas desperdigadas.

No pensaba. Se movía por efecto de un impulso. La energía espiritual dirigía sus actos mientras circulaba hacia el norte por la carretera de la Fuente del Álamo. Tenía que ir a ver a Morgana.

Ascendió por el paso que llevaba a la zona alta del desierto, donde se alzaban a la luz de la luna los árboles de Josué como hombres retorcidos y torturados. El jeep seguía a toda velocidad, mientras los ojos de su conductor exploraban el camino con mirada apasionada y ardiente. Nuevas nubes ocultaron entonces la luna, sumiendo el desierto en una negrura más profunda aún. A Robert le costaba mantener el vehículo en la carretera. Y, cuando comenzaron a caer sobre el parabrisas las primeras gotas de lluvia, gritó.

—¡No!

No podía quedarse atascado allí.

Pisó más a fondo el acelerador en un intento de tomar la delantera a la lluvia. Pero esta lo siguió: nubes furiosas que se hinchaban por encima de su cabeza y truenos que descargaban sobre él como si quisieran humillar a aquel mortal cuyo rostro resplandecía con el brillo de la gloria de Dios. Puso en funcionamiento los limpiaparabrisas, pero no consiguió más que cubrir todo el cristal de barrillo. Por fortuna, la lluvia cayó con más fuerza y limpió el cristal, de forma que O’Neill pudo ver lo que tenía delante, aunque lo único que iluminaban sus faros era un camino embarrado y gotas plateadas de lluvia. Ahora esta caía sobre el techo de lona del jeep, martilleando como fuego de ametralladora.

Entonces, directamente enfrente de él, una silueta extraña. Inclinó el cuerpo hacia delante y pestañeó, incrédulo: el arco de un gran puente en mitad del desierto. ¿Sobre qué podían haberlo construido? La respuesta a esta pregunta le hizo sentir un hormigueo de temor en la nuca: tenía que ser un puente tendido sobre un río seco en verano, pero torrencial en invierno… ¡Y él conducía ahora por el cauce del río!

Robert no podía dar crédito a que Dios le hubiera concedido aquella maravillosa epifanía solo para dejarlo morir en una inundación torrencial.

Pero en aquel momento el jeep chocó contra una piedra y dio un trompo completamente fuera de control.

Robert estaba en un apuro.

Sin preguntarse cómo lo sabía, Morgana se vistió apresuradamente y salió a la noche húmeda. El aire crepitaba. Sus cabellos estaban de punta por efecto de la electricidad estática. La lluvia no había llegado aún a Twentynine Palms, pero se acercaba. Podía ver a lo lejos la intensa cortina de agua que barría la meseta e inundaba todo a su paso. Nuevos torrentes se estaban formando en aquellos momentos, que bajarían por la colina y se unirían con otros hasta acabar creando un río rugiente. Era la estación de las inundaciones súbitas.

Una estación muy peligrosa.

El jeep dejó de girar sobre sí mismo y se paró chirriando. El motor funcionaba aún, pero las ruedas giraban inútilmente en el barro. La lluvia había conseguido atraparlo. Mientras examinaba la situación con ayuda de una linterna, Robert quedó calado por la lluvia.

Dirigió luego el haz de luz sobre la carretera de tierra y después sobre el puente…, y entonces descubrió que no había tal puente, sino que se trataba de una simple formación rocosa: aquel capricho de la naturaleza conocido como la Roca del Arco. Corrió a guarecerse debajo de él, tiritando en la oscuridad y tratando de decidir qué podía hacer. Si la lluvia remitía, podría poner piedras debajo de los neumáticos para conseguir tracción. Pero eso quizá le llevara toda la noche. La desaparición del jeep sería descubierta por la mañana. Pero… ¿cuánto tiempo pasaría hasta que alguien interrogara al centinela nocturno y averiguara que el capellán había partido apresuradamente? Aun así, nadie sabría qué camino había tomado.

A Robert lo sorprendía sentirse tan tranquilo. Vivía aún los efectos de la milagrosa epifanía con que lo había iluminado Dios y, por ello, el haberse extraviado en una tempestad en el desierto no le importaba lo más mínimo. Lo único que tenía en su mente en esos momentos era Morgana. Tenía que decirle lo que había sabido del fragmento de la olla dorada.

Cuando escuchó un nuevo sonido en la noche, otro rugido tras la cortina de lluvia, pensó que se trataba de un aguacero más intenso aún, y por eso se retiró a un lugar más protegido bajo el arco, donde la tierra estaba algo más hundida y más seca.

Morgana conducía como loca. Cuanto más avanzaba por la carretera de tierra y más profundamente se adentraba en la tempestuosa noche, más convencida estaba de que Robert la necesitaba.

Pero… ¿dónde? ¿Estaría en el campamento? ¿O habría salido de él, y estaría atrapado en el camino por la sucesión de aguaceros?

El ruido era cada vez más intenso. Robert trataba de escudriñar a través de la cortina de agua el origen de donde provenía, cuando vio dos pequeños puntos de luz que se acercaban hacia él.

¡Un vehículo!

¡Dios fuera loado por aquel segundo milagro en la noche! Se movió hacia el borde de su rocoso refugio para agitar los brazos y atraer la atención de su conductor, cuando cayó en la cuenta de dos detalles: que el vehículo avanzaba a toda velocidad y que se dirigía derecho a estrellarse con su jeep parado.

Morgana aferraba el volante mientras intentaba ver la carretera. La lluvia estaba cayendo con ganas ahora. Los faros de la camioneta no llegaban muy lejos, pero ella conocía aquella carretera tan bien, que hubiera podido conducir a ciegas. A condición de no encontrarse con animales en el camino, podía seguir hasta Camp Young sin desviarse lo más mínimo.

¡Aquel coche iba a colisionar con el jeep! Robert salió corriendo, agitando los brazos y gritando «¡Pare! ¡Pare!», mientras los faros daban de lleno en él.

Morgana parpadeó. ¿Qué era aquello que había en la carretera? Un hombre…

Pegó un frenazo y luchó con el volante mientras la camioneta giraba violentamente, se iba hacia un lado y derrapaba hacia el jeep.

Cuando se detuvo, Morgana se volvió a mirar y vio al hombre que corría hacia ella a través del aguacero. ¡Robert!

Saltó inmediatamente de la cabina.

—¿Qué hace aquí? —preguntó.

—¿Qué está haciendo usted aquí? —dijo Robert.

Y los dos al unísono:

—¿Está bien?

Él la agarró de la mano y se alejaron juntos de la embarrada carretera y de los dos vehículos parados, hasta ponerse bajo el abrigo de la Roca del Arco, donde, asombrosamente, aún había unas pocas superficies de piedra que seguían secas.

Estuvieron hablando frenéticamente a la vez hasta que los dos, una vez recobrado el aliento, se tranquilizaron y se dieron el uno al otro un turno para hablar.

—Tenía el presentimiento de que estaba en un apuro —dijo Morgana, echando de menos una toalla para secarse el rostro y los cabellos empapados.

—Y yo venía de camino para decirle algo —explicó Robert, al tiempo que pensaba que, incluso con los cabellos pegados al cráneo, la joven estaba preciosa—. Desde el día que nos conocimos no he podido dejar de pensar en usted. He tratado de apartarme de usted, pero seguimos sintiéndonos mutuamente atraídos.

Morgana sintió que el corazón se le helaba en el pecho. ¡Iba a decirle que la amaba! «¡No! ¡Eso está mal!».

—Ha ocurrido un milagro, Morgana.

—Por favor, Robert…

Se sentía mareada y emocionada a la vez. Cuando la tomó por los hombros, sintió como si la recorriera una descarga eléctrica. ¡Estaba tan cerca…! El momento era íntimo, a pesar del viento y la lluvia, y el desierto que se extendía miles y miles de kilómetros en todas direcciones. «¡No lo digas!».

Pero él ya no podía parar. Habló precipitadamente:

—Todo el tiempo que he vivido en el ejército me he sentido desplazado. Me sentía tan consciente de ser «distinto», que apenas podía realizar mis funciones. Era un extraño entre mis hermanos. Y entonces vino usted y…

Morgana levantó su rostro hacia el de él.

—¿Sí, Robert…? —dijo.

—Soy pacifista, Morgana: eso ya lo sabe. Creo en Jesús, el Príncipe de la Paz, y sigo su ejemplo. ¿Que por qué me alisté en el ejército? Antes de hacerlo, rogué a Dios que me indicara lo que debía hacer, y Él no respondió. Fui a ver a mi obispo, le hablé de ello, y le confesé que cada día era mayor mi impulso de alistarme, aunque no sabía el motivo. Él me dijo que tal vez fuera la forma de responderme que empleaba Dios; que no debía rechazar su llamamiento.

Robert tenía clavados en ella sus profundos ojos, y la pasión que Morgana sentía se abría camino a través de las manos de él y los brazos de la joven. Inclinó la cabeza hacia ella, con los labios mojados por la lluvia, y añadió:

—Pero me turbaba profundamente ver a esos muchachos, recién llegados de sus granjas y pequeños pueblos, que acudían con su ingenuidad y su idealismo. Yo sabía lo que les aguardaba. Y a diario discutía con Dios sobre ello, sobre por qué permitía que hubiera guerras…, y por qué exigía que unos hombres jóvenes sacrificaran sus vidas en ellas…

Un viento frío se colaba en su refugio. Gotas de lluvia brillaban en la recia mandíbula de Robert, ensombrecida por una barba de varios días.

—Yo tenía controlada mi turbación hasta que apareció, Morgana… Estaba saliendo del paso. Caminaba por una cuerda floja, pero me mantenía en equilibrio; y en estas se presentó usted, deteniendo los tanques sin que le importara el peligro que pudiese correr. Fue como si me pusiera un espejo delante. Y no me gustó lo que vi. Usted tenía el valor de sus convicciones, y yo, en cambio, no. Desde aquel primer día, me sentí atormentado por el pensamiento de que era eso lo que yo debía hacer: detener los tanques. No conocí un momento de paz desde entonces. Y usted estaba continuamente en mi espíritu como el guardián de mi conciencia.

Morgana parpadeó. Arrugó el entrecejo. Aquello no era una declaración de amor. Pero, entonces…, ¿por qué había conducido de noche a través de una peligrosa tormenta para ir a verla?

—Yo me daba cuenta de su turbación, Robert —le dijo—. Por eso le di el libro de Elizabeth y el fragmento de cerámica. Los dos versaban sobre la esperanza.

—¡Y ese es el milagro, Morgana! —Las manos que la sujetaban soltaron sus hombros. Robert se volvió bruscamente, caminó hasta el borde del saliente rocoso, miró afuera mientras seguía cayendo la lluvia y luego regresó con el cuerpo vibrante de energía—. Anoche, cuando estaba sentado en mi tienda estudiando la fotografía de la olla, me pareció escuchar un susurro. Pensé que se trataría de algunos hombres conversando cerca pero, cuando salí a mirar, vi que había empezado a llover. No sé explicárselo, Morgana…, pero la lluvia es un elemento importante en todo esto. Regresé al interior de la tienda y, cuando tomé el fragmento de la olla en mi mano, le juro que oí voces susurrando en la lluvia. Hay una relación (no me preguntes cómo lo sé) entre esa vasija india y la lluvia. Y, cuando se juntaron las dos, fue como si se disolviera un muro de ladrillo…, el muro que me tenía aprisionado en la confusión y la ignorancia. La lluvia se llevó el ladrillo y me dejó dentro sus murmullos; fue entonces cuando, en aquel momento de luz cegadora, al estudiar de nuevo la figurilla representada en rojo, lo entendí de pronto.

—¿Entendió? —repitió ella como hipnotizada, transida por una nueva clase de emoción que no sabía describir.

—Que soy un pastor. Me había olvidado de ello. Y también había olvidado que los soldados necesitan pastores, igual que cualquier otro. No me corresponde a mí seleccionar y escoger mi congregación. Sirvo donde el Señor me elige. Y, si se trata de hacerlo entre los hombres que combaten, pues que sea así. Estoy llamado a realizar el trabajo de Dios, no el que a mí me convenga.

»Antes de que llegara, Morgana, yo me había apartado de mis hombres y de mi misión; y, al hacerlo, me había separado también de Dios y de su Voluntad. Pero esa jarra de agua para la lluvia me mostró la conexión que existe entre todas las cosas, y que todos somos hijos de Dios, una familia, y debemos ayudarnos los unos a los otros. Que ningún hombre es una isla.

La tomó de nuevo por los hombros y, con sus profundos ojos castaños ardiendo apasionadamente, le dijo;

—Ahora sé por qué me alisté en el ejército. Me guió la mano de Dios, pero no para que me alistara en él por sí mismo, sino para traerme a este lugar y momento para que usted y yo nos encontrásemos. Porque usted me trajo el fragmento dorado que era el instrumento de mi despertar a los designios de Dios. Yo había concebido mi papel de capellán como algo relacionado con la muerte. Me equivocaba. Mi misión tiene que ver con la vida. Estoy aquí para recordar a los soldados que hay vida en medio de la guerra y la muerte, para renovar su esperanza en el amor eterno de Dios.

Ella se sintió transportada. Dejaron de existir el desierto y la lluvia, y ni siquiera persistió la noche. No había nada más que la presencia de Robert y su voz recia de púlpito, que llenaba su mente y su alma de una energía que remontaba a las alturas el vuelo de su espíritu.

—Ahora sé —dijo Robert— lo que representa esa figurilla humana del fragmento. Tiene en una mano un cayado de pastor y la otra descansa sobre un animal con cuernos. Parece una oveja montés. Es la figura de Jesucristo, Morgana, el Buen Pastor, y yo he sido llamado a atender su rebaño. Había olvidado eso.

Bajó la voz y se inclinó aún más sobre ella.

—No fue ninguna casualidad que usted y yo nos conociéramos, ni que me trajera el libro de Elizabeth y ese fragmento de cerámica… Me ha devuelto al camino de Dios, y le estaré eternamente agradecido por ello.

Morgana pensó que él iba a besarla en aquel momento, y aquello la aterró; pero Robert no lo hizo. Dio un paso atrás y de nuevo sus manos soltaron los hombros de la joven. Se miraron los dos el uno al otro a través de la lluvia que seguía cayendo, hasta que él dijo:

—Tengo que volver. Me he llevado el jeep sin permiso. —Sonrió—. No querría que me sometieran a un consejo de guerra ahora que ya he puesto mi cabeza en orden.

Tomó la cara de Morgana entre sus manos y dijo:

—Usted me ha sacado de la oscuridad, Morgana. ¡Que Dios la bendiga!

Finalmente, inclinó la cabeza y le estampó un beso en la mejilla surcada por las lágrimas.