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Cuando Morgana preguntó por el mayor O’Neill, esperaba que el centinela de la puerta de entrada le daría instrucciones para ir directamente a la enfermería. En lugar de hacer eso, llamó por teléfono desde la garita de guardia y puesto que, por algún motivo que no era patente, se vio obligado a hablar en voz alta, Morgana lo oyó decir:

—Sí, padre. Dice que su nombre es Morgana Hightower… ¿Cómo ha dicho, señor…? No, no lo sabía. Lo siento mucho, señor. Nadie me dijo que no debía dejarla pasar… —El joven soldado se volvió a mirar a Morgana, que estaba sentada al volante de su camioneta con el codo apoyado en la ventanilla abierta, y enseguida se puso de nuevo al teléfono—. Sí, señor, creo que me ha oído. —Escuchó por el aparato y, finalmente, dijo—: Muy bien, padre.

Cuando el soldado de guardia levantó la barrera y le indicó a Morgana cómo ir al parque móvil, donde le dijo que encontraría al capellán, ella se quedó mirándolo fijamente. ¿Había oído bien? ¿De verdad habían dado instrucciones de que no la dejaran pasar? Se trataría de un error. Tras dar las gracias al soldado, pasó al interior.

Habían transcurrido diez días desde que el mayor O’Neill fuera a verla con la idea de procurar diversión y compañía a los hombres. De aquel día en que, cerca del campamento de los furtivos, habían estado hablando de sí mismos y Morgana había evitado que el capellán O’Neill se rompiera el tobillo en una madriguera de ardilla y él, entonces, se había tambaleado y Morgana lo había agarrado para que no cayera… desde el notable día en que continuaba presente en ella la sensación de aquel cuerpo apretado contra el suyo. Después, aun temerosa de estar obsesionándose con sus ojos, su voz y su proximidad…, con la sensación de él…, se había dedicado con resuelta profesionalidad a la tarea de buscar remedio para la baja moral de la tropa.

Morgana había hablado con amigos y vecinos, había visitado los pequeños núcleos habitados de la zona para interesar en el tema a sus moradores y había informado a O’Neill por teléfono de sus progresos. Lo encontró entusiasmado y agradecido, pero el día anterior, cuando volvió a telefonear para decirle que tenía una lista de jóvenes damas que estarían gustosas de organizar un baile de las USO en el campamento, su llamada había sido desviada al oficial de enlace del capellán O’Neill, quien le había dicho que este no se encontraba bien. Aunque no le dio ningún detalle y le aseguró que no se trataba de nada serio, Morgana se alarmó.

Tras pasar toda la noche desvelada y dando vueltas en la cama, había tomado una decisión. El mayor O’Neill era a todas luces un hombre atormentado: había podido intuirlo todas las veces que se habían visto, pues su incomodidad era cada vez más evidente. Sabía asimismo que aquel malestar tenía que ver con sus hombres y con su misión de mantenerlos con la moral alta. Quizá eso hubiera acabado por minar su propia moral.

Esta fue la razón de que decidiera ir a verlo en persona. Se aseguró con firmeza a sí misma que aquello no obedecía en absoluto al mero deseo de saciar sus ojos con la satisfacción de verlo de nuevo.

Morgana, pues, condujo su camioneta por delante de las hileras de tiendas de campaña —desde su última visita habían brotado en el terreno varios cientos más—, rodeando cajones de suministros amontonados y dejando atrás grupos de soldados que agitaban la mano y daban silbidos de admiración a su paso; y en el instante de llegar al ruidoso y activo garaje improvisado bajo una cubierta de chapa ondulada que sostenían unos postes, comprendió la razón de que el centinela de la entrada hubiera tenido que levantar la voz para hablar por teléfono. Vio a Robert O’Neill trabajando en una moto, arremangado, con el rostro manchado de grasa.

—¡Hola! —lo llamó, a la vez que apagaba el motor y alargaba el brazo para asir la manija de la portezuela.

Él levantó la vista. Su boca sonrió, pero la sonrisa no llegó a los ojos, por lo que Morgana se dijo que no había error; que el mayor O’Neill no deseaba verla allí.

El corazón se le encogió. ¿Por qué habría dado órdenes de que no la dejaran pasar? Mientras venía hacia ella se fijó en las ojeras que ensombrecían su mirada, en la palidez de su rostro, en que claramente había adelgazado; cuando distinguió, demás, una mancha de grasa negra en su blanco alzacuellos clerical, aquello la alarmó.

—Me alegra encontrarlo en pie y con las manos en la masa, mayor —lo saludó, imprimiendo energía en su voz para ocultar la penosa sorpresa que le producía su aspecto.

—¿En pie y con las manos en la masa?

—El capitán Johnson me dijo que no se encontraba usted bien.

—He pasado unas noches durmiendo mal —explicó. Se frotaba las manos con el trapo una y otra vez, aunque las tenía limpias—. Sin dormir, mejor dicho…

El tubo de escape de un coche soltó un estampido, y el rostro de Robert se crispó al oírlo.

—¿He llegado en un mal momento? No pude evitar oír su conversación con el centinela de la entrada. Usted no deseaba que yo fuera admitida en el campamento…

—Señorita Morgana… —comenzó. Luego tartamudeó, apartó su mirada de ella y se fijó en un pelotón de hombres con pantalones cortos de color caqui y camisetas blancas que pasaban corriendo. Finalmente se volvió hacia Morgana—. Era que no me sentía presentable en ese momento…

Se pasó la mano por la barbilla y ella vio entonces que no se había afeitado. Pero sus palabras no eran convincentes. Tenía que haber otra razón, que deseaba que ella no supiera, aunque ni siquiera podía imaginar qué pudiera ser.

—¿Ha venido usted por lo de las «damas jóvenes»? —le preguntó O’Neill.

Esta era la denominación extraoficial que habían decidido emplear ambos para las visitantes femeninas que acudirían el domingo por la noche a los bailes: oficialmente, serían designadas como Las Damas del Campamento Young. Morgana confiaba en poder organizar el primero de tales bailes de entonces a dos semanas.

La joven bajó de la cabina y, cuando la brisa hizo ondear el borde de su vestido, hasta el último mecánico presente en el cobertizo del parque móvil se volvió a mirarla

—Todo está yendo como una seda, mayor… ¡no podría ir mejor! —dijo en un tono que a ella misma le sonó demasiado estridente. «Te estás pasando… ¡Cálmate!»—. En realidad, he venido por otra razón.

Y ahora el tramposo juego de decirle por qué estaba allí, pero sin revelarle la verdad. Porque Morgana no podía decirle tranquilamente: «Está usted enfermo, mayor…, y sospecho que se trata de una enfermedad del alma». Así que tenía que hacerle tragar la «medicina» que le había traído mezclándola con alguna otra cosa…

—He venido a traer unos libros para la biblioteca del campamento. Todos mis amigos y mis vecinos han aportado algunos. Tenemos novelas de misterio, del Oeste, aventuras… Estoy segura de que sus hombres disfrutarán leyéndolas.

—Libros…, sí.

El tableteo lejano de una ametralladora atrajo su atención hacia las pardas colinas. El campo de tiro se hallaba al otro lado, y cuando Morgana vio la expresión dolida del mayor, su alarma creció. Tocó su antebrazo desnudo y preguntó en voz baja:

—¿Ocurre algo malo, mayor?

Robert se volvió a mirarla, y ella pudo observar que, a pesar de su estado de debilidad —¿y si tampoco comiera?—, aún había ánimo en aquellas pupilas de color castaño oscuro, moteadas de oro.

Morgana esperó. Él se miró en sus ojos, pero luego los apartó y su mirada recorrió el campamento, los hombres y las máquinas militares. Parecía estar sopesando algo en su mente, examinar pros y contras, revisar detalles, con el ceño fruncido como si fuera a tomar una decisión, pero luego volvió la mirada hacia ella y dijo en voz muy baja, para que solo ella pudiera oírle:

—Verá, señorita Hightower…, al escritor T. E. Lawrence le preguntaron en cierta ocasión por qué iban a la guerra los hombres. ¿Sabe usted cuál fue su respuesta? «Lo hacen porque los están observando las mujeres», dijo. ¿Cree usted que eso es cierto?

Morgana apenas encontró fuerzas para decir:

—No lo sé.

—Cuando me alisté en el ejército, yo entendía que las obligaciones de un capellán comprendían predicar, bautizar…, oficiar bodas y funerales, rezar, aconsejar y visitar a los enfermos. Me veía a mí mismo infundiendo moral y dándoles consejo a otros. Pero… ¿sabe usted qué nos enseñan en los cursos para capellanes? Nos enseñan a descubrir a los soldados que simulan heridas y a enseñarles a respetar adecuadamente los últimos auxilios. Nos enseñan a elegir un lugar para cementerio, y nos enseñan a escribir partidas de defunción y cartas de condolencia. Todo versa sobre la muerte.

Bajó la vista para mirar sus manos y se las restregó como si las tuviera ensangrentadas. Luego la alzó para mirar de nuevo los ojos de Morgana.

—La guerra es un error, señorita Hightower. Luchar es un error. —Hablaba en tono solemne, convencido—. Nos han entrenado para matar a nuestros hermanos. Mi más profunda convicción es que uno debería ofrecer la otra mejilla. No quiero ir al frente, Morgana, pero estos hombres me necesitarán. Y el conflicto que siento dentro de mi alma está devorándome vivo.

La joven lo miraba, sin saber qué decir. Aquella confesión tan sincera había hecho que en su garganta se formara un nudo de emoción al oírla, de manera que no hubiera podido decir nada ni aun siquiera queriéndolo.

Robert vio la preocupación en los ojos de ella y comprendió cuán extraño debía de haberle sonado todo aquello. Él mismo era incapaz de ordenar sus ideas. No había dormido, apenas comía… Durante varias semanas ya, el mayor capellán Robert O’Neill había observado a sus camaradas soldados y se había sentido diferente de ellos. Un muro invisible lo separaba de sus hermanos sin que él supiera el motivo. En su alma se estaba librando una batalla de la que tampoco sabía el porqué. Algunos hombres parecían aceptar tranquilamente su papel en la vida, asumir su vocación sin preguntas, pero Robert O’Neill se había sentido carcomido por la duda desde que decidió alistarse. Había esperado que, a medida que pasara el tiempo, se sentiría en su papel de militar tan cómodo como si fuera para él una segunda piel. Pero aquella nueva piel no hacía más que atormentarlo cada día con nuevos picores e irritación.

Inclinó la cabeza como si se dispusiera a rezar, pero luego alzó hasta Morgana los torturados ojos y le dijo:

—Mi corazón y mi conciencia están luchando el uno con la otra. Aquel me señala un camino, está el opuesto. Me siento hipócrita. ¿Cómo puedo pensar que podría trabajar por el bien de la Iglesia, cuando yo mismo estoy hecho un cenagal de inseguridades y dudas? Me he implicado por propia voluntad en algo que considero esencialmente erróneo, Morgana…

Ella se había quedado sin palabras. Había creído que su bajón físico se debía al esfuerzo por tratar de atender las necesidades de sus hombres. Pero era mucho más que eso. Aventurando una solución, planteó:

—¿No podría solicitar otro destino? ¿O declararse objetor de conciencia?

—¡Sí, podría hacerlo! —dijo Robert en un arranque de fuerza—. ¡Así es! Sería sencillo. Pero no lo haré, Morgana. Presté juramento cuando me alisté. Mi deber es ahora servir a los hombres que tengo a mi cargo. Y me van a necesitar precisamente cuando entren en combate. Trato de imaginar lo que Dios desea de mí, Morgana. Y me consumo precisamente porque me desconcierta que Dios parezca estar pidiéndome que vaya en contra de los que siento como mis principios morales, espirituales y filosóficos más básicos.

—Pero… a usted no lo alistaron a la fuerza. Se metió en el ejército voluntariamente.

—Sí, ¡pero no sé por qué lo hice! Me siento fuera de lugar aquí. Y cada día que pasa aumenta mi distanciamiento con respecto a mis camaradas.

—¡Lo siento tanto! —dijo Morgana—. ¿No hay nadie aquí con quien pueda usted sincerarse?

—Se lo digo a Dios cada día, pero no entiendo sus respuestas.

—Me refería a otro ser humano —dijo la joven con dulzura.

—Hay un hombre. Otro capellán, el rabino Isaacs. Me ha ayudado a veces, pero no es bastante. Y, en todo caso —añadió Robert con una sonrisa—, me pide que rece a Dios y lo ponga en sus manos.

—Yo tengo fama de saber escuchar… —repuso suavemente Morgana.

—Es usted muy amable, señorita Hightower —respondió él ofreciéndole una sonrisa conciliadora—. Pero me temo que ya he hablado demasiado. Estoy abrumándola con mi carga, cuando lo justo sería precisamente la inversa. En fin…, hábleme de esos libros que nos ha traído.

Aunque lo que necesitaba ahora ella era echarle los brazos al cuello, apretarlo fuertemente contra sí, acariciar sus cabellos y consolarlo, infundirle ánimos con sus besos, Morgana le mostró a Robert las cajas de naranjas que traía en la parte trasera de la camioneta, llenos de libros de relatos, poemas, biografías… Luego entró en la cabina, abrió la puerta del acompañante y dijo:

—Pensé que esto le gustaría.

Era la medicina que había mezclado con el azúcar.

Asegurándose de tener las manos bien limpias antes de tomar de las de la joven el libro de gran formato que le ofrecía, leyó su título —Arte rupestre indígena del sudoeste de Estados Unidos, por Elizabeth Delafield— y miró a Morgana:

—¿Es de…?

—De la madre de mi hermano, sí.

Robert abrió el libro sobre el capó de la camioneta. El viento pasaba las páginas, por lo que Morgana lo sujetaba por un lado, mientras O’Neill lo hacía por el otro. Lo abrió por la página de la portada, en la que estaba la fotografía de Elizabeth.

—Era una mujer muy guapa —murmuró.

Pasó más páginas y se detuvo ante la instantánea de un grupo en la que se identificaba al hombre alto que había en el centro como Faraday Hightower, y después siguió pasando páginas llenas de fotos de arte rupestre, que suscitaron en él algún interés; pero, cuando llegó a la página en que se hablaba de la olla, ilustrada con la fotografía en blanco y negro de uno de los dibujos de Faraday, hizo una nueva pausa.

—Esta fotografía no da idea de su auténtica belleza —se apresuró a decir Morgana, con el corazón latiéndole muy deprisa ¡porque él se había parado por propia iniciativa a mirarla!—. Los colores originarios son naranja dorado de fondo y el dibujo en rojo.

—Preciosa de veras —murmuró Robert—. Yo no entiendo gran cosa de cerámica india, aunque sí lo bastante para reconocer el talento y la habilidad de quien la hizo. El dibujo fue trazado con mano muy segura. Fíjese en lo perfectamente rectas que están esas líneas.

Pero los ojos de Morgana estaban fijos en las manos que sujetaban por abajo las ondulantes páginas del libro…, en aquellos finos dedos que igual bendecían carburadores que consagraban el vino de la comunión.

—Mi padre pensaba que esta vasija era única en su género —dijo, animada por el interés que él manifestaba en la olla y que era precisamente lo que había esperado de él—. He intentado encontrar otras parecidas. He revisado catálogos y colecciones de museos, pero jamás he visto nada igual.

—¿Dónde está ahora? ¿La tiene en su albergue?

—Por desgracia, la olla fue destruida hace años. Pero conseguí salvar un fragmento. —Metió la mano en el bolsillo y sacó de él un objeto envuelto en seda—. Así podrá hacerse una idea del colorido.

Cuando expuso la pieza a la luz del sol, y la cerámica resplandeció con su espléndido naranja dorado, Robert la observó con asombro. Tomó una profunda bocanada de aire y lo retuvo un rato antes de expulsarlo lentamente.

—¡Maravillosa…! —susurró, mientras pasaba con suavidad la yema del dedo por aquel trozo de cerámica que era redondo y del tamaño de la palma de la mano, con el color del albaricoque.

—¿Sabe cómo describía mi padre ese color? Lo llamaba el color de la esperanza.

Robert la miró.

—El color de la esperanza —repitió él en voz queda.

Cuando Morgana vio que los hombros de Robert relajaban un poco su rigidez, que su agitación disminuía, y que las arrugas de tensión desaparecían de su rostro mientras sostenía el fragmento de cerámica y lo apretaba en la palma de la mano, supo enseguida que su «medicina» había empezado a obrar efecto.

—Hace unos años leí algo acerca de un arqueólogo de la Universidad de Nuevo México —siguió explicándole Morgana— que catalogaba los diferentes tipos de arcilla empleados por los ceramistas indios para identificar las cerámicas. Fui a verle y le mostré este fragmento. Le calculó unos ochocientos años de antigüedad.

Cuando Robert levantó la vista para mirar de nuevo sus ojos, Morgana distinguió en los de él un brillo distinto.

—Eso quiere decir que las manos que modelaron esta pieza vivieron antes de que los primeros hombres blancos llegaran a América —subrayó en tono de respeto—. Me pregunto qué significará este dibujo…

—Mi padre creía que encierra un mensaje. He intentado descifrarlo, pero todo cuanto tengo son esas dos fotografías y el fragmento. Elizabeth me contó que mi padre hizo cuatro dibujos de la olla, desde todos los ángulos. Sin ellos, no podemos descifrar el mensaje.

—¿No tiene usted los dibujos?

—Se perdieron hace mucho tiempo.

Pero no era del todo verdad. Después de muerta Elizabeth, Morgana había hecho traer el baúl que la mujer había dejado en el despacho de un abogado de Filadelfia. Cuando se sintió emocionalmente preparada para ello, lo abrió y, al examinar su contenido —contenía principalmente ropas, libros, recuerdos y viejas fotografías de personas que ni siquiera Gideon fue capaz de identificar—, dio también con los negativos originales de las fotografías que Elizabeth había tomado de los dos dibujos. Los envió después a un estudio, le hicieron unas ampliaciones y encargó a un artista para que las coloreara de la forma que le pareció más fiel a lo que debieron de ser los dibujos en color que realizó su padre, empleando como guía para recrear el rojo y el oro el fragmento conservado. Morgana había enmarcado las dos nuevas fotografías en dos hermosos marcos, que ocupaban ahora un lugar de honor en el albergue. Por desgracia, no se podían ver todos los aspectos de la vasija, puesto que Elizabeth solo había fotografiado dos de los cuatro dibujos hechos por Faraday. El sueño de Morgana era encontrar algún día los originales.

Robert examinó más de cerca el fragmento y estudió detenidamente las líneas y símbolos.

—Esta figura de aquí es un hombre —dijo—. Sostiene algo en cada una de sus manos.

—Elizabeth me contó que mi padre pensaba que este dibujo recogía el relato de la Creación.

—¡El Génesis! ¡En una antigua cerámica indígena americana! ¡Asombroso!

El hallarse de pie tan cerca del mayor O’Neill, notando el brazo de él apoyado en el suyo, contemplando en la palma de su mano el fragmento naranja dorado, y el oír el tono de asombro de su voz…, la movieron de pronto a decir algo:

—Verá, mayor…, jamás se lo he contado a nadie, pero a veces, cuando estoy en el desierto, siento muy cerca del espíritu de mi padre. Pienso que su alma vaga por el desierto, que no descansa aún. Que está buscando todavía la conclusión de su vida terrena… A veces me pregunto si no habrá muerto violentamente y que por eso necesita que le demos un lugar de descanso en paz. Me pregunto si no tendré que completar su búsqueda para que su espíritu pueda abandonar este mundo.

Cuando él la miró, la sorprendió ver que en los rabillos de sus ojos habían aparecido unas pequeñas arrugas, hasta que se dio cuenta de que sonreía.

—Me había dicho usted que no era una persona espiritual… —observó él en voz baja.

Su proximidad, y la profundidad de su mirada, junto con la nueva expresión que ahora advertía en él, la sobrecogieron.

Estaban de pie junto a la camioneta, en medio de un gran campamento militar, con las manos de ambos en el libro de Elizabeth, la brisa del desierto susurrando a su alrededor, hombres desfilando con fusiles y otras armas, todo el parque móvil zumbando y rebosando vida y energía…, y Morgana fue consciente de haber alcanzado un momento crucial en sus vidas.

Robert rompió el hechizo diciendo:

—¿Me presta este libro?

Morgana exhaló aire y se llenó de nuevo de él los pulmones, para recobrar el aliento.

—Es para usted, mayor.

Tenían a la venta en el albergue ejemplares del libro de Elizabeth, junto con postales del desierto y otros recuerdos. El libro se vendía bien.

La joven observó el fragmento de cerámica naranja dorado, con la figurita humana en él, que el capellán aún tenía en la mano.

—Pero puedo prestarle este trocito, a condición de que lo cuide bien. —Sabía que era del todo innecesario decírselo, pues estaba segura de que Robert cuidaría y protegería aquel resto de la olla dorada como si fuera la Eucaristía.

—Morgana… —le dijo en voz baja—. Debo confesarle que no estaba seguro de alegrarme cuando la vi llegar.

Ella se mordió el labio.

—Pero ahora —siguió— me siento feliz de que haya venido.