El ruido de la llave inglesa al golpear con ella el bloque del motor fue tan estrepitoso que Suzie Knapp pensó que lo oirían hasta en San Bernardino. Ya antes había visto a Morgana decepcionada y furiosa, pero nunca reaccionar con semejante violencia.
—¿Por qué no quiere funcionar este cacharro? —protestó Morgana.
Estaba inclinada sobre el motor al descubierto de la camioneta del albergue, y había pasado diez minutos intentando hacerlo arrancar de forma compulsiva. Suzie dijo que lo sentía mucho, pero que su marido estaba trabajando a treinta kilómetros de allí.
—¿Quieres que me acerque al almacén de los Candlewell, a ver si está Joe? —preguntó.
Suzie Knapp, una pelirroja rellenita, cuyas pecas la hacían parecer más joven de los treinta y tres años que tenía, era hija de unos colonos de Wisconsin que llevaban la granja local que surtía de leche, nata, queso y mantequilla a los colonos y a las pequeñas comunidades en un radio de ochenta kilómetros. El marido de Suzie era el carpintero local; había tenido tres hijos con él. Cuando Jim Knapp estaba escaso de encargos, Suzie ayudaba en el albergue Hightower.
Era también la mejor amiga de Morgana.
—¡No hay tiempo para ir ahora a los Candlewell!
—Cálmate, Morgana. ¿No crees que tu reacción está siendo un poco excesiva?
—¡No me lo parece!
Morgana fulminó con la mirada a aquel motor poco dispuesto a colaborar. Una reacción excesiva… Era lo mismo que había dicho el mayor O’Neill. Que su reacción al ver los tanques había sido un tanto excesiva. ¿Qué mosca les había picado a todos?
—Lo que quiero decir es que… —empezó Suzie, y se mordió enseguida la lengua.
Desde que volviera de Camp Young la semana anterior, Morgana se había mostrado irritable. No decía nada de lo que le había ocurrido allí —se suponía que había ido a ofrecerles algunos consejos acerca de la supervivencia en el desierto—, pero algo la había alterado… Suzie jamás había visto a Morgana tan picajosa…
Estaba diciéndole ahora:
—Quizá Sandy haya regresado de Banning… —cuando interrumpió la frase y se quedó mirando, atónita, algo que debía de estar ocurriendo más allá de los hombros de Morgana.
Esta se dio la vuelta y, cuando vio al mayor O’Neill de pie en el polvoriento patio y con pollos picoteando alrededor de sus pies, el corazón le dio un vuelco.
Había transcurrido una semana desde su visita a Camp Young y de su promesa de no volver nunca, para no tener nada más que ver con el ejército y con la guerra, y muy especialmente para no volver a ver a aquel hombre. Pero en esa misma semana, mientras pasaba sus últimos días con Gideon antes de que él hiciera el equipaje y tomara el tren que lo llevaría a San Diego, sus traicioneros pensamientos no conseguían apartarse de aquel desconcertante capellán.
—¡Mayor! —exclamó.
O’Neill llevaba puesto un traje de faena lleno de polvo, una cazadora polvorienta y polvorientos guantes y botas.
—Señorita Hightower —la saludó, carraspeando nerviosamente para aclararse la garganta.
No deseaba estar allí. Había intentado librarse de aquel encargo, enviar a otro en su lugar…, a su capellán ayudante, por ejemplo…, pero, finalmente, su oficial de enlace había convencido a O’Neill de que era el único que podía hacerlo:
—Es usted el único hombre que se ha relacionado de alguna manera con la comunidad local, padre. Necesitamos desesperadamente su ayuda.
Por desgracia, su «relación» era una mujer que se le había metido bajo la piel como ninguna otra lo había hecho nunca. Desde el momento en que la había visto plantarse ante los tanques como un ángel vengador del Señor, ella había ocupado sus pensamientos e incluso sus sueños. Cuando se presentó en el campamento para aconsejarlos acerca de la supervivencia en el desierto, él la invitó a un café porque le pareció un detalle de cortesía. Pero el estar sentado allí con ella, escuchando lo que le decía acerca de la búsqueda de su padre en el desierto, y sintiendo curiosidad por el asombroso tatuaje que tenía en la frente, había empeorado las cosas. A partir de entonces, O’Neill ya no había sido capaz de quitársela de la cabeza, y sabía que la única solución era evitarla por completo.
Pero ahora estaba allí, en su territorio, a punto de pedirle cinco minutos de su tiempo…, cuando sabía de sobra que tan solo cinco segundos resultarían desastrosos.
—Confió en no haber llegado en un mal momento.
—No —se apresuró a decir ella, tratando de pensar en el aspecto que debía tener. ¿Los cabellos revueltos…? ¡Oh, Dios…! ¡Pero si llevaba puesto el mono de trabajo de Gideon…!
—Me preguntaba si podría cambiar unas palabras con usted, señorita Hightower.
—Estoy a punto de marcharme… Si consigo arrancar este trasto. —Dio un puntapié a un neumático de la camioneta.
—Será solo un minuto.
—No dispongo de un minuto ahora, mayor —dijo, a la vez que arrojaba al suelo la llave inglesa y se quitaba el mono sin ceremonias. Llevaba debajo una blusa y una falda que ahora estaba terriblemente arrugada—. Me urge muchísimo llegar a Queen Valley. —Frunció el entrecejo—. ¿No tendrá usted, por casualidad, un carburador de repuesto en su jeep?
—No tengo jeep. He venido en moto.
Morgana lo miró boquiabierta.
—¿Que ha venido hasta aquí en una moto?
No podía imaginarse a un clérigo conduciendo una motocicleta.
—Por favor, señorita Hightower… Será solo un instante…
—¿Querría usted llevarme, por favor?
—¿Cómo dice…? ¿Llevarla en la moto?
Parecía más una orden que una petición…
—A QueenValley, sí. Hemos de darnos prisa.
—Pero… ¿qué…?
—Luego se lo explico. Y después podrá decirme todo lo que quiera. —El mayor O’Neill era la última persona de la tierra con la que desearía estar a solas, pero la reclamaba un asunto urgente en el desierto, que la hacía dejar a un lado sus problemas personales. Él tenía un medio de transporte, y se trataba de una emergencia. Volviéndose a su amiga, le dijo—: Vigila el albergue por mí, Suzie, por favor. —Después se encaramó a la camioneta, sacó de dentro su sombrero de paja y dijo—: ¡Vámonos, mayor!
Y Suzie Knapp, que había tenido la certeza de que se casaría con Jim Knapp, incluso antes de que hubieran sido presentados formalmente los dos; Suzie, que se ufanaba de reconocer a la legua un enamoramiento, por dentro y por fuera…; que había visto cómo Morgana se arreglaba tímidamente los cabellos y cómo se ruborizaba el apuesto oficial; y que había entendido de pronto el motivo de la reciente irritabilidad emocional de Morgana…,se despidió de esta diciendo con una sonrisa de complicidad:
—Tómate todo el tiempo que necesites.
A Morgana no le gustaban las motocicletas, las consideraba mortíferas; pero había visto las que tenían en Camp Young: máquinas robustas, con aspecto de ser muy seguras con los sidecares que llevaban al lado. Pero cuando se adelantó a entrar por la puerta trasera del albergue, cruzar la cocina, el salón, el vestíbulo de recepción y salir por la puerta de delante a la luz del sol, se quedó parada y perpleja. Allí estaba, en efecto, la motocicleta militar, con una serie de chicos locales que la observaban con caras de asombro.
Pero no tenía sidecar alguno.
Se llevó la mano al pecho y notó bajo la tela de su blusa el pequeño dije de oro; rogó al cielo que la conservara sana y salva de la imprudencia de confiarse a una máquina así.
—Tenga —dijo O’Neill, tendiéndole el casco que había estado colgando del manillar.
Tras echarse hacia atrás el sombrero de paja y dejarlo sujeto del cuello, se colocó el casco de combate y apretó el barboquejo bajo la barbilla.
El mayor O’Neill se caló unas gafas sobre la nariz, se subió a la moto e hizo que Morgana ocupara su puesto en el sillín detrás de él. La joven buscó con la vista algo a lo que sujetarse, pero no había nada, así que le pasó los brazos alrededor de la cintura, diciéndose a sí misma que todo estaba bien. Al fin y al cabo, era un sacerdote.
Cuando hubo pasado los brazos en torno a su cintura, y el motor hubo cobrado vida, y comenzaron a moverse y se agarró con fuerza a él, la sorprendió notar la firmeza de aquel cuerpo bajo la tela de color caqui. A Morgana se le secó entonces la boca y sintió como un nudo en la garganta…, y pensó, ya demasiado tarde, que tal vez hubiera debido pedirle ayuda a Joe Candlewell.
A la altura del oasis de Mará, donde vieron a unos turistas tomando fotos de los indios, Morgana tuvo que gritar para hacerse oír por encima del rugido del motor:
—¡Siga usted, mayor…! Ya le avisaré cuando tenga que desviarse. ¡Y, por favor, dese prisa!
Tomaron luego el Camino de Utah, y siguieron por la carretera sin asfaltar para subir y seguir por las colinas y bajar luego en la escabrosa zona del Monumento Nacional del Árbol de Josué, lleno de bosques de retorcidas yucas y grandes rocas que daban la impresión de haber sido arrojadas allí al azar. Morgana seguía fuertemente agarrada al mayor, porque la carretera era peligrosa y la moto en ocasiones parecía volar por el aire. Ella había galopado a caballo por aquella tierra y circulado por allí en coche y camioneta, pero cruzarla en una moto era una experiencia nueva y estimulante. Quería gritar de júbilo por la sensación de libertad que la invadía. Pero delante la estaba esperando una tarea seria.
Rezó para que llegaran a tiempo a donde estaban los cazadores.
—¿Adónde vamos? —le gritó O’Neill por encima del hombro.
«Seguir y seguir, siempre y para siempre…, no pararnos jamás».
—Tenemos que seguir más allá. Siga en línea recta. Ya le avisaré cuando tenga que desviarse —le respondió gritando también.
Se preguntaba qué sería de lo que deseaba hablarle. En el patio del albergue le había parecido nervioso. Casi molesto por encontrarse allí, como si estuviera cumpliendo una misión a disgusto.
Lo instó mentalmente a acelerar. Estaban luchando contra el tiempo.
George Martin era dueño de cuatro avionetas privadas y mantenía un servicio de vuelos que cubría toda la región del desierto. Había sido al regreso del río Colorado cuando, al pasar volando a baja altura sobre el Queen Valley, había distinguido lo que sin duda era un campamento de cazadores furtivos. Inmediatamente había telefoneado a Morgana. En los pasados meses se habían encontrado por todo el parque restos mutilados de águilas doradas. Quería pescar a los furtivos con las manos teñidas de sangre.
—¡Aquí! —gritó Morgana cuando llegaron frente a una monumental barrera de peñas que se elevaban hacia el cielo—. ¡Ahora! ¡Pare aquí!
El mayor O’Neill frenó la moto y Morgana se bajó de ella antes incluso de que se hubiera detenido el motor, al tiempo que se soltaba el casco y lo dejaba caer en la arena. Mientras se precipitaba hacia una brecha entre la peñas, donde se alzaban unas palmeras hacia el cielo azul, la moto dejó escapar una serie de fuertes estampidos que sonaron como disparos. Morgana se volvió a mirar y vio al mayor O’Neill de pie junto al vehículo, con las manos en las caderas, mirándolo y sacudiendo la cabeza al hacerlo. Algo le pasaba a la máquina, pero Morgana siguió corriendo.
Olió el animal muerto antes de poder verlo: un cerdo despellejado, pudriéndose bajo el calor. El aire estaba lleno de moscas y los cuervos picoteaban la carne, luchando entre ellos, y agitando sus grandes alas negras. Los furtivos se habían ido, dejando tras ellos un fuego cuyas cenizas estaban aún calientes, y huellas recientes de neumáticos que se alejaban en tres direcciones.
Morgana oyó unos pasos que se acercaban y después una exclamación musitada por el mayor O’Neill:
—¡Dios santo!
—Hemos llegado demasiado tarde —dijo la joven, al tiempo que se dejaba caer de rodillas para inspeccionar un objeto ensangrentado que había en la arena.
—¿Qué es eso? —preguntó el mayor.
Pero él mismo pudo verlo al instante. Los restos de un águila dorada, con las alas, las garras y la cola cortadas.
Morgana levantó la mirada hacia O’Neill, con los ojos llenos de lágrimas.
—Estaban intentando capturarla viva. Deben de haberla herido o matado y por eso la han mutilado de esta manera para llevarse esos trofeos y dejar el resto.
—No sabía que hubiera águilas doradas en esta zona —dijo él, porque necesitaba decir algo y no se le ocurrió nada mejor.
—Ese pico de ahí arriba es Queen Mountain. Los naturalistas localizaron un nido de águilas en la cumbre. Los furtivos tuvieron noticia de ello y siguieron al águila dorada para delimitar su territorio. Así es como trabajan. Luego ponen como cebo un animal muerto, y se sientan a esperar. Cuando el águila dorada acude a comer, le lanzan redes con una especie de ballestas. Es peligroso para el ave. A menudo las matan o mutilan.
—Pero… ¿por qué querría alguien capturar águilas doradas?
—Los coleccionistas pagan barbaridades por tener un águila salvaje en sus aviarios. Los millonarios no tienen nada mejor que hacer con su dinero.
Se levantó y dio un puntapié en la arena.
—Sí, pero… ¿por qué les cortan…?
—Como trofeos —dijo Morgana con voz tensa—. Hay personas capaces de comprar esas partes de las águilas… —Se apoyó en una peña—. Más violencia aún… —murmuró.
—¿Quiere que los entierre?
Morgana alzó el rostro surcado por las lágrimas. ¿Enterrarlos…? El alzacuellos del sacerdote, las cruces en su uniforme, la expresión compasiva y de tristeza que expresaban sus profundos ojos castaños… ¿Diría también una oración por aquellas pobres criaturas?
—No, gracias —dijo en voz baja, a la vez que se ponía nuevamente de pie y se enjugaba las lágrimas—. Esos restos alimentarán a los cuervos y otras aves, y a los coyotes y las hormigas, hasta que el desierto vuelva a quedar limpio.
Los dos seres humanos permanecieron inmóviles en un momento de silencio, mientras los cuervos se peleaban y graznaban, y los buitres comenzaban a trazar círculos arriba, en el cielo. Hasta que Morgana lo rompió diciendo:
—Tendríamos que volver…
Y comenzó a ir hacia la motocicleta.
—Me temo que tengo más malas noticias —dijo O’Neill—. La moto se ha recalentado. No sé cuál puede ser el problema. He comprobado el aceite, y parece estar bien. Puede que se trate de un problema con una válvula, pero no tengo herramientas para repararlo.
Ella lo miró fijamente.
—¿Me está diciendo que hemos de esperar?
No quería quedarse aislada allí con él. Era demasiado atractivo. Aun cuando se tratara de un sacerdote.
—Me temo que sí —asintió él.
Morgana captó también en su rostro una fugaz expresión de desaliento. «Él tampoco desea verse atrapado aquí conmigo».
—Bueno…, pero no podemos quedarnos aquí —dijo, cuando las ráfagas del viento trajeron hasta ellos la pestilencia de la carne en descomposición. Examinó el paisaje con la mirada, moteado de árboles de Josué, cactus y grandes peñascos, hasta ver un afloramiento de rocas que proporcionaba un poco de sombra—. ¿Tardará mucho en enfriarse? —preguntó.
El mayor se encogió de hombros.
—Media hora —respondió.
Veinticinco minutos más de lo que había planeado estar con ella.
Caminaron por la arena en silencio, con Morgana mirando hacia atrás los restos del campamento de los cazadores furtivos y lamentando haber dejado allí el águila dorada abatida, mientras el mayor O’Neill luchaba contra sus propios pensamientos. Aquel no le parecía el momento más adecuado para explicarle la razón de que hubiera ido a verla. La manera como se le habían saltado las lágrimas al ver el ave muerta… Y el gesto de abatimiento de sus hombros, como si sobre ellos recayera todo el peso del desierto… ¿Cómo podría añadir a eso la carga de ocho mil soldados?
Cuando llegaron a la sombra, Morgana se dejó caer sobre la roca y se apartó los cabellos de la cara, empapados por el sudor. Vio que O’Neill miraba su frente y enseguida desviaba la vista. Lo invitó a sentarse, pero respondió que necesitaba estirar las piernas. Se alejó unos metros y volvió a su lado, caminando sobre la arena como un hombre atrapado en la indecisión. Evitaba que se cruzaran los ojos de ambos. Cualquier cosa atraía su atención —halcones, nubes, montañas distantes—, con lo cual Morgana llegó a la conclusión de que estaba tramando algo.
—Debería explicarle lo de mi tatuaje —se anticipó.
O’Neill se detuvo y bajó la vista hacia ella, con el rostro a contraluz en la sombra y con el luminoso azul del cielo detrás.
—No tiene por qué hacerlo.
—A veces me olvido de que lo llevo y de que llama la atención de la gente. Yo tenía este tatuaje en la frente cuando era niña. Ignoro cuándo y quién me lo hizo. Mi tía Bettina, con quien vivía desde que mi padre desapareció, nunca me lo dijo, y yo no recuerdo cómo fue a parar allí. Era muy pequeña entonces. Tengo algunas viejas fotografías en las que se ven las marcas en mi frente. Y sé que las llevé por lo menos dos años cuando vivía con nosotros mi padre y que él nunca se opuso a que las tuviera. A mi tía, en cambio, la sacaban de quicio. Pienso que fue por eso por lo que me quemó la frente.
O’Neill parpadeó.
—¿Cómo dice?
—Con un atizador al rojo vivo. Quería borrarlas.
—¡Dios bendito!
Se sentó a su lado, con su brazo rozando el de Morgana.
—Me quedó una cicatriz durante muchos años, hasta que fui a un cirujano plástico para que me la quitara.
Los ojos de O’Neill recorrieron su frente. Morgana casi podía sentirlos en su piel…, sentir aquellas pupilas que la miraban como si quisieran ser un roce cálido.
—El cirujano hizo un trabajo espléndido eliminando la cicatriz —siguió la joven, extrañada ella misma de que quisiera contarle tantas cosas—. Todo el mundo decía que mi frente había quedado muy bien. Pero, entonces, me asaltó un impulso. Apenas recuerdo el viaje en tren a San Diego, mi búsqueda de un estudio de tatuaje, los marineros que me observaban mientras yo me sentaba en la silla… Todo lo que sé es que, después de hacerlo, invadió mi alma una especie de paz. Y una nueva fuerza. Pienso que la cicatriz simbolizaba la tiranía de mi tía sobre mí tras la desaparición de mi padre. Jamás me dejó libertad para vivir mi propia vida. Quise borrar los doce años que había pasado bajo su opresión. —Lo miró a la cara—. ¿Verdad que suena como una locura? —le preguntó, asombrada de que acabara de descubrir a un extraño una parte tan íntima de su vida.
—No. Quiso volver a ser la niña pequeña que era cuando su padre se marchó.
—Sí —asintió, admirada por su comprensión. Notó también que en sus iris de color castaño oscuro flotaba una pequeña mota dorada, y apartó la vista de ella. Había algo en el mayor O’Neill que la animaba a hablar. Pensó en lo maravilloso que tenía que ser con sus hombres. Añadió ahora—: Y también desapareció mi vergüenza.
—¿Vergüenza?
—Todas las veces que tía Betttina me decía que la cicatriz era un recordatorio de mi desobediencia y que Dios me había castigado así por ser una criatura rebelde…, me sentía marcada. Pero, desaparecida la cicatriz y restaurado el tatuaje, recuperé el respeto por mí misma.
Mientras Morgana hablaba, el mayor O’Neill tenía los ojos fijos en ella, pero la joven observó que hacía girar un anillo que llevaba en la mano derecha, una y otra vez, de la misma manera que había hecho en la cantina con el café. Tranquilo en la superficie, turbulento por debajo de esta.
—En cuanto recuperé el tatuaje de la frente, sentí curiosidad por saber de qué tribu y qué clan procedía… ¿Sería cherokee? ¿Sioux, tal vez? ¿Y qué significaban estas tres líneas? He investigado un poco acerca de los tatuajes tribales…, de hecho, he conseguido reunir material abundante, y estoy pensando en publicarlo algún día en forma de libro. —Sonrió algo cohibida, y añadió—: Ya sabe usted… una querría hacer lo que le gusta, pero la vida real impone sus prioridades. Las cabañas necesitan tejados nuevos…, tenemos que abrir otro pozo…, todo eso.
—¿Consiguió identificar el tatuaje?
Morgana sacudió la cabeza.
—Hay una gran cantidad de marcas faciales entre muchas tribus, desde los seminólas hasta los chumash. Todas tienen distintos significados. Algunos tatuajes identifican al clan, otros tienen que ver con la posición que ocupa en la tribu quien lo lleva, o bien para remedio de enfermedades o como una protección mágica. Algunas tribus piensan que, si un hombre tiene tatuadas águilas alrededor de sus ojos, su vista será la de un águila. Los lakota piden que sus hombres y sus mujeres se hagan tatuajes que les hagan posible entrar en la otra vida, porque, en caso de no tenerlos, su antiguo Espíritu Mujer les prohibirá la entrada.
Morgana se dio una palmada en la frente.
—Lo que pueda significar este tatuaje mío es algo que ignoro. Mi hermano piensa que habérmelo hecho tatuar otra vez tiene que ver con la búsqueda de mi padre —añadió, y se preguntó de nuevo a sí misma si no estaría hablando demasiado. Pero el mayor O’Neill parecía interesado—. Gideon dice que estoy continuando la búsqueda que llevaba a cabo mi padre de unos chamanes indios. Puede que sea eso. Pero, en realidad, lo estoy haciendo más por Gideon que por mí misma. Él nunca llegó a conocer a su padre. Me estoy yendo por las nubes, ¿verdad?
O’Neill sonrió.
—Siga, se lo ruego.
—Gideon y yo somos hijos del mismo padre, hermanastros. La gente cree que nuestro padre nos abandonó para hacer realidad un sueño egoísta. Pero yo no lo creo. Veló por mí, y guardó dinero en un banco para que yo lo recibiera cuando fuese mayor. Era un hombre generoso, desinteresado. Salvó la vida de una mujer, Sarah Bernam. Y el marido de esta le estaba tan agradecido, que legó dinero a mi padre. Era muy apreciado. No un sinvergüenza.
—Y usted quiere demostrárselo a Gideon.
—Ese es mi sueño, en todo caso.
La joven miró los cálidos y profundos ojos de aquel hombre que había escuchado incontables confesiones, secretos y congojas, y de repente sintió curiosidad por él
—¿Cuál es su sueño, mayor? —le preguntó. Al advertir que su interlocutor dudaba, añadió enseguida—: Lo siento. Es una pregunta demasiado personal. Como propietaria de un albergue en el desierto, a veces les hago preguntas a mis huéspedes acerca de ellos mismos, para que se sientan bien recibidos…
Pero en este caso no era la auténtica razón de haberle hecho aquella pregunta. En realidad deseaba saber más de él.
—No es demasiado personal —dijo O’Neill—. Es solo que la gente no le pregunta normalmente a un cura qué es lo que desea. La mayoría piensa que estamos contentos como somos. Pero los sacerdotes somos exactamente como los otros hombres y siempre estamos luchando por conseguir algo. Me temo que esto que le diré va a parecerle vanidoso, señorita Hightower…, pero a mí me gustaría llegar a ser obispo algún día. ¡Hay tantas cosas que querría hacer en la Iglesia! Quiero hacer cambios en ella, llevarla a los tiempos modernos… Hoy son muchas las necesidades de nuestros fieles a las que no respondemos. Pero un simple párroco no puede influir gran cosa para cambiar esto. El obispo, en cambio, tiene influencia y poder.
«Unas palabras llenas de apasionamiento», pensó Morgana, pero los ojos del capellán traicionaban también una duda interior sobre él mismo. La agitación que creía haber imaginado simplemente en él cuando hablaron en la cantina era ahora más evidente todavía, y notó unas sombras bajo los ojos.
—Me pareció oírla decir que Gideon y usted son hermanastros… ¿No tuvieron la misma madre?
Morgana se puso en pie y contempló el desierto de horizonte a horizonte. Elizabeth gritando…, su cuerpo en llamas retorciéndose en el suelo… y yaciendo inmóvil después…, carbonizado hasta resultar irreconocible…
—¿Probamos a ver si ya funciona la moto? —preguntó en un tono de voz demasiado alto, para ahogar aquel espantoso recuerdo—. Tendría que ir enseguida a denunciar a esos furtivos. Es la vez que hemos estado más cerca de atraparlos. La próxima conseguiremos que los detengan.
Él la observó un momento, preguntándose por qué había evitado responder a aquella pregunta, pero luego se puso en pie también y dijo:
—Podemos probar.
Lo vio subirse a horcajadas en la moto e intentar ponerla en marcha. Cuando la máquina no volvió a la vida, Morgana consideró la posibilidad de regresar caminando al albergue. Pero tardarían horas.
Pero cuando O’Neill regresó a la sombra del gran peñasco, pisando piedras y maleza, Morgana le dijo:
—¿No había algo que quería usted comentarme, mayor?
—No hace falta que me llame «mayor»…
Morgana gritó de repente:
—¡Cuidado!
Saltó hacia él, lo agarró por la parte de arriba de la manga y tiró de esta con tal fuerza que le hizo perder el equilibrio. Robert cayó contra ella y los dos dieron unos pasos tambaleándose y sujetándose el uno al otro, hasta detenerse los dos jadeando, Robert observando desde arriba a Morgana, con los rostros a unos pocos centímetros de distancia, manteniéndola sujeta por los hombros y mirándose con cara de sorpresa.
Robert se recuperó enseguida, dio un paso atrás y preguntó:
—¿Qué ocurre?
Morgana rió nerviosamente, turbada unos segundos por aquella súbita cercanía entre ambos.
—Eso —respondió, señalando el suelo.
Robert se volvió, miró el suelo y vio lo que no había visto un momento antes: un pequeño agujero camuflado bajo una mata de jarilla resinosa.
—Es una madriguera de ardilla —explicó Morgana, dando unos pasos para alejarse de él. Las manos de Robert habían sujetado sus hombros con tal fuerza que pensó que, cuando examinara más tarde su piel, vería las huellas de sus dedos impresas allí de manera permanente. Pero no eran dolorosas, sino excitantes—. De ordinario, uno no las ve hasta que ha metido el pie en una de ellas y se ha fracturado un tobillo.
—Oh —dijo Robert, manteniendo los ojos fijos en él, en apariencia, inocente agujero en la tierra, porque temía mirar a Morgana. Su proximidad, la sensación de aquel cuerpo cálido bajo sus manos, el olor de su champú… lo habían embriagado de pronto inesperadamente.
Por último, se volvió a mirarla cara a cara. Los ojos de los dos se encontraron y quedaron prendidos en los del otro a través del pequeño espacio de desierto que había entre ambos, movido por la brisa y con una finísima capa de arena que se alzaba por encima del suelo del desierto.
—Gracias —dijo Robert—. Me hubiera sabido muy mal romperme un tobillo justamente ahora.
—Y yo no sé conducir una motocicleta…
Guardaron silencio los dos hasta que el graznido de un halcón de cola roja sobre sus cabezas les recordó que no estaban solos en la tierra de Dios…
—El desierto está plagado de peligros —dijo Morgana, regresando a la sombra que proyectaba el peñasco y asombrada de la rapidez con que latía su corazón.
—Tal vez debería usted informar de esto al general Patton.
La joven se volvió, sorprendida; vio una sonrisa infantil en la cara de Robert. Y su corazón latió aún más de prisa.
Él sacó entonces un paquete de Lucky Strike y le ofreció un cigarrillo.
—No fumo —respondió Morgana.
Años atrás, cuando emulaba a Elizabeth Delafield, esta le había dicho que nunca se aficionara al tabaco, que ella misma estaba intentando dejarlo entonces. «El whisky sí es una buena cosa, en cambio —le había dicho—. Calienta el corazón y anima el alma».
En definitiva, Morgana había optado por no probar ni una cosa ni otra.
—Gideon y yo tuvimos diferentes madres —dijo luego, decidiendo por fin que merecía una respuesta, mientras observaba cómo prendía él el cigarrillo, daba una profunda calada, retenía el humo en sus pulmones y lo exhalaba luego por la nariz—. Le habría gustado a usted conocer a Elizabeth Delafield. Era una mujer muy espiritual.
Al advertir que la brisa llevaba hacia Morgana el humo del cigarrillo, O’Neill dio unos pasos alrededor de la joven para que fuese hacia el desierto.
—Lo dice como si creyera que usted no es espiritual…
—No creo que lo sea. Me veo a mí misma realista, mayor. No creo en ángeles ni santos, en dioses o mitos. Creo en lo que puedo ver y tocar, en lo que puede hacer la gente, en lo que yo puedo hacer. —Colocó su mano sobre la roca que tenía debajo de ella y añadió—: Esto es en lo que creo. En esta roca maciza. Lleva aquí millones de años y seguirá aquí mucho después de que yo me haya ido.
Morgana tampoco creía en las percepciones extrasensoriales, en la intuición femenina, las sensaciones de haber vivido ya algo, la clarividencia o los mensajes del más allá… Para ella no existían los milagros, los ángeles de la guarda, santos patronos ni un mundo espiritual que velara por los mortales. Eso era lo que le había enseñado la terrible muerte de Elizabeth.
Robert reflexionó sobre esto: quizá, con aquellas palabras, estaría ella retándolo a una discusión para hacerla cambiar de criterio o convencerla de que creyera. Su actitud lo intrigaba pero, como no estaba seguro de lo que quería decirle, entrecerró los ojos y paseó la vista por el valle hacia las colinas del oeste. Cuando le pareció ver allí una extensión que rielaba a lo lejos, preguntó:
—¿Es un lago eso que se ve allí?
Morgana, por su parte, pensaba: «Lo he decepcionado…, ahora debe de creer que soy atea…». Siguió, con todo, la dirección de su mirada y vio una línea plateada que reflejaba los rayos del sol.
—Es un espejismo —explicó—. Para los indios, los espejismos son sagrados. ¿Cree usted en la existencia de lugares sagrados en el mundo, mayor? No me refiero a que hayan construido una iglesia en ellos o porque algún santo haya bautizado allí a mucha gente. Hablo de lugares sagrados intrínsecamente, por su propia naturaleza, aunque ningún ser humano haya puesto jamás los pies en ellos.
Él bajó la mirada para observarla, sentada en aquella roca de color dorado rojizo, con la falda arrugada y un sombrero de paja que ocultaba su tatuaje tribal. Para ser una mujer descreída y que afirmaba no tener fe en nada, mostraba un pertinaz interés por lo sagrado. Lo confundía. El padre O’Neill no había conocido nunca a nadie como ella.
Aquella sensación de los hombros de la mujer bajo sus manos…
Desvió la vista.
—¿Lugares sagrados? No lo he pensado nunca, la verdad. ¿Cree usted en ellos?
—De pequeña visité Chaco Canyon, en Nuevo México. No recuerdo gran cosa de allí, pero desde entonces he leído todo cuanto he podido encontrar sobre aquella región… ¿Sabía usted que hay lugares en Chaco donde la tierra canta? Se puede oír realmente su murmullo. Algunos lo atribuyen a la energía de los desaparecidos indios anasazi, que nunca desaparecieron en realidad, sino que siguen presentes allí… aunque nosotros no podamos verlos. Pero los indios dicen que ya era un lugar sagrado mucho antes de que nadie viviera allí.
Estaba allí de pie, con el rostro vuelto hacia el este, de donde provenía un viento cálido. Siguió diciendo:
—Leí un libro titulado I Ching donde se dice que el cielo y la tierra tienen lugares concretos adonde acuden los hombres santos y sabios para hacer realidad todas las posibilidades que ofrecen. ¿Pudo ser esta la razón de que san Juan Bautista fuera atraído al río Jordán para predicar?
Robert se quedó mirándola. ¿De verdad habría leído el I Ching?
—Bueno… —respondió—, cuando Moisés vio la zarza ardiendo, el Señor le dijo: «No te acerques aquí; quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada».
Morgana alargó la mano para tocar el capullo de color lavanda de una flor de bromelia que luchaba por crecer en una grieta de la roca: una plantita resistente que crecía donde el agua era escasa y el viento soplaba con fuerza.
—Los hopi —dijo— creen que en el principio la Abuela Araña creó dos hombres jóvenes para que fueran los guardianes de la tierra. Uno fue al Polo Norte, el otro al Polo Sur, y cada uno de ellos tocaba un tambor. Las vibraciones de los tambores penetraron profundamente en la tierra, y eso la hizo vivir. Se dice que estas energías son más fuertes en los lugares sagrados, porque conservan más vibraciones que los otros de aquellos tambores.
El capellán O’Neill pensó en el Edén creado por Dios y sagrado antes de la caída del hombre. Por primera vez en su vida de sacerdote se preguntó si existirían otros edenes en el mundo, todavía por descubrir y no hollados por el ser humano. Pensó en sus misas dominicales celebradas al aire libre, en un altar improvisado, con los hombres sentados en bidones de gasolina o en el mismo suelo. Alguna vez había pensado que aquello no era digno de Dios…, pero ahora se preguntaba si…
—¿Siempre quiso usted ser sacerdote? —le preguntó Morgana, imaginándolo como el monaguillo que debió de haber sido con su angelical sobrepelliz blanca.
Él retrocedió un paso porque sintió a la joven demasiado cerca —físicamente y de otras formas que era incapaz de definir— y fue a apoyarse en una gran roca del color de la herrumbre, azotada sin duda durante milenios por la lluvia, la arena y el viento.
—Desde niño he querido servir a Dios. Y también porque sentía una deuda de gratitud con la Iglesia.
—¿Una deuda?
—Verá, señorita Hightower… Yo fui huérfano. Me abandonaron en los peldaños de una inclusa y viví allí hasta que me adoptaron los O’Neill. —Cuando vio la expresión de su cara, sonrió y se apresuró a añadir—: No todos los orfanatos son como los de las novelas de Dickens… Las monjas de Santa Ana nos daban cariño y cuidados. Tenía diez años cuando los O’Neill me llevaron a su hogar, y recuerdo que lloré al dejar el orfanato. Pero los O’Neill eran buenas personas, sencillas y honradas, y me educaron con amor.
—Deben de sentirse orgullosos de usted —comentó Morgana en voz baja.
—Murieron hace mucho. Eran ya mayores cuando me adoptaron.
Arrojó a tierra el cigarrillo y lo pisó con el tacón de la bota. Después miró a su alrededor las rocas y peñascos, las flores silvestres rojas, azules y doradas, las nubes aborregadas, los árboles de Josué y los cactus que se extendían hasta el horizonte.
Morgana estudiaba el marcado perfil de Robert, y de pronto sintió una oleada de calor dentro de sí. Era tan terriblemente atractivo. Y tan amable y paciente… Sin embargo…, había un halo de misterio que lo envolvía. ¿Se sentía atraída hacia Robert O’Neill precisamente por ese misterio? ¿O era por su manera de sonreír en la que alzaba más una comisura de su boca que la otra, o por la forma como su guerrera militar destacaba sus poderosos hombros, o el que su risa, cuando reía, fuera suave y profunda, y que tuviera las manos más finas que había visto jamás en un hombre?
—¿Deseaba usted comentar algo conmigo, mayor?
Él volvió a la realidad, se aclaró la garganta y dijo:
—Verá, señorita Hightower… ¿Ha oído usted hablar de las USO?
Morgana sacudió la cabeza.
—El presidente Roosevelt pidió a un grupo de organizaciones privadas que se ocuparan del ocio de los soldados de las fuerzas armadas de Estados Unidos durante sus permisos. El Ejército de Salvación, la YMCA y otras organizaciones semejantes se unieron para formar una nueva organización llamada USO, es decir, Organización de Servicios Unidos. Han abierto centros por todo el país, una especie de hogares para el soldado lejos de su casa, adonde el soldado de permiso pueda ir a tomar un café y unos donuts, encontrar diversión, ayuda para escribir cartas y todo eso.
Morgana lo escuchaba con interés, pensando en Gideon.
—La moral es baja entre algunos de nuestros soldados en Camp Young. La añoranza del hogar es el principal problema al que debo enfrentarme. Hay también entre algunos sensación de aislamiento y soledad. Muchos de los chicos creen se han olvidado de ellos. Saben que eso no cierto, pero se sienten como si lo fuera. He comentado el problema con mi oficial de enlace y él cree que nos ayudaría coordinar algo parecido a las USO. Y por eso he venido a verla, señorita Hightower.
—¿Por qué a mí?
Robert sonrió algo cohibido.
—Tengo que confesarle que he hecho algunas indagaciones acerca de usted. Necesitamos un contacto local con la comunidad civil, y lo que averigüé fue que Morgana Hightower es una persona bien conocida y muy respetada en esta zona… Usted conoce a todos. Y ellos la escucharán.
Morgana no tenía ni idea de lo que podría decirle. Le estaba pidiendo que se implicara precisamente en aquello que intentaba evitar. Pero pensó de nuevo en Gideon, lejos de casa, solo…
—Tenemos unos cuantos músicos locales —le dijo— que se sentirían felices de poder actuar ante los soldados en Camp Young. Aquí mismo, en Twentynine Palms, hay seis hombres que han formado un grupo para tocar baladas, polcas y música vaquera.
—Es una gran idea, señorita Hightower, y estoy seguro de que los soldados recibirán encantados al grupo. Sin embargo…
—¿Sí?
Morgana percibía la incomodidad de Robert, y se preguntaba a qué se debería.
—Me parece —dijo él finalmente— que los hombres cambiarían gustosos toda una velada de banjos y guitarras por tan solo cinco minutos con usted.
—¡Conmigo!
Robert se apresuró a añadir:
—El otro día, señorita Hightower…, ¿no se fijó usted en lo aprisa que se ocuparon todas las sillas que había en nuestra mesa?
—Eso fue por usted, mayor…
—Lo dudo mucho —la contradijo, apartando la vista—. Todos ellos querían sentarse con una joven bella.
El viento del desierto arreció, transportando embriagadoras fragancias primaverales de salvia y flores silvestres. El cielo dio la impresión de expandirse sobre sus cabezas, tornarse de un azul más vivo, mientras las nubes se inflaban para navegar de horizonte a horizonte. La fuerte brisa agitaba el ala del sombrero de paja de Morgana, y el mayor O’Neill se sorprendió a sí mismo alentando el asombroso deseo de que el viento ganara la partida y dejara libres aquellos rizos castaños.
Perplejo por estas nuevas y fuertes emociones, y no habituado a ellas, Robert carraspeó intentando recordar lo que había estado diciendo, y siguió:
—Comprenda…, la mayoría de los problemas de los hombres que vienen a verme son por la nostalgia del hogar, porque echan de menos a sus familias…, pero sobre todo me hablan de sus madres y hermanas, de sus novias y sus esposas. La música en directo es una gran idea, pero lo que más vivamente echan de menos es compañía femenina.
Morgana contenía el aliento, rogando que no dejara de hablar porque de pronto la subyugaba el timbre de su rica voz acostumbrada al púlpito. Pero, enseguida, avergonzada de sus pensamientos, recordó a aquellos muchachos de la cantina que habían conmovido su corazón.
—Déjeme que lo comente con mis vecinos.
—Se lo agradecería mucho —dijo Robert, y añadió que esperaba que la moto arrancara ya.
Mientras él se alejaba, a Morgana le pareció ver una sombra oscura y turbadora que contraía sus hermosos rasgos. Y se dijo que tenía que ser una gran carga responsabilizarse del consuelo y el bienestar espiritual de miles de jóvenes. Sobre todo de aquellos que, como decía Robert, echaban tanto de menos su hogar.
Sí, tenía que ser eso lo que turbaba al mayor capellán Robert O’Neill.